Mikael Blomkvist acababa de llegar a casa cuando sonó su móvil.

– Hola, soy Malin. ¿Puedes hablar?

– Claro.

– Ayer se me ocurrió una cosa.

– Cuéntame.

– Repasé la colección de recortes sobre la caza de Salander que tenemos en la redacción y encontré una doble página sobre su pasado en la clínica psiquiátrica.

– ¿Y?

– Tal vez esto te parezca un poco rebuscado, pero me pregunto por qué existe una laguna tan grande en su biografía.

– ¿Una laguna?

– Sí. Hay gran profusión de detalles acerca de todos esos líos en los que se metía durante sus años escolares; altercados con profesores, peleas con compañeros de clase y cosas por el estilo.

– Sí, me acuerdo de eso. Había una profesora de quinto o sexto que decía que le tenía miedo a Lisbeth.

– Birgitta Miåås.

– Eso es.

– Y hay bastante información sobre Lisbeth de la etapa que pasó internada en la clínica psiquiátrica infantil. Además de muchos detalles relativos a las familias de acogida en las que estuvo durante su adolescencia, al incidente de la agresión de Gamia Stan y a todo eso.

– Sí. ¿Adonde quieres llegar?

– La internan en la clínica cuando está a punto de cumplir los trece años.

– Sí.

– Pero no escriben ni una palabra sobre el motivo del ingreso.

Mikael permaneció callado un rato.

– ¿Quieres decir que…?

– Quiero decir que si se interna a una niña de doce años en una clínica de psiquiatría infantil, lo más probable es que ocurriera algo que motivara ese ingreso. Y tratándose de Lisbeth seguro que fue uno de sus tremendos arrebatos, con lo cual debería aparecer en su biografía. Pero no se hace ni la menor alusión al respecto.

Mikael frunció el ceño.

– Malin, por una fuente fidedigna sé que existe un informe policial sobre Lisbeth realizado en febrero de 1991, cuando tenía doce años. No figura en el registro. Pensaba pedirte que lo buscaras.

– Si existe un informe, tiene que figurar en el registro. Cualquier otra cosa sería ilegal. ¿Has mirado bien?

– No, pero mi fuente dice que no está allí.

Malin permaneció callada un instante.

– ¿Y tu fuente es buena?

– Muy buena.

Malin guardó nuevamente silencio. Mikael y Malin llegaron al mismo tiempo a la misma conclusión.

– ¡ La Säpo! -dijo Malin.

– ¡Björck! -precisó Mikael.

Capítulo 24 Martes, 5 de abril

Per-Åke Sandström, periodista freelance, de cuarenta y siete años de edad, llegó a su apartamento de Solna poco después de la medianoche. Estaba ligeramente bebido y sentía un nudo de pánico atenazaba en su estómago. Había pasado el día desesperado, impotente. Per-Åke Sandström tenía miedo.

Apenas habían transcurrido dos semanas desde que mataron a Dag Svensson en Enskede. Sandström se quedó estupefacto cuando se enteró de la noticia por la tele la misma noche de los sucesos. Le invadió una ola de alivio y esperanza; Svensson estaba muerto y, quizá, de esa manera, también había acabado el problema que representaba el libro sobre trajficking en el que pensaba denunciarlo como un delincuente sexual. «Joder, por una sola puta de más se pringó bien.»

Odiaba a Dag Svensson. Le había rogado y suplicado, se había arrastrado ante ese puto cerdo.

El día del asesinato estaba demasiado eufórico para pensar con lucidez. Hasta el día siguiente no empezó a reflexionar. Si Dag Svensson estaba trabajando en un libro donde lo denunciaría como violador con tendencias pedófilas, no sería nada improbable que la policía comenzara a hurgar en su pequeño desliz. Dios mío, podría convertirse en sospechoso de los asesinatos.

Ese sentimiento de pánico se calmó parcialmente cuando la cara de Lisbeth Salander apareció en las portadas de todos los periódicos del país. ¿Quién diablos era Lisbeth Salander? Nunca había oído hablar de ella. Pero, al parecer, la policía la consideraba la principal sospechosa y, según el fiscal, los crímenes podían estar a punto de resolverse. Era posible que él no despertara ni el más mínimo interés. Pero por experiencia, sabía que los periodistas siempre guardaban sus documentos y sus notas.

