– Voy a contaros una historia -empezó Myron. Y entonces se detuvo. Lo que quería contarles era un incidente de sus días de instituto. Se había celebrado una fiesta en casa de Barry Brenner. Eso era lo que quería contarles. Estaba en su último año, como ellas. Habían bebido mucho. Su equipo, los Livingston Lancers, acababa de ganar el torneo de baloncesto estatal, gracias a los cuarenta y tres puntos de la superestrella americana Myron Bolitar. Todos estaban borrachos. Recordaba a Debbie Frankel, una chica inteligente, llena de vida, un diablillo siempre animado, siempre levantando la mano para contradecir al profesor, siempre discutiendo y poniéndose en el bando contrario, y a quien querían por eso. A medianoche Debbie fue a despedirse de él. Llevaba las gafas bajas sobre la nariz. Eso era lo que recordaba mejor, que las gafas le resbalaban. Él se dio cuenta de que estaba colocada. Como las otras dos chicas que irían en ese coche.

Es fácil imaginar cómo acaba la historia. Cogieron la colina en South Orange Avenue demasiado rápido. Debbie murió en el accidente. El coche aplastado estuvo expuesto frente al instituto seis años. Myron se preguntó dónde estaría ahora, qué habrían hecho por fin con la chatarra.

– ¿Qué? -preguntó Aimee.

Pero Myron no les habló de Debbie Frankel. Sin duda Erin y Aimee habían oído otras versiones de la misma historia. No serviría de nada. De modo que intentó otra cosa.

– Necesito que me prometáis algo -dijo Myron.

Erin y Aimee le miraron.

Él sacó la cartera del bolsillo y buscó dos tarjetas suyas. Abrió el cajón de arriba y encontró un bolígrafo que funcionaba.

– Aquí están todos mis teléfonos: casa, trabajo, móvil, mi piso de Nueva York.

Myron garabateó en las tarjetas y dio una a cada chica. Ellas las cogieron sin decir palabra.

– Escuchadme bien, ¿vale? Si alguna vez estáis en un apuro. Si estáis por ahí bebiendo o vuestros amigos están bebiendo o estáis borrachas o colocadas o lo que sea, prometedme que me llamaréis. Iré a buscaros estéis donde estéis. No haré preguntas. No se lo diré a vuestros padres. Eso os lo prometo. Os llevaré donde queráis ir. Por tarde que sea. No me importa lo lejos que estéis o lo colocadas que vayáis. A cualquier hora, cualquier día. Llamadme e iré a buscaros.

Las chicas no dijeron nada.

Myron se acercó un paso más. Intentó que su voz no sonara suplicante.

– Por favor…, no subáis nunca al coche con alguien que haya bebido.

Se quedaron mirándolo.

– Prometédmelo -dijo él.

Y un momento después -¿el «y si» final?- lo prometieron.

3

Dos horas después, la familia de Aimee -los Biel- fueron los primeros en marcharse.

Myron los acompañó a la puerta. Claire le habló al oído.

– He oído que las chicas estaban en tu antigua habitación.

– Sí.

Ella le sonrió con malicia.

– ¿Les has contado que…?

– Por Dios, no.

Claire meneó la cabeza.

– Eres un mojigato.

Él y Claire eran buenos amigos en el instituto. A él le encantaba su espíritu libre. Se portaba como un chico, a falta de una definición mejor. Cuando iban a una fiesta, intentaba ligar con alguien, normalmente con bastante éxito porque, vaya, era una chica atractiva. Le gustaban los musculitos. Salía con ellos una vez, tal vez dos, y cambiaba.

Ahora era abogada. Ella y Myron habían ligado una vez, en aquel mismo sótano, durante unas vacaciones escolares, en el último año. Myron había reaccionado peor que ella. Al día siguiente, Claire estaba tan tranquila. Sin escenas, ni tratamiento de silencio, ni «tal vez deberíamos hablar de esto».

Tampoco hubo bis.

En la facultad de derecho Claire conoció a su marido, «Erik con K», según se presentaba siempre. Erik era delgado y muy puesto. Casi nunca sonreía. Casi nunca se reía. Sus corbatas eran siempre maravillosamente elegantes. Erik con K no era el hombre con quien Myron habría imaginado que acabaría Claire, pero parecían llevarse bien. Debía de ser por aquello de que los opuestos se atraen.

