La amenaza, la alternativa de ser llevada a Sankt Stefan después de Navidad, la asustó más de lo que Floiger Palmgren podía sospechar. Pasó las fiestas angustiada, vigilando con desconfianza cada movimiento de Palmgren. El día después de Navidad seguía sin haberla tocado y tampoco dio señales de querer mirarla a hurtadillas. Todo lo contrario, se irritó in extremis cuando ella lo provocó paseándose desnuda del cuarto de invitados al baño. Él cerró la puerta dando un fuerte portazo. Finalmente, ella accedió y se comprometió a cumplir sus exigencias. Y había mantenido su palabra. Bueno, más o menos.

En su diario, Palmgren dejaba constancia de cada reunión que tenía con ella. Unas veces con tres líneas y otras llenando varias páginas enteras con sus reflexiones. Al leer algunos pasajes, Lisbeth se quedó estupefacta. Palmgren era más perspicaz de lo que Lisbeth se imaginaba. En ocasiones, había anotado los pormenores de las tretas con las que ella intentaba engañarle y cómo él anticipaba sus intenciones.

A continuación, abrió el informe de la investigación policial de 1991.

De repente, las piezas del puzle encajaron. Fue como si la tierra empezara a moverse bajo sus pies.

Leyó el informe del médico forense, redactado por un tal Jesper H. Löderman, donde un cierto doctor Peter Teleborian constituía una de las referencias más importantes. Años más tarde, Löderman sería el as que el fiscal se sacó de la manga cuando intentó ingresar a Lisbeth en una institución al cumplir los dieciocho años.

Luego encontró un sobre con la correspondencia de Peter Teleborian y Gunnar Björck. Las cartas databan del año 1991, poco después de que ocurriera Todo Lo Malo.

En ellas no se decía nada de forma explícita, pero, de pronto, una trampilla se abrió bajo los pies de Lisbeth Salader. Le llevó unos minutos entender las implicaciones. Gunnar Björck se refería a lo que, sin duda, debió de ser una conversación. Estaba formulado de forma impecable, pero lo que Björck venía a decir era que lo mejor para todos sería que Lisbeth Salander pasara el resto de su vida encerrada en un manicomio.

Es de suma importancia que la criatura se distancie de su situación actual. No estoy capacitado para evaluar su estado psíquico ni sus necesidades de tratamiento, no obstante, cuanto más tiempo se le pueda ofrecer asistencia institucional, menos riesgo habrá de que, involuntariamente, cree problemas en el caso que nos ocupa.

«El caso que nos ocupa.»

Lisbeth Salander saboreó un instante la expresión. Peter Teleborian era el responsable del tratamiento al que fue sometida en Sankt Stefan. No había sido una casualidad. Por el tono personal de la correspondencia, se dio cuenta de que se trataba de cartas destinadas a no ver nunca la luz.

Peter Teleborian había conocido a Gunnar Björck.

Mientras reflexionaba, Lisbeth Salander se mordió el labio inferior. Nunca había investigado el pasado de Teleborian, pero sabía que él empezó su carrera en medicina forense y que la Säpo a veces también tenía necesidad de consultar a médicos o psiquiatras forenses en sus casos. De repente, comprendió que si se pusiera a indagar, encontraría un vínculo. En algún momento del inicio de su carrera profesional, su camino se había cruzado con el de Björck. Cuando éste necesitó a alguien que pudiera enterrar en vida a Lisbeth Salander, se dirigió a Teleborian.

Fue así como ocurrió. Lo que antes parecía puro azar adquirió de repente una dimensión diferente.

Permaneció quieta largo rato mirando al vacío. No hay inocentes; sólo distintos grados de responsabilidad. Y alguien era responsable de Lisbeth Salander. Definitivamente, se vería obligada a realizar una visita a Smadalarö. Suponía que nadie más en el corrupto aparato estatal de justicia querría tratar el tema con ella, de modo que, a falta de alguien mejor, tendría que conformarse con mantener una conversación con Gunnar Björck.

Estaba ansiosa por hablar con él.

