Salander no vivía donde creían que vivía. Tenía amigos como Dragan Armanskij y Mikael Blomkvist. Tenía una relación con una renombrada bollera que gustaba de utilizar esposas en sus relaciones sexuales y que había hecho que los medios de comunicación entraran en barrena en una situación ya de por sí infectada. Tenía dos millones y medio de coronas en el banco, aunque no se le conocía ningún trabajo. Más adelante, apareció en escena Blomkvist con sus teorías sobre trafficking y conspiraciones, y como famoso periodista que era, contaba con un poder nada desdeñable para provocar, con un solo artículo bien colocado, un completo caos en la investigación.

Y lo peor de todo: la principal sospechosa resultaba imposible de localizar, a pesar de no levantar dos palmos del suelo, de tener un aspecto muy característico y todo el cuerpo lleno de tatuajes. Pronto haría dos semanas desde que se cometieran los asesinatos y no tenían ni la menor pista de su paradero.

Gunnar Björck, de baja por hernia discal y jefe adjunto del Departamento de Extranjería de la Säpo, había pasado veinticuatro horas miserables desde que Mikael Blomkvist cruzara el umbral de su casa. Un constante dolor apagado se había instalado en su espalda. Deambuló de un lado a otro en la vivienda que ocupaba, incapaz de relajarse y de tomar alguna iniciativa. Había intentado pensar, pero las piezas del rompecabezas no querían encajar.

No lograba entender los vericuetos de esa historia.

Al principio, cuando se enteró del asesinato de Nils Bjurman un día después de que el abogado fuera hallado muerto, se quedó boquiabierto. Pero luego no se sorprendió cuando Lisbeth Salander, casi de inmediato, fue señalada como la principal sospechosa y se puso en marcha su caza y captura. Siguió, palabra por palabra, todo lo que se decía en la tele y compró cuantos periódicos pudo conseguir para leer, también palabra por palabra, todo lo que se había escrito.

No dudó ni un instante en que Lisbeth Salander era una enferma mental capaz de matar. Carecía de razones para poner en entredicho su culpabilidad y cuestionar las conclusiones de la investigación policial; más bien al contrario, todos sus conocimientos sobre Lisbeth Salander indicaban que se trataba de una verdadera loca psicótica. Había estado a punto de telefonear para contribuir a la investigación con su asesoramiento o, por lo menos, para controlar que el asunto se llevara de la manera más apropiada posible, pero terminó llegando a la conclusión de que, en realidad, eso a él ya no le incumbía. No era su cometido y, en todo caso, había gente competente para ocuparse de eso. Además, una llamada suya podría acabar, precisamente, acaparando esa indeseada atención que él deseaba evitar. En su lugar, se relajó y se limitó a seguir, con distraído interés, las continuas noticias de los informativos.

La visita de Mikael Blomkvist había dado al traste con esa tranquilidad. A Björck nunca se le había pasado por la cabeza que la orgía asesina de Salander pudiera concernirle a él personalmente, pero una de sus víctimas era un periodista cabrón que estaba a punto de exponerlo al escarnio público ante toda Suecia.

Mucho menos aún podía haberse imaginado que el nombre de Zala apareciera en la historia como una bomba de relojería y -lo más increíble de todo- que Mikael Blomkvist conociera el nombre. Resultaba tan inverosímil que desafiaba toda lógica.

Al día siguiente de la visita de Mikael, levantó el auricular y llamó a su antiguo jefe, de setenta y ocho años de edad, que vivía en Laholm. De alguna manera, tenía que formarse una idea clara de la situación sin insinuar que llamaba por razones bien distintas a la pura curiosidad y la inquietud profesional. Fue una conversación relativamente breve.

– Soy Björck. Supongo que has leído los periódicos.

– Sí, lo he hecho. Ella ha vuelto a aparecer.

– Y no ha cambiado gran cosa.

– Eso ya no es asunto nuestro.

– ¿Y no crees que…?

– No, no lo creo. Todo eso está ya enterrado. No hay ninguna conexión.

