– ¿Has puesto una denuncia a la policía? -preguntó Annika en seguida.

– No.

– ¿Por qué?

– Esta chica es una persona excepcionalmente celosa con su vida privada. Fue ella a quien atacaron. Es ella la que ha de poner la denuncia.

Algo que, sospechaba Mikael, no estaba en el primer punto del orden del día de la agenda de Lisbeth Salander.

– Cabezota -dijo Annika, acariciando la mejilla de Mikael-. Siempre te las apañas para hacer las cosas tú solito. ¿Cuál es el segundo problema?

– En Millennium estamos trabajando en una historia que va a dar mucho que hablar. Llevo toda la noche pensando si consultarte o no. Como abogada, quiero decir.

Atónita, Annika miró de reojo a su hermano.

– ¡Consultarme a mí! -exclamó-. Anda, eso sí que es una novedad.

– La historia va de trafficking y violencia contra las mujeres. Tú eres abogada y sabes de eso. Es cierto que no te ocupas de casos de libertad de prensa, pero me encantaría que leyeras el texto antes de mandarlo a imprenta. Se trata de unos cuantos artículos para la revista pero también de un libro, así que tienes lectura para rato.

Annika permaneció en silencio al enfilar Hammarby Fabriksväg y pasar por la esclusa de Sickla. Se metió por algunas pequeñas calles, en paralelo a Nynäsvägen, y avanzó serpenteando hasta que pudo incorporarse a Enskedevägen.

– ¿Sabes, Mikael? En toda mi vida sólo he estado realmente cabreada contigo una vez.

– ¿Ah, sí? -contestó Mikael, asombrado.

– Cuando te demandó Wennerström y te condenaron a tres meses de cárcel por difamación. Me cabreé tanto contigo que estuve a punto de explotar.

– ¿Por qué? Metí la pata.

– Has metido la pata muchas veces. Pero en aquella ocasión te hacía falta un abogado y la única a la que no recurriste fue a mí. Te quedaste allí solito, tragándote toda la mierda que te cayó en el juicio y en los medios de comunicación. Ni siquiera te defendiste. Creí morir.

– Fueron unas circunstancias especiales. No podrías haber hecho nada.

– Ya, pero no lo entendí hasta un año más tarde, cuando Millennium volvió a pisar el terreno de juego y ganó a Wennerström por goleada. Hasta ese momento no puedes ni imaginarte lo mucho que me decepcionaste.

– No podrías haber hecho nada para ganar el juicio.

– No te enteras, hermanito. Yo también entiendo que se trataba de un caso perdido. Leí la sentencia. Pero el quid de la cuestión es que no acudiste a mí para pedir ayuda. Algo tan simple como: «Hola, hermanita; necesito un abogado». Por eso nunca me presenté en los juzgados.

Mikael meditó sobre el tema.

– Sorry. Debería haberlo hecho, supongo.

– Supones bien.

– Ese año estaba fatal. No tenía fuerzas para hablar con nadie. Sólo quería dejarlo todo y morirme.

– Algo que, por cierto, no fue precisamente lo que hiciste.

– Perdóname.

De pronto Annika Giannini sonrió.

– No está mal. Una disculpa al cabo de dos años. De acuerdo. No me importa leer esos textos. ¿Corre prisa?

– Sí. Pronto vamos a imprenta. Gira a la izquierda, aquí.

Annika Giannini aparcó al otro lado de la calle, frente al portal de Björneborgsvägen donde vivían Dag Svensson y Mia Bergman.

– Sólo me llevará un minuto -dijo Mikael.

Cruzó la calle corriendo y marcó el código del portal. Nada más acceder al edificio se dio cuenta de que pasaba algo. Oyó unas indignadas voces resonando en la escalera y subió andando hasta la casa de Dag Svensson y Mia Bergman, en el tercer piso. Hasta que no llegó no se dio cuenta de que todo aquel jaleo procedía de allí. Cinco vecinos se encontraban en el rellano. La puerta de la casa de Dag y Mia estaba entreabierta.

– ¿Qué pasa? -preguntó más por curiosidad que por preocupación.

Las voces cesaron. Cinco pares de ojos lo contemplaron. Tres mujeres y dos hombres, todos rondando la edad de la jubilación. Una de ellas llevaba camisón.

