Camden no miró a su esposa.
Arrojó una nube de humo de su cigarrillo y dijo:
– Todo tiene su costo, doctora Melling.
Le gustó la forma en que decía su nombre.
– Habitualmente, sí. Especialmente en modificación genética. Pero honestamente no pudimos encontrar ninguno aquí, aunque lo buscamos. -Sonrió directamente a Camden, mirándolo a los ojos-. ¿Es demasiado bueno para creerlo, que alguna vez el universo nos dé algo todo positivo, todo progreso, todo beneficio, sin penalidades ocultas?
– No es el universo. Es la inteligencia de gente como usted -dijo Camden, sorprendiéndola más que todo lo que sucediera antes. Sus ojos le sostenían la mirada. Se le encogió el pecho.
– Creo -dijo secamente el doctor Ong-, que la filosofía del universo está más allá de lo que nos ocupa ahora. Señor Camden, si no tiene más preguntas médicas, tal vez podamos volver a los puntos legales que plantearon los doctores Sullivan y Jaworski. Gracias, doctora Melling.
Susan asintió con la cabeza.
No volvió a mirar a Camden. Pero supo lo que decía, cómo se veía, que estaba allí.
La casa era aproximadamente lo que esperaba, una enorme imitación Tudor sobre el Lago Michigan al norte de Chicago. Espeso bosque entre el acceso y la casa, terreno abierto entre la casa y el agua. Parches de nieve cubrían el dormido césped. Aunque hacía cuatro meses que Biotech trabajaba con los Camden, esa era la primera vez que Susan los visitaba.
Mientras avanzaba hacia la casa, detrás entró otro auto.
No, un camión, que siguió por la curva del camino de acceso hacia una entrada de servicio al costado de la casa. Un hombre llamó a la puerta de servicio, mientras otro comenzaba a descargar un corralito envuelto en plástico. Blanco, con conejitos rosados y amarillos. Susan cerró un momento los ojos.
Camden abrió él mismo la puerta. Se le notaba el esfuerzo por no parecer preocupado:
– ¡No necesitaba venir, Susan, yo hubiera ido a la ciudad!
– No es lo que yo quería, Roger. ¿Está la señora Camden?
– En la sala.
Camden la guió hasta una amplia habitación con chimenea de piedra. Muebles rústicos ingleses, grabados de perros y barcos, todos colgados cincuenta centímetros demasiado altos; debía de haber decorado Elizabeth Camden. No se levantó de su sillón de orejas al entrar Susan.
– Si me disculpan, seré rápida y concisa -dijo Susan-, porque no quiero que esto sea para ustedes más difícil de lo necesario. Tenemos los resultados de todas las pruebas de amniocentesis, ultrasonido y Langston. El feto está bien, desarrollándose como corresponde para dos semanas, sin problemas de implantación en la pared uterina. Pero surgió una complicación.
– ¿Cuál? -dijo Camden. Sacó un cigarrillo, miró a su mujer y lo guardó sin encender.
Susan dijo serenamente:
– Señora Camden, por casualidad, sus dos ovarios produjeron óvulos el mes pasado. Sacamos uno para la cirugía genética.
Por una casualidad aún mayor el segundo quedó fertilizado y se implantó. Lleva dos fetos.
Elizabeth Camden se quedó dura:
– ¿Mellizos?
– No -dijo Susan. Luego se dio cuenta de lo que había dicho-. Quiero decir sí. Son mellizos pero no idénticos. Sólo uno ha sido alterado genéticamente. El otro no se le parecerá más que dos hermanos cualesquiera. Es lo que se llama un bebé normal. Y tengo entendido que no deseaban lo que se llama un bebé normal.
– No. Yo no -dijo Camden.
– Yo sí -dijo Elizabeth Camden.
Camden le dirigió una fiera mirada que Susan no pudo entender. Volvió a sacar el cigarrillo y lo encendió. Estaba de perfil, concentrado en sus pensamientos, y Susan dudó que supiera que el cigarrillo estaba allí o que lo estaba encendiendo.
– ¿Afecta al bebé que el otro esté allí?
– No -dijo Susan-. Por supuesto que no. Simplemente… coexisten.
– ¿Puede abortarlo?
– No sin correr el riesgo de abortarlos a ambos. Remover el feto no alterado puede producir cambios en el revestimiento uterino que lleven a malograr espontáneamente el otro -inspiró profundamente-. Por supuesto, la opción existe. Podemos reiniciar todo el proceso. Pero ya les dije oportunamente que tuvieron suerte en que la fertilización in vitro se lograra recién en el segundo intento. A algunas parejas les lleva ocho o diez. Si empezáramos de nuevo podría ser un largo proceso.
– La presencia de ese segundo feto -dijo Camden-, ¿perjudica a mi hija? ¿Le quita nutrientes o algo así, o cambiará algo para ella durante el resto del embarazo?
– No. Excepto que existe una posibilidad de parto prematuro.
Dos fetos ocupan mucho espacio en el vientre, y si están muy apretados el nacimiento puede ser prematuro. Pero…
– ¿Cuánto? ¿Como para amenazar la supervivencia?
– Es improbable.
Camden siguió fumando. Apareció un hombre en la puerta:
– Señor, llamada de Londres.
James Kendall para el señor Yagai.
– La tomaré-. Camden se levantó. Susan lo miró estudiar el rostro de su esposa. Cuando habló, se dirigió a ésta:
– Bueno, Elizabeth, está bien -y salió.
Las dos mujeres se quedaron sentadas en silencio por un largo momento. Susan era consciente de su propia perplejidad; no era el Camden que esperaba. Notó que Elizabeth Camden la miraba divertida.
– Oh sí, Doctora. Él es así.
Susan no dijo nada.
– Absolutamente dominante.
Pero esta vez no -rió suavemente, excitada-. Dos. ¿Sabe…
sabe el sexo del otro?
– Ambos fetos son femeninos.
– Yo quería una niña, sabe usted. Ahora la tendré.
– Entonces seguirá con el embarazo.
– ¡Oh, sí! Gracias por venir, Doctora.
La despedían. Nadie la acompañó a la puerta. Pero cuando estaba por subir a su auto, Camden salió corriendo, sin abrigo.
– ¡Susan, quería agradecerte!
Por venir hasta aquí a decírnoslo personalmente.
– Ya lo has hecho.
– Sí, bueno. ¿Seguro que el segundo feto no puede perjudicar a mi hija?