– Pero ¿por qué precisamente a Bjurman? Supongo que no fue una casualidad que él se convirtiera en su administrador.

Se hizo un silencio que se prolongó unos cuantos segundos.

– No, no fue casualidad. Hace tres años parecía una buena idea. ¿Quién podría haber previsto todo esto?

– ¿Qué sabía Bjurman?

De repente, su antiguo jefe se rió ahogadamente.

– Bueno, ya sabes cómo era Bjurman. No era lo que se dice un tipo muy listo.

– Me refiero a si… ¿conocía la conexión? ¿Puede haber algo entre sus papeles que conduzca a…?

– No, claro que no. Entiendo lo que me planteas, pero no te preocupes. Salander siempre ha sido un factor imprevisible en esta historia. Nos aseguramos de que se le diera el cometido a Bjurman, pero sólo para que alguien al que pudiéramos controlar fuera su administrador. Mejor él que un completo desconocido. Si ella se hubiera puesto a largar cosas por esa boquita, entonces él habría acudido a nosotros. De todos modos, el tema se va a resolver de la mejor manera posible.

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno, después de esto Salander va a pasar una larga temporada en el psiquiátrico.

– Entiendo.

– No te preocupes. Sigue tranquilamente con tu baja.

Pero eso era lo que el jefe adjunto Björck no conseguía hacer; Mikael Blomkvist ya se había encargado. Se sentó a la mesa de la cocina y contempló Jungfrufjärden mientras intentaba recapitular sobre su situación. Se sentía amenazado por dos flancos.

Mikael Blomkvist lo iba a denunciar por putero. El riesgo de terminar su carrera policial siendo condenado por violar la ley de comercio sexual resultaba inminente.

Pero el factor que revestía verdadera gravedad era que Mikael Blomkvist iba a la caza de Zalachenko, quien, de alguna manera, se hallaba implicado en la historia. Ese nexo lo llevaría, de nuevo, hasta la mismísima puerta de Gunnar Björck.

Su ex jefe estaba convencido de que no había nada entre los papeles de Bjurman que pudiera conducir a ningún sitio. Pero sí lo había; la investigación de 1991. El informe se lo entregó Gunnar Björck.

Intentó visualizar el encuentro que tuvo con Bjurman hacía ya más de nueve meses. Quedaron en Gamia Stan. Bjurman lo llamó una tarde al trabajo y le propuso ir a tomar una cerveza. Hablaron de tiro y de todo un poco pero Bjurman quería verlo por un motivo especial. Necesitaba que le hiciera un favor. Le preguntó por Zalachenko.

Björck se levantó y se acercó a la ventana de la cocina. En aquella ocasión estaba algo achispado. Bueno, la verdad era que había empinado el codo más de la cuenta. ¿Qué era lo que le había preguntado Bjurman?

– A propósito, ando metido en un caso en el que ha aparecido un viejo conocido.

– ¿Ah, sí? ¿Quién?

– Alexander Zalachenko. ¿Te acuerdas de él?

– Hombre, no es un tipo del que uno se olvide así como así.

– ¿Qué habrá sido de él?

Técnicamente no era asunto de Bjurman. El simple hecho de formular esas preguntas constituía un motivo más que razonable para poner a Bjurman bajo vigilancia, de no haber sido porque era el administrador de Lisbeth Salander. Dijo que necesitaba ese viejo informe. «Y yo se lo di.»

Björck había cometido un error garrafal. Había dado por descontado que Bjurman ya estaba al tanto; cualquier otra cosa le parecía impensable. Y Bjurman le presentó el tema como si sólo se tratara de coger un atajo en el lento proceso burocrático, donde todo estaba clasificado como confidencial y rodeado de mucho secretismo, y, además, todo podía prolongarse durante meses y meses. Máxime tratándose de un asunto referente a Zalachenko.

«Le entregué el informe de la investigación. Seguía estando clasificado como secreto, pero Bjurman tenía una razón lógica y comprensible, y él no era una persona que se fuera de la lengua. Es cierto que era tonto, pero nunca fue un bocazas. ¿Qué daño podía hacer? Habían pasado tantos años.»


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