Ella no era sobrenatural. Pero sí bad news. Era su hermanastra.

La había subestimado.

Ronald Niedermann se encontraba aprisionado entre dos voluntades que tiraban de él.

Por una parte, quería volver y romperle el cuello a Lisbeth. Por la otra, deseaba seguir huyendo a través de la noche.

Llevaba el pasaporte y la cartera en el bolsillo trasero del pantalón. No quería volver. En la granja, no había nada que él quisiera.

A excepción, tal vez, de un coche.

Seguía dudando cuando vio el brillo de los faros de un coche acercarse tras una elevación del terreno. Volvió la cabeza. Tal vez pudiera conseguir un transporte de otra manera. Lo único que necesitaba era un coche para llegar a Gotemburgo.

Por primera vez en su vida -por lo menos, desde que abandonara su más tierna infancia-, Lisbeth era incapaz de tomar las riendas de la situación. A lo largo de los años, se había visto implicada en peleas, había sido víctima de malos tratos y objeto tanto de internamiento forzado por parte del Estado como de abusos de partículares. Su cuerpo y su alma habían encajado muchos más golpes que los que un ser humano debería sufrir.

Pero, en cada ocasión, había sabido reaccionar. Se había negado a contestar a las preguntas de Teleborian y cada vez que fue sometida a algún tipo de violencia física, logró apartarse de ella y escapar.

Con una nariz rota se podía vivir.

Con un agujero en la cabeza, no.

Esta vez no podía arrastrarse hasta la cama de su casa, taparse con el edredón, dormir dos días y, luego, levantarse y retomar las rutinas diarias como si nada hubiese ocurrido.

Se hallaba tan gravemente herida que era incapaz de arreglar la situación por sí misma. Y tan cansada que el cuerpo no obedecía sus órdenes.

«Tengo que dormir un rato», pensó. Y, de repente, tuvo la certeza de que si ahora se rendía y cerraba los ojos, la probabilidad de no abrirlos nunca más era muy alta. Analizó esa consecuencia y constató que no le importaba. Más bien al contrario, incluso le atraía. «Descansar. No tener que despertar.»

Sus últimos pensamientos fueron para Miriam Wu.

«Perdóname, Mimmi.»

Seguía teniendo en la mano la pistola de Sonny Nieminen, con el seguro quitado, cuando cerró los ojos.

Mikael Blomkvist descubrió a Ronald Niedermann a la luz de los faros desde una buena distancia. Lo reconoció en seguida; era difícil confundir a un gigante rubio de unos dos metros y cinco centímetros, construido como un robot antitanques. Niedermann movió los brazos. Mikael quitó las largas y frenó. Metió la mano en el compartimento exterior del maletín de su ordenador y sacó la Colt 1911 Government que había encontrado en la mesa de trabajo de Lisbeth Salander. Paró a unos cinco metros de Niedermann y, antes de abrir la puerta del coche, apagó el motor.

– Gracias por detenerte -dijo Niedermann, jadeando. Había ido corriendo-. He tenido una… avería. ¿Me podrías llevar a la ciudad?

Su voz era extrañamente aguda.

– Por supuesto que te puedo llevar a la ciudad -dijo Mikael Blomkvist, apuntándole con el arma-. Túmbate en el suelo.

Las pruebas a las que se estaba enfrentando Niedermann esa noche parecían no tener fin. Le lanzó una escéptica mirada a Mikael.

Niedermann no sintió el más mínimo miedo ni por la pistola ni por el hombre que la portaba. Sin embargo, las armas le infundían respeto. Había pasado toda su vida rodeado de armas y violencia. Daba por descontado que si alguien le apuntaba con una pistola, era porque esa persona estaba desesperada y dispuesta a usarla. Entornó los ojos e intentó identificar al hombre que se hallaba tras la pistola, pero los faros lo convertían en una oscura silueta. ¿Policía? No hablaba como un policía. Y, además, los policías solían identificarse. Por lo menos en las películas.