Erik le dio un fuerte apretón de mano y le miró a los ojos.

– ¿Nos veremos el domingo?

Solían jugar partidos improvisados de baloncesto los domingos por la mañana, pero Myron había dejado de ir hacía meses.

– No, esta semana no iré.

Erik asintió como si Myron hubiera dicho algo profundo y se fue a la puerta. Aimee sofocó la risa y se despidió.

– Me alegro de haberte visto.

– Lo mismo digo, Aimee.

Myron intentó mirarla de forma que transmitiera «Recuerda la promesa». No supo si lo había conseguido, pero Aimee asintió levemente con la cabeza antes de salir al jardín.

Claire le besó en la mejilla y volvió a susurrarle al oído:

– Pareces feliz.

– Lo soy -dijo.

Claire sonrió.

– Ali es estupenda, ¿eh?

– Lo es.

– ¿Soy la mejor casamentera del mundo?

– Como salida de una producción barata de El violinista en el tejado -dijo él.

– No quiero apremiarte. Pero soy la mejor, ¿a que sí? Está bien, puedo asumirlo, la mejor del mundo.

– Sigues hablando de tu faceta de casamentera, ¿no?

– Claro, en lo otro ya sé que soy la mejor.

– Eh -dijo Myron.

Ella le pellizcó un brazo y se marchó. La vio alejarse, meneó la cabeza y sonrió. En cierto modo, siempre tienes diecisiete años y esperas que tu vida empiece.

Diez minutos después, Ali Wilder, el nuevo amor de Myron, llamó a sus hijos. Él los acompañó al coche. Jack, de nueve años, llevaba encantado el uniforme de los Celtics con el viejo número de Myron. Era lo más en moda hip-hop. Primero habían sido los uniformes retro de las estrellas favoritas. Ahora, en un sitio web llamado Big-Time-Losahs.com o algo por el estilo, vendían uniformes de jugadores que habían sido estrellas o que no habían llegado a serlo, jugadores que se lesionaron.

Como Myron.

Jack, a su edad, no entendía la ironía.

Cuando llegaron al coche, Jack dio un gran abrazo a Myron. Inseguro de cómo reaccionar, Myron se lo devolvió, pero fue breve. Erin se quedó aparte. Le saludó con la cabeza y subió al asiento trasero. Jack imitó a su hermana. Ali y Myron se quedaron de pie y se sonrieron como un par de adolescentes en su primera cita.

– Ha sido divertido -dijo Ali.

Myron seguía sonriendo. Ali le miró con sus maravillosos ojos marrón verdoso. Tenía el cabello rubio rojizo y conservaba restos de pecas infantiles. Su cara ancha y su sonrisa le cautivaban.

– ¿Qué?

– Estás guapísima.

– No quiero jactarme, pero sí. Soy guapa.

Ali miró hacia la casa. Win -nombre real: Windsor Horne Lockwood III- estaba de pie con los brazos cruzados, apoyado en el umbral.

– Tu amigo Win -dijo-. Parece simpático.

– No lo es.

– Lo sé. Pensé que siendo tu mejor amigo y eso, debía decirlo.

– Win es complicado.

– Es guapo.

– Lo sabe.

– Pero no es mi tipo. Demasiado guapo. Demasiada pinta de chico rico.

– Tú prefieres a los machos -dijo Myron-. Lo comprendo.

Ella se rió disimuladamente.

– ¿Por qué no deja de mirarme?

– Lo más probable es que te esté evaluando el culo.

– Es agradable saber que alguien lo hace.

Myron se aclaró la garganta y apartó la mirada.

– ¿Quieres que cenemos mañana?

– Me encantaría.

– Te recogeré a las siete.

Ali le puso la mano en el pecho. Myron sintió algo eléctrico al contacto. Ella se puso de puntillas -él medía metro noventa y cinco- y le besó en la mejilla.

– Cocinaré yo.

– ¿En serio?

– Nos quedaremos en casa.

– Bien. Entonces será algo familiar. ¿Para que conozca mejor a los chicos?

– Los chicos pasarán la noche en casa de mi hermana.

– Oh -dijo Myron.

Ali le miró intensamente y subió al coche.

– Oh -repitió Myron.

Ella arqueó una ceja.

– Y no querías fanfarronear sobre tu elocuencia…


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