– No, no soy estudiante.
Joakim Persson salió de detrás del mostrador, puso el brazo alrededor del hombro de Lisbeth y la condujo hacia la puerta con gran amabilidad.
– Bueno, jovencita, estaremos encantados de ayudarte dentro de unos años, pero para entonces tendrás que traer un poquito más de dinero de lo que ahora tienes en la hucha, ¿sabes? Me temo que tu paga semanal no va a ser suficiente. -Le pellizcó la mejilla de muy buen humor-. Así que no dudes en volver y ya verás como encontraremos una casita para ti.
Lisbeth Salander se quedó en la calle, delante de Nobelmäklarna, durante varios minutos. Se preguntó cómo le sentaría a Joakim Persson que le lanzaran un cóctel molotov contra el escaparate. Luego se fue a casa y encendió su PowerBook.
No tardó ni diez minutos en entrar en la intranet de Nobelmäklarna, gracias a las contraseñas que, distraídamente, le había visto utilizar a la rubia del mostrador justo antes de que ésta se pusiera a colgar fotos. Tardó otros tres minutos en darse cuenta de que aquel ordenador con el que trabajaba la mujer también era el servidor de la empresa -¿cómo se podía ser tan tonto?- y tres más en acceder a los catorce ordenadores que formaban parte de la red interna. Algo más de dos horas después ya había inspeccionado las cuentas de Joakim Persson y constatado que durante los dos últimos años le había ocultado a Hacienda cerca de setecientas cincuenta mil coronas en dinero negro.
Descargó todos los archivos necesarios y los mandó a Hacienda desde una cuenta anónima de un servidor de Estados Unidos. Luego borró a Joakim Persson de su mente.
El resto del día lo consagró a repasar las ofertas de Nobelmäklarna. La casa más cara era un palacete de las afueras de Mariefred, donde no tenía las más mínimas ganas de vivir. Sólo para fastidiar eligió la segunda oferta más cara: un enorme piso junto a la plaza de Mosebacke.
Dedicó un buen rato a estudiar las fotos y los planos. Al final se percató de que la casa de Mosebacke cumplía de sobra con todos los requisitos de su lista. El anterior propietario había sido un director de ABB que desapareció del mapa después de haberse asegurado un colchón dorado, muy comentado y criticado, de unos mil millones de coronas.
Por la noche, descolgó el teléfono y llamó a Jeremy MacMillan, socio del bufete de abogados MacMillan & Marks de Gibraltar. No era la primera vez que hacía negocios con él. Fue, precisamente, MacMillan quien creó, a cambio de una generosa retribución, las numerosas empresas tapadera titulares de las cuentas que gestionaban esa fortuna que, un año antes, ella le había robado al financiero Hans-Erik Wennerström.
Volvió a contratar los servicios de MacMillan. En esta ocasión le dio instrucciones para que, en nombre de su empresa, Wasp Enterprises, iniciara las negociaciones con Nobelmäklarna de cara a adquirir el codiciado piso de Fiskargatan, junto a Mosebacke. Las negociaciones les llevaron cuatro días y el precio total ascendió a una cantidad que le hizo arquear las cejas. Más el cinco por ciento de los honorarios de MacMillan. Antes de que la semana terminara ya había trasladado dos cajas de prendas, ropa de cama, unos cacharros de cocina y un colchón. En él durmió durante algo más de tres semanas mientras buscaba clínicas de cirugía plástica, arreglaba unos asuntos burocráticos pendientes (entre otras cosas, una conversación nocturna con cierto abogado llamado Nils Bjurman), y pagaba adelantos de alquileres, facturas de luz y otros gastos corrientes.
Luego reservó un billete para ir a esa clínica italiana. Una vez concluido el tratamiento y dada de alta en la clínica, se quedó unos días en un hotel de Roma pensando en lo que iba a hacer. Debería haber vuelto a Suecia para organizar su vida pero, por varias razones, el simple hecho de pensar en regresar a Estocolmo la echaba para atrás.
