III

Kenzo Yagai venía a dictar conferencias en Estados Unidos. El título de su charla, que ofrecería en Nueva York, Los Angeles, Chicago y Washington, y repetiría en Washington dirigiéndose especialmente al parlamento, era "Implicancias Políticas Futuras de la Energía Barata ". Leisha Camden, de once años, tendría con él una entrevista privada al finalizar la conferencia de Chicago, concertada por su padre.

Había estudiado la teoría de la fusión fría en la escuela, y su profesora de Estudios Globales había explicado los cambios que producía en el mundo la aplicación, patentada por Yagai, de lo que hasta entonces había sido una teoría impracticable.

La creciente prosperidad del Tercer Mundo, la mortal agonía de los viejos sistemas comunistas, la declinación de los países petroleros, la recuperación del poderío económico de los Estados Unidos. Su grupo de trabajo había escrito el guión de un noticiero, que filmaron con el equipo de calidad profesional que tenía la escuela, sobre cómo vivía una familia en Estados Unidos en 1985, con energía cara y confiando en la seguridad social basada en los impuestos, mientras que una familia del 2019 vivía con energía barata y confiando en el contrato como base de la civilización. Algunas partes de su propia investigación la habían intrigado.

– Japón cree que Kenzo Yagai fue un traidor a su propio país -le dijo a Papá durante la cena.

– No -replicó Camden-. Algunos japoneses piensan eso. Ten cuidado con las generalizaciones, Leisha. Yagai patentó y comercializó primero la energía-Y en los Estados Unidos porque aquí al menos quedaba una chispa de empresa individual. Gracias a su invento, nuestro país ha vuelto a inclinarse hacia una meritocracia individual, y Japón se ha visto obligado a seguirlo.

– Tu padre siempre ha creído en ello -dijo Susan-. Come tus arvejas, Leisha.

Leisha comió sus arvejas. Hacía menos de un año que Susan y Papá se habían casado, y aún resultaba extraño tenerla allí; aunque agradable. Papá decía que Susan era una valiosa incorporación a su hogar: inteligente, con iniciativa y alegre. Como la propia Leisha.

– Recuerda, Leisha -dijo Camden-, el valor de un hombre para la sociedad no descansa en lo que piense que harán, serán o dirán los demás, sino en sí mismo. En lo que realmente puede hacer, y hacerlo bien. La herramienta básica de la civilización es el contrato. Los contratos son voluntarios y mutuamente beneficiosos. Al contrario de la coerción, que está mal.

– El fuerte no tiene derecho a sacarle algo al débil por la fuerza -dijo Susan-. Alice, come tú también las arvejas.

– Ni el débil a sacarle algo al fuerte por la fuerza -dijo Camden-. Esta es la base de lo que le oirás decir a Kenzo Yagai esta noche, Leisha.

– No me gustan las arvejas -dijo Alice.

– A tu cuerpo sí -replicó Camden-. Son un buen alimento.

Alice sonrió. A Leisha se le aligeró el corazón: Alice ya no sonreía mucho durante la cena.

– Mi cuerpo no tiene ningún contrato con las arvejas.

– Sí, lo tiene -contestó con impaciencia Camden-. Tu cuerpo se beneficia con ellas, así que come.

La sonrisa de Alice se desvaneció. Leisha bajó la vista hacia su plato, y repentinamente se le ocurrió una salida.

– No, Papá. Mira: el cuerpo de Alice se beneficia, pero las arvejas ¡no!… de modo que no hay contrato. ¡Alice tiene razón!

Camden soltó una carcajada, y dijo a Susan:

– Once años… once.

Hasta Alice sonrió, y Leisha agitó triunfante su cuchara, que envió reflejos plateados de luz sobre la pared opuesta.

Pero, aún así, Alice no quería ir a escuchar a Kenzo Yagai.

Iría a dormir a casa de su amiga Julie, y se rizarían juntas el cabello. Para mayor sorpresa, Susan tampoco iría. Ella y Papá se miraron raro al despedirse, pensó Leisha, pero estaba demasiado excitada para reflexionar sobre eso. Iba a oír a Kenzo Yagai.

Yagai era un hombre pequeño, oscuro y delgado. A Leisha le gustó su acento. Le gustó, también, algo en él que le llevó un rato definir.

– Papá -susurró en la semi oscuridad del auditorio-, es un hombre jovial.

Papá la abrazó.

Yagai habló sobre economía y espiritualidad:

– La espiritualidad de un hombre (que es solamente su dignidad como hombre) reposa sobre su propio esfuerzo. La dignidad y la valía no las otorga automáticamente un nacimiento aristocrático; basta mirar la historia para verlo. La dignidad y la valía no las otorga automáticamente la riqueza heredada; un gran heredero puede ser un ladrón, un derrochador, cruel, explotador, una persona que deja al mundo mucho más pobre de como lo encontró. Ni la mera existencia confieren la dignidad y la valía; un asesino en masa existe, pero tiene un valor negativo para su sociedad y no posee dignidad en su ansia de matar.

No, la única dignidad, la única espiritualidad descansa sobre lo que un hombre puede lograr con su esfuerzo. Robarle a un hombre la posibilidad de tener logros, y de intercambiar sus logros con los demás, es robarle su dignidad espiritual.

Por eso en nuestro tiempo ha fracasado el comunismo. Toda coerción, toda fuerza que releve al hombre de lograr las cosas por su propio esfuerzo, causa un daño espiritual y debilita a una sociedad. La conscripción, el robo, el fraude, la violencia, la falta de representación legislativa, todas ellas roban al hombre su oportunidad de elegir, de tener sus propios logros, de intercambiar esos logros con los demás. La coerción es una trampa; no produce nada nuevo. Solamente la libertad, la libertad de tener logros e intercambiarlos libremente, crea el entorno adecuado para la dignidad y la espiritualidad del hombre.

Leisha aplaudió tan fuerte que le dolieron las manos. Cuando iba hacia los camerinos con Papá sintió que le costaba respirar, ¡Kenzo Yagai!

Pero las bambalinas estaban más pobladas de lo que esperaba.

Había cámaras por todas partes.

Papá dijo:

– Señor Yagai, le presento a mi hija Leisha -y las cámaras se acercaron y la enfocaron a ella. Un japonés le dijo algo al oído a Yagai, y él la miró más de cerca.

– ¡Ah, sí! -dijo.

– Mira aquí, Leisha -dijo alguien, y ella obedeció. Una cámara robot se le acercó tanto a la cara que Leisha retrocedió, sobresaltada. Papá protestó agudamente a uno, luego a otro. Las cámaras no se movieron. Súbitamente una mujer se arrodilló frente a Leisha y le acercó un micrófono:

– ¿Cómo es no dormir nunca, Leisha?

– ¿Qué?

Alguien rió. No era una risa amable.

– Criando genios…


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