Pero no todos reaccionaban así.

Kevin Baker y Richard Keller habían iniciado la red que conectaba a los insomnes en un estrecho grupo, siempre al tanto de las luchas de los demás. Leisha Camden financiaba las batallas legales, los gastos de educación de los insomnes cuyos padres no podían costearlos, el apoyo a niños en malas situaciones emocionales. Rhonda Lavelier obtuvo una licencia de madre sustituta en California, y siempre que fuera posible el Grupo maniobraba para que le asignaran a los pequeños insomnes que debían ser separados de sus padres. El Grupo tenía ahora tres abogados matriculados, y el año siguiente tendrían cuatro más, registrados en cinco estados diferentes.

La única vez que no pudieron sacar legalmente a un niño maltratado lo secuestraron.

Era Timmy De Marzo, de cuatro años. Leisha se había opuesto a esa acción. Arguyó desde el punto de vista moral y el práctico (ambos eran lo mismo para ella), que si creían en su sociedad, en sus leyes fundamentales y en su propia capacidad para pertenecer a ésta como individuos productivos libres de contratar, debían atenerse a las leyes contractuales de la propia sociedad. Los insomnes eran, en su mayor parte, yagaístas, y entonces debían saber esto. Y si los pescaba el FBI la justicia y la prensa los crucificarían.

No los pescaron.

Timmy De Marzo -quien todavía no podía pedir ayuda por la red, por lo que conocieron su situación a través del rastreo automático de informes policiales que mantenía Kevin por medio de su compañía- fue sustraído de su propio patio trasero en Wichita. Había pasado el último año en un aislado remolque en Dakota del Norte, aunque nada era lo bastante aislado como para no tener módem. Lo cuidaba una madre sustituta legalmente irreprochable que había pasado allí toda su vida. Era la prima segunda de un insomne, una mujer gorda y alegre, con más cerebro de lo que aparentaba. Era yagaísta. No había ningún registro de la existencia del niño en los bancos de datos: ni del Servicio de Recaudación Impositiva, ni de las escuelas, ni siquiera en el registro computarizado de compras del almacén local. La comida específica para el niño se enviaba mensualmente con un camión propiedad de insomnes de State College, Pennsylvania.

Diez integrantes del Grupo sabían del secuestro, sobre 3.428 nacidos en los Estados Unidos.

De este total, 2.691 integraban el Grupo, vía la red. Otros 701 eran todavía demasiado pequeños para usar un módem. Sólo 36 insomnes, por alguna razón, no eran parte del Grupo.

Tony Indivino arregló el secuestro.

– Es de Tony que quería hablarte -le dijo Kevin-. Empezó de nuevo. Esta vez está decidido. Está comprando tierras.

Leisha dobló cuidadosamente el diario y lo dejó sobre la mesa.

– ¿Dónde?

– En las Montañas Allegheny, al sur del Estado de Nueva York.

Muchas tierras. Está urbanizando ahora. En primavera empieza con los edificios.

– ¿Sigue financiándolo Jennifer Sharifi? -Era la hija, nacida en América, de un príncipe árabe que había querido un hijo insomne. El príncipe había muerto y Jennifer, de ojos oscuros y políglota, era más rica de lo que nunca sería Leisha.

– Sí. Está empezando a tener seguidores, Leisha.

– Lo sé.

– Llámalo.

– Lo haré. Manténme informada sobre Stella.

Trabajó hasta medianoche en la Revista de Leyes, luego hasta las cuatro de la mañana preparando sus clases. De cuatro a cinco atendió asuntos legales del Grupo. A las cinco llamó a Tony, todavía en Chicago. Había terminado la escuela, cursado un semestre en la Universidad del Noroeste, y finalmente había explotado contra su madre por obligarlo a vivir como un durmiente. A Leisha le parecía que la explosión no terminaba nunca.

– ¿Tony?, Leisha.

– Las respuestas son sí, sí, no y vete al diablo.

Leisha apretó los dientes.

– Muy bien. Ahora dime las preguntas.

– ¿Planteas en serio lo de que los insomnes creen su propia sociedad autosuficiente? ¿Quiere Jennifer financiar un proyecto tan grande como la construcción de una pequeña ciudad? ¿No crees que tira por tierra todo lo que puede lograrse mediante la paciente integración del Grupo al conjunto? ¿Y qué se hace con las contradicciones de vivir en una ciudad armada restringida y aún así tener intercambio con el exterior?

– Yo nunca te mandaría a ti al diablo.

– Un hurra por ti -dijo Tony, añadiendo luego:- Lo siento. Eso suena como uno de ellos.

– Es malo para nosotros, Tony.

– Gracias por no decir que no pude evitarlo.

Ella se preguntó si era así.

– No somos especies diferentes.

– Díselo a los durmientes.

– Exageras. Hay quienes odian por ahí, siempre hay quienes odian, pero abandonar…

– No estamos abandonando. Todo lo que creamos puede ser intercambiado libremente: software, hardware, novelas, información, teorías, consejos legales.

Podemos entrar y salir. Pero tendremos un lugar seguro a donde volver. Sin sanguijuelas que creen que les debemos nuestra sangre porque somos mejores.

– No es cuestión de deudas.

– ¿En serio? -dijo Tony-.

Aclaremos esto, Leisha. A fondo.

Tú eres yagaísta, ¿en qué crees?

– Tony…

– Dilo -dijo Tony, con un tono que le recordó al chico de catorce años que era cuando Richard los presentó. Al mismo tiempo vio la cara de su padre; no como era ahora, después del by-pass, sino como había sido cuando ella era niña y la sentaba en su regazo para explicarle que ella era especial.

– Creo en el intercambio voluntario para beneficio mutuo.

Que la dignidad espiritual proviene de mantenerse con el esfuerzo propio, y del intercambio del resultado de esos esfuerzos en cooperación mutua extendida a toda la sociedad. Que el símbolo de todo esto es el contrato. Y que nos necesitamos los unos a los otros para un intercambio más completo y beneficioso.

– Bien -espetó Tony-. Pero, ¿qué dices de los mendigos en España?

– ¿Los qué?

– Caminas por la calle en un país pobre, como España, y ves un mendigo. ¿Le das un dólar?

– Probablemente.

– ¿Por qué? No está intercambiando nada contigo. No tiene nada para cambiar.

– Lo sé. Por amabilidad. Por compasión.


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