Pashka se puso el cucurucho en la cabeza.

— «Ya probaremos alguna vez — recitó, enseñando los dientes -. En mis tiempos no tiraba del todo mal.»

Antón se volvió de espaldas y echó a andar por la vereda, contando los pasos en voz alta:

— …quince… dieciséis… diecisiete…

Pashka dijo algo que Antón no pudo oír, y Anka se echó a reír a carcajadas. Lo hizo de una forma exagerada.

— Treinta — dijo finalmente Antón, y giró sobre sus talones.

A treinta pasos, Pashka se veía muy pequeño. El cucurucho rojo parecía el gorro de un payaso sobre su cabeza. Pashka sonreía. Seguía jugando. Antón se inclinó y comenzó a tensar con calma la cuerda.

— ¡Yo te bendigo, padre mío! — gritó Pashka -. ¡Pase lo que pase, gracias por todo!

Antón colocó la flecha y se enderezó. Pashka y Anka lo miraron. Estaban muy juntos. La vereda parecía un estrecho pasillo, oscuro y húmedo, entre dos altos muros verdes. Antón elevó la ballesta. El artefacto bélico del mariscal Totz le pareció de pronto muy pesado. Me tiemblan las manos, pensó. Malo. Recordó cómo, aquel invierno, Pashka y él habían estado tirándole bolas de nieve a una pina de fundición que remataba el poste de una verja. Le tiraron desde veinte pasos, desde quince y desde diez, y no consiguieron hacer blanco. Luego, cuando se cansaron y ya se iban, Pashka tiró su última bola sin mirar… y le dio a la pina. Antón apretó la culata contra su hombro con todas sus fuerzas. Anka está demasiado cerca de él, se dijo. Quiso gritarle que se apartara, pero comprendió que hubiera sido ridículo. Más alto. Más… más… De repente tuvo la seguridad de que, aunque se volviera dé espaldas, su pesada flecha iría a hincarse exactamente en el entrecejo de Pashka, entre sus dos ojos verdes. Miró fijamente a Pashka. Ya no sonreía. Anka iba levantando lentamente una mano, con los dedos muy abiertos, y su rostro tenía una expresión forzada y adulta. Antón levantó aún más la ballesta, y pulsó el gatillo. No pudo ver dónde se clavó la flecha.

— Fallé — dijo con voz muy alta.

Avanzó a grandes zancadas por la senda, con las piernas rígidas. Pashka se pasó el cucurucho por la cara, lo sacudió y empezó a atarse el pañuelo a la cabeza. Anka se agachó y recogió su ballesta. Si me diera con ella en la cabeza, pensó Antón, le daría las gracias. Pero Anka ni lo miró. Por el contrario, se giró hacia Pashka y le dijo:

— ¿Vamos?

— Sí, vamos — dijo Pashka. Miró a Antón, y se golpeó la frente con el dedo índice en un gesto muy significativo.

— Te asustaste, ¿verdad? — dijo Antón.

Pashka volvió a golpearse la frente con el dedo, y se fue con Anka. Antón los siguió despacio, procurando reprimir las dudas que le asaltaban.

¿Qué he hecho, a fin de cuentas?, se preguntó a sí mismo. ¿Por qué se han disgustado? Pashka, por supuesto, se asustó. Aunque es difícil saber quién de los dos sufrió más: si Guillermo padre o Tell hijo. Pero, ¿y Anka? Posiblemente sintió miedo por Pashka. ¿Y qué podía hacer yo? Ahora voy tras ellos como un pariente pobre. Debería marcharme. Torciendo a la izquierda hay un buen

pantano. Podría coger una lechuza. Pero ni siquiera retardó el paso. Esto significa que será para siempre, pensó. Así ocurre con frecuencia.

Llegaron a la Carretera Olvidada antes de lo que pensaban. El sol estaba todavía muy alto, y hacía calor. Sentían la picazón de las agujas de pino que se les habían metido por el cuello. La carretera estaba cubierta por dos hileras de losas de hormigón, de color gris rojizo, agrietadas. Por las juntas entre las losas crecía abundante hierba seca. La cuneta estaba invadida por polvorientas bardanas. Por encima de la carretera pasaron zumbando unos abejorros. Uno de ellos chocó contra la frente de Antón. Todo era silencio y tranquilidad.

— ¡Hey, mirad! — dijo Pashka.

En mitad de la carretera, colgado a cierta altura de un mohoso alambre tendido transversalmente, había un disco de hojalata cubierto de descascarillada pintura. Apenas se divisaba lo que había pintado en él: un rectángulo blanco sobre un fondo que alguna vez había sido rojo.

— ¿Qué será esto? — preguntó Anka, sin mucho interés.

— Una señal de circulación — respondió Pashka -. Significa: «dirección prohibida».

— Es un «ladrillo» — aclaró Antón.

— ¿Y para qué sirve? — volvió a preguntar Anka.

— Para indicar que no se puede ir en aquella dirección — dijo Pashka.

— Entonces, ¿qué objeto tiene esta carretera?

Pashka se encogió de hombros.

— Es una carretera muy antigua — dijo.

— Es una carretera anisótropa — intervino Antón, Anka estaba vuelta de espaldas a él -. Solamente se permite la circulación en un sentido.

— Sí, nuestros antepasados eran listos — dijo Pashka pensativamente -. Después de recorrer kilómetros y kilómetros, te encuentras con una señal: «¡Alto!, dirección prohibida.» No puedes seguir adelante, ni tienes a nadie a quien preguntar.

— ¡Imagina lo que puede haber más allá de esta señal! — dijo Anka, y miró a su alrededor. En muchos kilómetros a la redonda no había más que e! bosque inhabitado y era imposible encontrar a nadie que pudiera aclarar qué se ocultaba más allá de la señal — ¿Y si no fuera un «ladrillo»? — añadió -. La pintura ha caído casi por completo.

Entonces, Antón apuntó cuidadosamente y disparó. Sería estupendo que la flecha rompiera el alambre, y la señal fuera a caer a los pies de Anka. Pero no ocurrió así. La flecha fue a dar en la parte superior del disco, traspasó la oxidada hojalata, y lo único que cayó al suelo fueron fragmentos de pintura seca.

— Imbécil — dijo Anka sin girarse.

Esta fue la primera palabra que le dirigió a Antón tras el juego de Guillermo Tell. En el rostro de Antón se dibujó una sonrisa de conejo.

— «And enterprises of great pitch and moment — recitó Antón -, with this regará their current turn away and loose the name of action» Y empresas de gran empuje y alcance, giran su curso con esta mirada y pierden el nombre de acción. Hamlet.

— ¡Hey! — gritó Pashka en aquel momento -. ¡Por aquí ha pasado un auto después de la tormenta! ¡Mirad cómo está aplastada la hierba! ¡Mirad…!

Tiene suerte ese Pashka, pensó Antón. Miró las huellas que había en la carretera, y vio la hierba aplastada y las franjas negras que habían dejado los neumáticos del coche al frenar ante un bache.

— ¡Oh! — exclamó Pashka -. Pasó por debajo de la señal.

Aquello era indudable, pero Antón protestó:

— En absoluto. Venía de aquél lado.

Pashka lo miró asombrado.


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