– Mikael…

– Ya lo sé. Pero en esta batalla pienso estar al lado de Lisbeth hasta el final.

Erika Berger apretó los labios y no dijo nada. Luego asintió con la cabeza. Mikael se acercó a la puerta.

– Ten cuidado -dijo Erika cuando ya había desaparecido.

Pensó que debería haberlo acompañado. Habría sido lo más decente. Aún no le había contado que tenía intención de dejar Millennium y que, pasara lo que pasase, todo estaba decidido. Cogió la carpeta y se acercó a la fotocopiadora.

El apartado de correos se encontraba en una oficina postal ubicada en el seno de un centro comercial. Lisbeth no conocía Gotemburgo y no sabía en qué lugar exacto se hallaba. Al final, dio con la oficina y se instaló en un café desde cuyo ventanal podría controlar el apartado a través de la rendija que quedaba entre unos pósteres que anunciaban el Svensk Kassatjänst, el nuevo servicio de correos sueco.

Irene Nesser lucía un maquillaje más discreto que Lisbeth Salander. Llevaba unos ridículos collares y leía un ejemplar de Crimen y castigo que había comprado en una librería situada unas calles más al norte. Se tomó su tiempo y, a intervalos regulares, pasaba de página. Había iniciado la vigilancia a la hora del almuerzo; ignoraba con qué frecuencia solían ir a buscar la correspondencia, si a diario o, tal vez, cada dos semanas, si ya se habrían ido ese día o si todavía era posible que apareciera alguien. Pero no tenía ninguna otra pista. Se tomó un caffè latte mientras esperaba.

Casi se había adormilado con los ojos abiertos cuando, de pronto, vio que abrían el apartado. Por el rabillo del ojo consultó la hora. Las dos menos cuarto. «Una suerte loca.»

Lisbeth se levantó apresuradamente y se acercó al ventanal, desde donde vio cómo un hombre vestido con una cazadora negra de cuero abandonaba la zona de los apartados. Salió tras él. Se trataba de un hombre joven y delgado, de unos veinte años. Dobló la esquina, se acercó a un Renault y abrió la puerta. Lisbeth Salander memorizó la matrícula y fue corriendo a su Corolla, estacionado cien metros más abajo en esa misma calle. Lo alcanzó cuando el hombre enfiló por Linnégatan. Lo siguió hasta Avenyn para, acto seguido, subir en dirección a Nordstan.

Mikael Blomkvist tuvo el tiempo justo de coger el X2000 de las 17.10 h. Compró el billete en el tren con su tarjeta de crédito. Aunque era tarde, se sentó en el vagón restaurante vacío para comer.

Sentía una insistente inquietud en el estómago, temía no llegar a tiempo. Esperaba que Lisbeth Salander lo llamara, aunque sabía que no lo iba a hacer.

En 1991, ella había intentado matar a Zalachenko. Ahora, después de todos esos años, él le estaba devolviendo el golpe.

Holger Palmgren había hecho un análisis correcto de ella. Lisbeth Salander tenía la sólida convicción, basada en sus experiencias, de que no merecía la pena hablar con las autoridades.

Mikael miró de reojo el maletín de su ordenador. Se había llevado el Colt que halló en el cajón del escritorio de Lisbeth. No estaba seguro de por qué lo había hecho, pero presintió que no debía dejarla en el piso. Admitió que no era un razonamiento particularmente lógico.

Cuando el tren pasó el puente de Arsta, encendió el móvil y llamó a Bublanski.

– ¿Qué quieres? -preguntó Bublanski, irritado.

– Acabar -dijo Mikael.

– ¿Acabar qué?

– Toda esta mierda. ¿Quieres saber quién mató a Dag, a Mia y a Bjurman?

– Si dispones de esa información, me gustaría que la compartieras.

– El asesino se llama Ronald Niedermann. Es ese gigante rubio con quien se peleó Paolo Roberto. Es un ciudadano alemán, tiene treinta y cinco años y trabaja para un cabrón llamado Alexander Zalachenko, también conocido como Zala.

Bublanski permaneció callado durante un buen rato. Luego, suspiró de manera exagerada. Mikael le oyó pasar una hoja y hacer clic con un bolígrafo.

– ¿Y estás seguro de eso?

– Sí.

– Vale. ¿Y dónde se encuentran Niedermann y ese Zalachenko?