– Han sonado como tiros. -El hombre que contestó tenía unos setenta años y vestía una bata marrón.

– ¿Tiros? -repitió Mikael con cara de tonto.

– Ahora mismo. En ese piso. Hace un minuto. La puerta estaba abierta.

Mikael se abrió camino y llamó al timbre al mismo tiempo que entraba.

– ¿Dag? ¿Mia? -gritó.

No hubo respuesta.

De repente sintió que un gélido frío le recorría la nuca. Olía a pólvora. Luego se acercó a la puerta del salón-comedor. Lo primero que vio, Diosmioporfavor, fue a Dag Svensson de bruces en medio de un enorme charco de sangre ante la mesa donde él y Erika habían cenado hacía unos meses.

Mikael se acercó a toda prisa a Dag, mientras sacaba bruscamente el móvil y marcaba el 112 de SOS Alarm. Contestaron en seguida.

– Me llamo Mikael Blomkvist. Necesito una ambulancia y también a la policía.

Les dio la dirección.

– ¿De qué se trata?

– Un hombre. Parece haber recibido un disparo en la cabeza y no da señales de vida.

Mikael se inclinó e intentó tomarle el pulso en el cuello. Luego le descubrió un cráter en la parte posterior de la cabeza y se dio cuenta de que estaba pisando una parte considerable de lo que había sido la masa encefálica de Dag Svensson. Retiró la mano despacio.

Ninguna ambulancia del mundo podría salvar la vida de Dag Svensson.De pronto descubrió los añicos de una de las tazas de café que Mia Bergman había heredado de su abuela y que con tanto cariño guardaba. Se levantó súbitamente y miró a su alrededor.

– ¡Mia! -gritó.

El vecino de la bata marrón había entrado en la casa siguiendo a Mikael. Este se dio la vuelta en la puerta del salón y lo señaló con el dedo.

– ¡Quédese ahí! -gritó-. Vuelva a la escalera.

Al principio dio la impresión de intentar protestar, pero obedeció. Mikael permaneció quieto durante quince segundos. Luego bordeó el charco de sangre y pasó con mucho cuidado por delante de Dag Svensson, hasta llegar a la puerta del dormitorio.

Mia Bergman se hallaba tumbada de espaldas en el suelo, a los pies de la cama. NonononoMiatambiennoporDios. Le habían disparado en la cara. La bala había penetrado por la mandíbula, por debajo de la oreja izquierda. El orificio de salida de la sien era del tamaño de una naranja y su cuenca ocular derecha estaba vacía. El flujo de sangre era, si cabía, aún más intenso que el de Dag. El impacto de la bala había sido tan violento que la pared del cabecero de la cama, a varios metros de Mia Bergman, estaba salpicada de sangre.

Mikael se percató de que tenía el móvil agarrado convulsivamente, con la central de emergencias todavía en línea, y de que estaba conteniendo la respiración. Inspiró profundamente y se acercó el móvil a la oreja.

– Necesitamos a la policía. Han disparado a dos personas. Creo que están muertas. Dense prisa.

Oyó que la voz de SOS Alarm decía algo pero no fue capaz de discernir las palabras. De repente le pareció que algo le pasaba en el oído. A su alrededor reinaba un silencio absoluto. Al intentar hablar no oyó el sonido de su propia voz. Bajó el móvil y salió del piso caminando hacia atrás. Al llegar al rellano de la escalera, se dio cuenta de que todo el cuerpo le temblaba y de que el corazón le palpitaba de un modo anormal. Sin pronunciar palabra se abrió camino entre el petrificado grupo de vecinos y se sentó. Como a lo lejos, oyó que le hacían preguntas. «¿Qué ha pasado? ¿Se han hecho daño? ¿Ha ocurrido algo?» Era como si el sonido de sus voces le llegara a través de un túnel.

Mikael estaba como anestesiado. Se dio cuenta de que se encontraba en estado de shock. Metió la cabeza entre las rodillas. Luego se puso a pensar. «Dios mío, los han asesinado. Acaban de matarlos a tiros. El asesino puede estar todavía en la casa… no, lo habría visto. El apartamento sólo tiene cincuenta y cinco metros cuadrados.» No podía dejar de temblar. Dag yacía tumbado boca abajo, de modo que no vio su cara. Pero la imagen del rostro destrozado de Mia se le había quedado grabada en la retina.


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