No hacía falta que se llevara todas las carpetas consigo. Ya las había leído y quedarían grabadas en su memoria para siempre. Cogió los dos cuadernos de Holger Palmgren, el informe de la investigación policial de 1991, el del examen psiquiátrico forense de 1996, cuando fue declarada incapacitada, y la correspondencia de Peter Teleborian y Gunnar Björck. Con eso, la mochila ya estaba llena.

Cerró la puerta. Aún no había echado la llave, cuando oyó el ruido de unas motos acercándose. Miró a su alrededor. Ya era tarde para intentar esconderse. Sabía que no tenía la más mínima oportunidad de escapar corriendo de dos moteros montados en sendas Harley-Davidson. Bajó del porche en actitud defensiva y fue a su encuentro hasta la mitad del patio.

Bublanski recorrió el pasillo hecho una furia y comprobó que Eriksson no había vuelto todavía al despacho de Sonja Modig. El cuarto de baño estaba vacío. Continuó su recorrido y, de repente, lo descubrió en el despacho de Curt Svensson y Sonny Bohman, con un vaso de plástico de la máquina de café en la mano.

Bublanski se dio media vuelta en la misma puerta, sin ser visto, y subió la escalera que conducía al despacho del fiscal Ekström. Sin llamar, abrió la puerta de un tirón e interrumpió una conversación telefónica.

– Ven -le espetó.

– ¿Qué? -dijo Ekström.

– Cuelga y ven.

El rostro de Bublanski no dejaba margen a no obedecer. En esa situación, resultaba fácil imaginar por qué los compañeros le habían apodado agente Burbuja. Su cara parecía un globo de color rojo. Bajaron al despacho de Curt Svensson para unirse a la distendida reunión que estaba teniendo lugar allí en torno a un café. Bublanski se acercó a Eriksson, lo agarró del pelo y lo giró hacia Ekström.

– ¡Ay! ¿Qué coño haces? ¿Estás loco?

– ¡Bublanski! -gritó Ekström horrorizado.

Ekström parecía asustado. Curt Svensson y Sonny Bohman se quedaron boquiabiertos.

– ¿Es tuyo? -preguntó Bublanski, levantando un Sony Ericsson.

– ¡Suéltame!

– ¿Es éste tu móvil?

– Sí, joder. Que me sueltes.

– Ni hablar. Quedas detenido.

– ¿Qué?

– Estás detenido por violar el secreto profesional y por haber obstaculizado una investigación policial. O quizá quieras darnos una explicación lógica de por qué esta mañana, a las 09.57, según la lista de llamadas realizadas, telefoneaste a un periodista llamado Tony Scala inmediatamente después de la reunión y poco antes de que éste publicara una información que acabábamos de decidir que se mantuviera en secreto.

Magge Lundin no daba crédito a lo que veían sus ojos. Lisbeth Salander estaba en el patio de la casa de campo de Bjurman. Había estudiado el mapa y el gigante rubio le había hecho una detallada descripción de la ruta. Antes de ir a Stallarholmen para provocar un incendio, tal y como le habían ordenado, se pasó por el club -esa imprenta abandonada de las afueras de Svavelsjö- y se llevó a Sonny Nieminen consigo. Hacía buen tiempo, perfecto para sacar las motos por primera vez desde el invierno. Se enfundaron sus prendas de cuero y recorrieron sin prisa el trayecto que hay entre Svavelsjö y Stallarholmen.

Y allí estaba Lisbeth Salander esperándolos.

Una bonificación que dejaría mudo al rubio cabrón.

Cada uno se le acercó por un lado y se detuvo a unos dos metros de distancia. Cuando apagaron los motores, se hizo el silencio en el bosque. Magge Lundin no sabía muy bien qué decir. Al final, recuperó el habla.

– ¡Mira tú por dónde! Llevamos días buscándote, ¿sabes, Salander?

De repente sonrió. Lisbeth Salander contempló a Lundin con los ojos carentes de expresión. Notó que la herida de la mandíbula -donde ella le había dado con el llavero- todavía le estaba cicatrizando. La tenía en carne viva. Levantó la vista y contempló las copas de los árboles que se hallaban por encima de su cabeza. Luego volvió a bajar la mirada. Tenía los ojos de un inquietante negro azabache.


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