Y cuando agarrándose con las corvas practicaba la vuelta en la barra fija -más adelante, y no obstante su forma deplorable, habría de llegar a dar dos vueltas más que Hotten Sonntag, nuestro mejor gimnasta-, o sea cuando, con harto esfuerzo, Mahlke efectuaba sus treinta y siete vueltas, la medalla se le salía de la camisa y se veía lanzada treinta y siete veces alrededor de la crujiente barra horizontal, siempre adelante de su pelo medio castaño pero sin lograr nunca desprendérsele del cuello y recobrar su libertad, ya que, además del obstáculo de su nuez, Mahlke tenía un cogote abultado que, con la cabellera negra y el codo pronunciado que le formaba, retenía en su lugar la cadenita agitada por el movimiento circular.
El destornillador le quedaba encima de la medalla, y la cordonera recubría en parte la cadenita.
Sin embargo, el uno no desplazaba a la otra mayormente por cuanto el objeto con el mango de madera no era admitido en el gimnasio.
En efecto, nuestro maestro de gimnasia, un tal profesor Mallenbrandt, conocido en los medios gimnásticos por haber escrito un libro de nuevas normas para el deporte de la pelota, había prohibido a Mahlke que llevara puesto el destornillador durante la clase de gimnasia.
El amuleto que pendía del cuello, en cambio, no había suscitado objeción alguna por parte de Mallenbrandt, ya que además de cultura física y geografía éste enseñaba también religión, y se las supo arreglar, hasta bien entrado el segundo año de la guerra, para presidir, bajo la barra fija y en las paralelas, los restos de una asociación gimnástica de trabajadores católicos.
Así, pues, el destornillador tenía que esperar en el vestidor, colgando del gancho y encima de la camisa, en tanto que la Virgen de plata, ligeramente desgastada, estaba autorizada para proteger a Mahlke, colgando de su cuello, en sus arriesgados ejercicios.
Era un destornillador común y corriente, sólido y barato.
A menudo, para desprender y subir a la superficie una plaquita fijada con dos tornillos y no mayor que las placas que suele haber al lado de las puertas de los pisos, Mahlke había de bucear hasta cinco y seis veces, sobre todo si la placa estaba fijada a alguna parte metálica y los tornillos se habían enmohecido.
En cambio, sirviéndose del destornillador como palanqueta, lograba a veces exhibir como trofeo después de sólo dos zambullidas, placas mayores, con mucho texto, que había arrancado juntamente con los tornillos de algún revestimiento podrido de madera. Las plaquitas las coleccionaba sin mucho interés, y regalaba muchas de ellas a Winter y a Jürgen Kupka, quienes sí coleccionaban sin reparo todo lo que se dejaba destornillar, inclusive placas de calles y plaquitas de los urinarios públicos; él no se llevaba a su casa sino las piezas que le gustaban especialmente.
Mahlke no tomaba las cosas a la ligera, y mientras vosotros dormitábamos en el bote, él trabajaba bajo el agua.
Por nuestra parte, escarbábamos los excrementos de las gaviotas, nos tostábamos como puros, y, al que lo tenía rubio, el pelo se le volvía color de paja; Mahlke, se llevaba a lo sumo una nueva asoleada.
Cuando nosotros seguíamos con la mirada los barcos que pasaban al norte de la boya de entrada, él tenía invariablemente los ojos clavados en el fondo.
Tenía los párpados enrojecidos, ligeramente inflamados y con escasas pestañas, según creo recordar, y los ojos de un azul claro que sólo mostraban curiosidad bajo el agua.
Repetidas veces subió Mahlke sin plaquitas y sin botín, pero con el destornillador roto o doblado en forma que ya no tenía remedio. Nos lo mostraba entonces, y también con eso nos impresionaba, Aquel gesto con que lanzaba el utensilio al mar, excitando inmediatamente a las gaviotas, no era hijo de una desilusión resignada o de una cólera inútil.
Mahlke nunca arrojó un utensilio roto con indiferencia, ya fuera ésta afectada o real.
Incluso la manera de arrojarlo parecía anunciar: ¡pronto veréis lo que es bueno!… y una vez -había entrado en el puerto un buque hospital de dos chimeneas, y después de algunas conjeturas habíamos acabado por identificarlo como el Kaiser, del Servicio Marítimo Prusiano Oriental-, Joaquín Mahlke bajó a la proa sin destornillador.
Tapándose la nariz con dos dedos, desapareció por la escotilla anterior, abierta, de color verde esquisto y apenas bañada por el agua; desapareció primero su cabeza, con el pelo -que el nadar y el bucear le habían partido- pegado fuertemente a la misma; siguieron la espalda y el trasero, dio luego una patada en el vacío, y a continuación, apoyándose con ambas plantas en el borde de la escotilla, empujó su cuerpo en diagonal descendente, hacia el sombrío acuario fresco que recibía algo de luz por las portillas abiertas: algunos gasterósteos nerviosos, un enjambre inmóvil de lampreas, algunas hamacas en el cuarto de la tripulación, balanceándose pero amarradas todavía, deshilachadas y recubiertas con barbas de algas, en las que los arenques tenían su cuarto para niños.
Algún bacalao extraviado; anguilas, sólo de oídas, de platija, ni hablar. Nosotros nos aguantábamos las rodillas ligeramente temblorosas, mascábamos excrementos de gaviota hasta reducirlos a papilla, y sentíamos una moderada curiosidad; mitad fatigados y mitad interesados, contábamos unas balandras que navegaban en convoy, seguíamos fijándonos en las chimeneas del buque hospital cuyo humo ascendía verticalmente, y nos mirábamos de soslayo.
Permanecía abajo más tiempo que de costumbre, en tanto que las gaviotas revoloteaban y el oleaje chapaleaba en la proa, rompiéndose en la plataforma giratoria del cañón de proa desmontado; oíase un chapoteo detrás del puente, allí donde el agua se escurría entre los ventiladores lamiendo siempre los mismos remaches; cal bajo las uñas, escozor de la piel seca, luz centelleante, ruido de motores en el aire, presiones, las partes semirrígidas, diecisiete álamos entre Brösen y Glettkau… cuando de repente subió disparado: tenía la mandíbula morada y los pómulos amarillentos; salió chorreando de la escotilla, con el pelo partido exactamente en el centro de la cabeza; se tambaleó por la proa con agua hasta las rodillas, se asió de los soportes salientes, cayó de rodillas, con los ojos vidriosos, y hubimos de llevarlo al puente.
Pero mientras el agua le salía todavía por la nariz y por la comisura de los labios, nos mostró ya su hallazgo: un destornillador de acero, de una sola pieza.
Era un producto inglés elaborado, según rezaba la marca, en Sheffield.
No tenía la menor señal de orín ni muesca alguna, y estaba protegido todavía por una capa de grasa: el agua se juntaba sobre el acero en bolitas que se escapaban resbalando.
Día tras día, durante más de un año, Joaquín Mahlke llevó colgado de una cordonera alrededor del cuello este destornillador, sólido y prácticamente irrompible, incluso cuando ya no íbamos al bote o sólo íbamos más raramente, y practicaba con él, no obstante ser católico o precisamente por serlo, una especie de culto.
Si, por ejemplo, temía que se lo robaran durante la clase de gimnasia, se lo confiaba al profesor Mallenbrandt, y lo llevaba siempre puesto a la capilla de Santa María.