(Blondie + Magge) = NEB

Estaba subrayada y rodeada con un círculo, pero no explicaba nada. A pie de página figuraba el número de teléfono de la empresa de alquiler de coches Auto-Expert de Eskilstuna.

Mikael no hizo intento alguno por interpretar la anotación. Llegó a la conclusión de que esos apuntes no eran más que garabatos que habría hecho mientras pensaba en algo.

Mikael Blomkvist apagó el cigarrillo y se puso la americana, conectó la alarma de la redacción y se fue andando hasta la terminal de Slussen, donde cogió el autobús que lo llevó hasta la reserva yuppie de Stäket, en Lännersta. Lo había invitado a cenar su hermana Annika Blomkvist -ahora Giannini, su apellido de casada-, que cumplía cuarenta y dos años.

Erika Berger inició sus vacaciones de Pascua haciendo footing: un recorrido de tres kilómetros lleno de rabia e inquietud que terminó en el muelle de los barcos de vapor de Saltsjöbaden. Durante los últimos meses había descuidado sus sesiones de gimnasio y se sentía rígida y en baja forma. Regresó a casa andando. Su marido tenía que pronunciar una conferencia en una exposición del Moderna Muséet y no llegaría a casa hasta -como muy pronto- alrededor de las ocho, justo cuando Erika tenía pensado abrir una botella de vino, encender la sauna y seducir a su marido. Por lo menos así se distraería y dejaría de darle vueltas al tema que tanto la preocupaba.

Cuatro días antes el director general de uno de los grupos mediáticos más grandes de Suecia la había invitado a comer. Cuando estaban en la ensalada, él, con voz seria, le comunicó su intención de contratarla como editora jefe del Svenska Morgonposten, el periódico más grande de la empresa, conocido en la jerga periodística como el Gran Dragón.

– La junta directiva ha barajado varios nombres y estamos de acuerdo en que tú serías una persona muy valiosa para el periódico. Te queremos a ti.

Acompañaba la oferta un sueldo que hacía que los ingresos de Millennium parecieran una broma.

La oferta cayó como un relámpago en medio de un cielo despejado y la dejó muda.

– ¿Por qué precisamente yo?

Al principio se expresó con una extraña falta de claridad pero luego le salió con la explicación de que era conocida, respetada y -algo de lo que todos daban fe- una jefa competente. Su manera de sacar a Millennium de las arenas movedizas en las que se encontraba hacía dos años resultaba impresionante. También era verdad que el Gran Dragón necesitaba una renovación. En el periódico se respiraba un aire rancio y cierta pátina lo cubría todo, cosa que se traducía en que el número de suscriptores jóvenes se estaba reduciendo cada vez más. A Erika se la conocía por ser una osada periodista. Tenía garra. Poner a una mujer, feminista para más inri, como jefa de la institución más conservadora de la Suecia masculina sería un desafío muy provocador. Todos estaban de acuerdo. Bueno, todos no. Pero los que contaban estaban de acuerdo.

– Yo no comparto la ideología política del periódico.

– No importa. Tampoco te has definido como una adversaria. Vas a ser jefa, no ideóloga política, y los que escriben los editoriales se las arreglan solos.

No lo dijo, pero también se trataba de una cuestión de clases: Erika venía de buena familia y del entorno social más apropiado.

Erika contestó que, en un principio, la propuesta la atraía pero que no podía responderles inmediatamente. Debía pensárselo bien y quedó en darles una contestación en breve. El director general le dijo que si el motivo de sus dudas era el sueldo, ella podía negociar la cifra y aumentarla un poco más. Además, se le añadiría un paracaídas dorado excepcionalmente atractivo.

– Ya va siendo hora de que empieces a pensar en tu jubilación.