No tenía una verdadera profesión. No veía ningún futuro en Milton Security. No era culpa de Dragan Armanskij. Él querría, sin duda, hacerla fija y convertirla en una pieza fundamental de la empresa, pero Lisbeth tenía veinticinco años y carecía de formación; y a ella no le apetecía nada verse con cincuenta tacos dedicándose todavía a investigaciones personales de unos cuantos jóvenes y golfos ejecutivos. Era un hobby divertido, no una vocación.
Otra de las razones por la que le costaba volver a Estocolmo se llamaba Mikael Blomkvist. Allí sin duda correría el riesgo de cruzarse con ese Kalle Blomkvist de los Cojones y en ese momento eso era lo último que deseaba. Él la había herido. Aunque, para ser sinceros, ella admitía que no había sido su intención. La había tratado bien. La culpa era suya por «enamorarse» de él. La propia palabra parecía una contradicción cuando se hablaba de Lisbeth Tonta de los Cojones Salander.
Mikael Blomkvist era un ligón de mucho cuidado. Ella había sido, en el mejor de los casos, un caritativo pasatiempo: una chica de la que se había compadecido justo cuando la necesitó y no tuvo nada mejor a mano, pero de la que se alejó en seguida para continuar su camino y procurarse una compañía más entretenida. Ella se maldecía a sí misma por haber bajado la guardia y abrirle su corazón.
Cuando volvió a recuperar el pleno uso de sus facultades, cortó el contacto con él. No fue del todo fácil, pero se armó de valor. La última vez que lo vio, ella se encontraba en el andén de la estación de metro de Gamia Stan y él iba sentado en un vagón, de camino al centro. Lo contempló durante un minuto entero y decidió que ya no albergaba ni el más mínimo sentimiento por él, porque eso sería como sangrar hasta morir. Fuck you. Mikael la descubrió justo cuando las puertas se cerraron y la miró con ojos inquisitivos antes de que ella se diera la vuelta y se fuera de allí cuando el tren arrancó.
No entendía por qué él se había empeñado de manera tan insistente en mantener el contacto, como si ella fuese un maldito proyecto social suyo. La irritaba que fuera tan ingenuo; cada vez que él le mandaba un correo se armaba de valor y lo borraba sin leerlo.
Estocolmo no le resultaba nada atractivo. Aparte del trabajo como freelance de Milton Security, unos viejos compañeros de cama de los que se había apartado y las chicas del antiguo grupo de rock Evil Fingers, apenas conocía a nadie en su ciudad natal.
La única persona que le infundía algo de respeto era Dragan Armanskij. Le resultaba difícil definir qué sentía por él. A Lisbeth siempre le desconcertaba comprobar que le producía cierta atracción. Si no hubiese estado tan felizmente casado, ni fuera tan viejo y su visión de la vida no resultara tan conservadora, se plantearía intentar un acercamiento íntimo.
Acabó por sacar su agenda y abrirla por la parte de los mapas. Nunca había estado en Australia ni en África. Había leído cosas, pero nunca había visto ni las pirámides ni Angkor Vat. Nunca había cogido un Star Ferry para ir de Kowloon a Victoria, en Hong Kong, y nunca había buceado en el Caribe ni estado en una playa de Tailandia. Aparte de esos viajes relámpago de trabajo a los países bálticos y a los países nórdicos vecinos, además de, por supuesto, Zürich y Londres, apenas había salido de Suecia en toda su vida. De hecho, no había salido de Estocolmo más que en muy contadas ocasiones.
Nunca se lo había podido permitir.
Se acercó a la ventana de la habitación del hotel y contempló la Via Garibaldi de Roma. Aquella ciudad era todo ruinas. Luego tomó una decisión. Se puso la cazadora, bajó a la recepción y preguntó si había alguna agencia de viajes cerca. Reservó un billete de ida a Tel Aviv y pasó los siguientes días paseando por el casco antiguo de Jerusalén, donde visitó la mezquita de Al-Aqsa y el Muro de las Lamentaciones, y observó con desconfianza a los armados soldados apostados en las esquinas. Desde allí voló a Bangkok y continuó viajando el resto del año.
Pero había una cosa que debía hacer. Fue a Gibraltar dos veces. La primera para realizar un estudio en profundidad sobre el hombre que había elegido para que le administrara su dinero. La segunda para controlar que se portaba bien.