Consideró sus posibilidades. Sabía que si se lanzaba sobre él, podría coger el arma. Por otra parte, el hombre de la pistola parecía controlar la situación y se protegía tras la puerta del coche. Le alcanzaría con una o dos balas. Si se movía rápido, tal vez el hombre fallara el tiro -o al menos no le daría en ningún órgano vital- pero, aun en el caso de que sobreviviera, las balas dificultarían, o incluso imposibilitarían, su huida. Era preferible esperar una oportunidad mejor.

– ¡TÚMBATE AHORA MISMO! -gritó Mikael.

Desplazó el arma unos centímetros y disparó a la cuneta.

– El próximo irá a parar a tu rodilla -dijo Mikael con una alta y clara voz de mando.

Ronald Niedermann se puso de rodillas, cegado por los faros del coche.

– ¿Quién eres? -preguntó.

Mikael extendió la mano hasta el compartimento de la puerta y sacó la linterna que compró en la gasolinera. Dirigió el haz de luz a la cara de Niedermann.

– Las manos en la espalda -ordenó Mikael-. Separa las piernas.

Esperó hasta que Niedermann obedeció, a regañadientes, la orden.

– Sé quién eres. Si haces alguna tontería, te dispararé sin previo aviso. Apuntaré al pulmón, por debajo del omoplato. Es muy probable que me cojas, pero te va a costar.

Dejó la linterna en el suelo, se quitó el cinturón e hizo una lazada tal y como le enseñaron en la Escuela de Infantería de Kiruna donde, dos décadas antes, hizo el servicio militar. Se colocó entre las piernas del gigante rubio -tumbado en el suelo- introdujo sus brazos por la lazada y apretó por encima de los codos. De esa manera, el inmenso Niedermann quedaba casi indefenso.

Y, luego, qué.

Mikael miró a su alrededor. Se encontraban completamente solos en la oscuridad de la carretera. Paolo Roberto no había exagerado al describir a Niedermann. Era una bestia. La cuestión era, sin embargo, por qué un monstruo así venía corriendo en plena noche como si lo persiguiera el mismísimo diablo.

– Busco a Lisbeth Salander. Supongo que la has visto.

Niedermann no contestó.

– ¿Dónde está Lisbeth Salander? -preguntó Mikael.

Niedermann le echó una mirada rara. No entendía qué estaba pasando esa extraña noche en la que todo parecía ir mal.

Mikael se encogió de hombros. Volvió al coche, abrió el maletero y encontró una cuerda de remolque. No podía abandonar a Niedermann en medio de la carretera y con las manos atadas. Recorrió los alrededores con la mirada. Treinta metros más arriba, una señal de tráfico resplandecía a la luz de los faros. Peligro de alces.

– Levántate.

Puso la boca del arma en la nuca de Niedermann, lo condujo hasta la señal de tráfico y le obligó a sentarse en la cuneta y apoyar la espalda en el poste. Niedermann dudó.

– Todo esto es muy sencillo -dijo Mikael-. Tú asesinaste a Dag Svensson y Mia Bergman. Eran mis amigos. No pienso soltarte en medio de la carretera, así que o te ato aquí o te pego un tiro en la rodilla. Tú eliges.

Niedermann se sentó. Mikael le puso la cuerda de remolque alrededor del cuello y le inmovilizó la cabeza. Luego usó dieciocho metros de cuerda para atar al gigante por el torso y la cintura. Dejó un poco para poder atarle los antebrazos al poste y lo remató todo con unos sólidos nudos marineros.

Cuando terminó, Mikael volvió a preguntarle dónde se hallaba Lisbeth Salander. No recibió respuesta alguna, así que hizo un gesto de indiferencia y abandonó a Niedermann. Hasta que no volvió al coche, no sintió la subida de adrenalina y no tomó conciencia de lo que acababa de hacer. La imagen de la cara de Mia Bergman centelleó un instante ante sus ojos.

Encendió un cigarrillo y bebió Ramlösa de la botella. Contempló la silueta del gigante en la penumbra, junto a la señal de tráfico. Después, se puso al volante, consultó el mapa de carreteras y constató que le faltaba más de un kilómetro para alcanzar el desvío que conducía hasta la granja de Karl Axel Bodin. Arrancó el motor y pasó ante Niedermann.


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