«Millennium, una revista de mierda con una reputación inmerecida.» Ellos eran como todos los demás. Hurgaban, protestaban y hacían daño a la gente.

Desconocía cuan avanzado estaba el libro. Ignoraba cuánto sabían ellos. No tenía a nadie a quien preguntar. Se sentía como flotando en un inmenso vacío.

Durante la semana siguiente, osciló entre el pánico y la embriaguez. La policía no había llamado a su puerta. Tal vez -con una suerte de locos- saliera de ésta. De lo contrario, su vida habría acabado.

Metió la llave en la cerradura y la giró. De repente, al abrir la puerta, oyó un crujido al que le siguió un paralizante dolor en la parte baja de la espalda.

Gunnar Björck seguía tratando de conciliar el sueño cuando sonó el teléfono. Estaba sentado a oscuras en la cocina, en pijama y bata, dándole vueltas a su situación. Nunca jamás, en toda su carrera profesional, se había encontrado, ni de lejos, en una encrucijada tan complicada.

Al principio, pensó en no cogerlo. Consultó la hora y constató que eran más de las doce. Pero el teléfono siguió sonando y, tras el décimo timbrazo, fue incapaz de resistirse; tal vez era importante.

– Soy Mikael Blomkvist -dijo la voz al otro lado de la línea.

«Mierda»

– Es más de medianoche. Estaba durmiendo.

– Lo siento. Pensé que le interesaría lo que le voy a decir.

– ¿Qué quiere?

– Mañana convocaré una rueda de prensa a las diez en relación a los asesinatos de Dag Svensson y Mia Bergman. Gunnar Björck tragó saliva.

– Desvelaré los detalles del libro sobre el comercio sexual que Dag Svensson estaba a punto de terminar. El único putero al que voy a mencionar es a usted.

– Prometió darme tiempo…

Björck percibió el pánico en su propia voz e interrumpió la frase.

– Ya han pasado varios días. Prometió llamarme después del fin de semana. Mañana es martes. O me lo cuenta o convoco la rueda de prensa.

– Si lo hace, nunca sabrá nada de Zala.

– Puede. Pero entonces ya no será asunto mío, se las tendrá que ver con los policías de la investigación oficial. Y con el resto de los medios de comunicación del país, por supuesto.

No había lugar para la negociación.

Gunnar Björck accedió a ver a Mikael Blomkvist, aunque consiguió aplazar la reunión hasta el miércoles. Otro respiro. Sin embargo, él ya estaba preparado.

Iba a por todas. Pasara lo que pasase.

Sandström no sabía cuánto tiempo llevaba inconsciente, pero cuando recobró el conocimiento estaba tendido en el suelo del salón. Le dolía todo el cuerpo y no se podía mover. Tardó un rato en darse cuenta de que tenía las manos a la espalda, inmovilizadas con algo que le pareció cinta aislante, y los pies atados. Un trozo de cinta le tapaba la boca. Las luces del salón estaban encendidas y las persianas bajadas. Era incapaz de entender lo que le había pasado.

Percibió unos ruidos que procedían de su cuarto de trabajo. Se quedó quieto, escuchando, y oyó abrirse y cerrarse un cajón. «¿Un robo?» Reconoció un ruido de papeles; alguien estaba hurgando en sus cajones.

Una eternidad más tarde, sintió unos pasos a su espalda. Intentó girar la cabeza, pero no alcanzó a ver a nadie. Procuró mantener la calma.

De repente, alguien le pasó por la cabeza la lazada de una fuerte cuerda de algodón. La soga se fue estrechando alrededor de su cuello. El pánico casi le hizo vaciar sus intestinos. Alzó la mirada y vio que la cuerda subía hasta una polea que estaba colgada en el gancho de la lámpara del salón. Luego su enemigo lo rodeó y entró en su campo de visión. Primero descubrió un par de pequeñas botas negras.


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