Casi cuarenta y cinco años. Ya había pasado sus años perros como principiante y sustituta. Había fundado Millennium y era la redactora jefe por méritos propios. El momento de coger el teléfono y decir «sí» o «no» se iba acercando implacablemente. Y no sabía qué contestar. Se había pasado la semana con la intención de tratar el tema con Mikael Blomkvist, pero no acababa de decidirse. Se sentía como si se lo hubiese ocultado todo, cosa que le provocaba una punzada de mala conciencia.

Había desventajas obvias. Un sí conllevaría interrumpir su colaboración con Mikael. Por muy suculenta que fuera su oferta, él nunca se iría con ella al Gran Dragón. Mikael no necesitaba el dinero y se encontraba muy a gusto escribiendo, a su ritmo, sus propios textos.

Erika se sentía muy bien con el cargo de redactora jefe que tenía en Millennium. Le había otorgado un estatus dentro del periodismo que se le antojaba casi inmerecido. Ella no escribía las noticias. No era lo suyo. Se consideraba una mediocre periodista de prensa escrita. En cambio, como periodista radiofónica o televisiva resultaba buena y, sobre todo, era una brillante redactora jefe. Además, le gustaba el trabajo editorial hands on que conllevaba su cargo en Millennium.

Pero Erika Berger estaba tentada. No tanto por el sueldo como por el hecho de que el trabajo significara que se convertiría definitivamente en uno de los personajes con más peso dentro de los medios de comunicación del país.

– Es una oferta irrepetible -había dicho el director general.

Allí mismo, ante el Grand Hotel de Saltsjöbaden, se dio cuenta, para su propia desesperación, de que no iba a ser capaz de decir que no. Y temía el momento de comunicarle la noticia a Mikael Blomkvist.

Como venía siendo habitual, la cena de la familia Giannini se celebró en medio de un ligero caos. Annika tenía dos hijas: Monica, de trece años, y Jennie, de diez. Su marido, Enrico Giannini, jefe para Escandinavia de una empresa internacional de biotecnología, había conseguido la custodia de Antonio, de dieciséis años de edad, fruto de un matrimonio anterior. El resto de los invitados estaba compuesto por la madre -Antonia Giannini-, Pietro -el hermano de Enrico- y Eva-Lotta -su mujer-, así como por Peter y Nicola, los hijos de éstos. Además de por Marcella, la hermana de Enrico, que vivía en el mismo barrio con sus cuatro criaturas. También invitaron a la cena a una de las tías de Enrico, Angelina -a la que toda la familia tachaba de loca de atar o, como poco, de muy excéntrica- y su nuevo novio.

Por lo tanto, el caos alrededor de la mesa del comedor, de un tamaño más que generoso, era considerable. La conversación transcurrió en una repiqueteante mezcla de sueco e italiano, a veces al mismo tiempo, y la situación no se hizo más llevadera por el hecho de que Angelina se pasara toda la noche hablando de las razones por las que Mikael seguía soltero y proponiendo toda una serie de apropiadas candidatas de entre las hijas de su círculo de amistades. Al final, Mikael declaró que no le importaría casarse si no fuera porque su amante ya estaba casada. Ante ese comentario, incluso a Angelina no le quedó más remedio que callarse.

A las siete y media, sonó el móvil de Mikael. Pensaba que lo tenía apagado y estuvo a punto de perder la llamada antes de conseguir sacar el teléfono del bolsillo de la americana, que alguien había puesto en el estante de los sombreros que se encontraba en la entrada. Era Dag Svensson.

– ¿Te llamo en mal momento?

– No especialmente. Estoy cenando en casa de mi hermana con el ejército de la familia de su marido. ¿Qué pasa?

– Dos cosas. He intentado contactar con Christer Malm pero no contesta al teléfono.

– Esta noche iba al teatro con su novio.

– Mierda. Le había prometido que mañana por la mañana le llevaría a la redacción las fotos e ilustraciones que queríamos incluir en el libro. Christer iba a echarles un vistazo durante las fiestas. Pero, de pronto, a Mia se le ha ocurrido subir a Dalecarlia para ver a sus padres y enseñarles la tesis. Teníamos pensado salir mañana temprano.


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