– Aún no lo sé. Te aseguro que tan pronto como me entere, te lo contaré. Dentro de un momento, Erika Berger te va a mandar por mensajero el informe de una investigación policial de 1991. En cuanto tenga lista la copia. Allí encontrarás toda la información imaginable sobre Zalachenko y Lisbeth Salander.

– ¿Qué quieres decir?

– Zalachenko es el padre de Lisbeth. Es un asesino profesional ruso, un desertor de la guerra fría.

– ¿Asesino profesional ruso? -repitió Bublanski, escéptico.

– Un pequeño grupo de iniciados de la Säpo lo ha protegido y ha borrado sus huellas cada vez que ha cometido algún delito.

Mikael oyó cómo Bublanski cogía una silla y se sentaba.

– Creo que será mejor que vengas a prestar una declaración formal.

– Sorry. No tengo tiempo.

– ¿Perdón?

– Ahora mismo me pillas fuera de Estocolmo. Pero me pondré en contacto contigo en cuanto haya encontrado a Zalachenko.

– Blomkvist, no hace falta que pruebes nada. Yo también dudo de la culpabilidad de Salander.

– Te recuerdo que yo sólo soy un simple detective aficionado que no tiene ni idea del trabajo policial.

Sabía que era muy infantil; sin embargo, colgó sin despedirse. A continuación, llamó a Annika Giannini.

– Hola, hermanita.

– Hola, ¿qué hay?

– Bueno, quizá mañana necesite un buen abogado.

Annika suspiró.

– ¿Qué has hecho esta vez?

– Nada grave todavía, pero es posible que me detengan por obstaculizar una investigación policial o por algo similar. Aunque no te he llamado por eso; de todos modos, no me podrías representar.

– ¿Por qué no?

– Porque quiero que te encargues de la defensa de Lisbeth Salander, y hacer las dos cosas resulta imposible.

Mikael le contó brevemente de qué iba la historia. Annika Giannini guardó un ominoso silencio.

– ¿Y puedes aportar documentación para probar todo eso? -preguntó.

– Sí.

– Tengo que pensármelo. Lo que Lisbeth necesita es un abogado penal…

– Tú serás perfecta.

– Mikael…

– Oye, hermanita, ¿no eras tú la que se cabreó conmigo porque no te pedí ayuda cuando la necesité?

Cuando terminaron de hablar, Mikael se quedó reflexionando un rato. Luego, volvió a coger el móvil y llamó a Holger Palmgren. No tenía ningún motivo en particular para hacerlo; no obstante, consideró que debía informar al viejo de que estaba siguiendo algunas pistas y de que esperaba que la historia acabara en las próximas horas.

El problema era que Lisbeth Salander también seguía sus propias pistas.

Sin desviar la mirada de la granja, Lisbeth Salander estiró un brazo para coger una manzana de la mochila. Estaba tumbada justo en el linde del bosque, con la alfombrilla del Corolla a modo de esterilla improvisada. Se había cambiado de ropa. Ahora llevaba unos pantalones verdes de material resistente con bolsillos en la pernera, un grueso jersey y una cazadora corta forrada.

Gosseberga se encontraba a unos cuatrocientos metros de la carretera y estaba compuesta por distintas construcciones. El edificio principal se hallaba a ciento veinte metros de Lisbeth. Se trataba de una casa de madera blanca, normal y corriente, de dos plantas. A unos setenta metros de ésta, había una caseta junto a un establo. A través de una de las abiertas puertas del establo, se divisaba la parte delantera de un coche blanco. Creía que se trataba de un Volvo, pero había una distancia considerable y no estaba segura.

A la derecha, entre Lisbeth y la casa principal, había un barrizal que se extendía cerca de doscientos metros hasta una pequeña laguna. El camino de acceso dividía en dos el barrizal y se adentraba en una zona boscosa en dirección a la carretera. Junto al camino, había otro edificio que parecía ser una vieja granja abandonada cuyas ventanas estaban cubiertas por unas telas claras. Al norte de la casa principal, un pequeño bosque hacía las veces de cortina protectora contra los vecinos más cercanos, un grupo de casas que se hallaba a casi seiscientos metros de distancia. Por lo tanto, la granja que Lisbeth tenía ante sus ojos estaba relativamente aislada.


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