La señora Grace apareció en la orilla. Había estado en el mar, y llevaba un traje de baño negro, ajustado y de un brillo oscuro, como una piel de foca, y encima de él una especie de falda cruzada hecha de una tela diáfana, que se sujetaba en la cintura con un solo botón y se abría a cada paso que daba para revelar sus piernas bronceadas y bastante gruesas, aunque torneadas. Se detuvo delante de su marido y se empujó las gafas de sol de pasta blanca hacia el pelo y esperó durante el instante que él dejó pasar antes de bajar el periódico y levantar la vista hacia ella, alzando la mano que sostenía el cigarrillo y haciendo visera contra la luz avivada por la sal. Ella dijo algo y él ladeó la cabeza y se encogió de hombros, y sonrió, mostrando numerosos dientes pequeños, blancos y nivelados. La chica, detrás de él, aún debajo de la toalla, se deshizo del bañador que por fin había conseguido quitarse, y, dando la espalda, se sentó en la arena con las piernas flexionadas y con la toalla formó una tienda de campaña alrededor de sí misma y colocó la frente sobre las rodillas, y Myles adentró su palo en la arena con una fuerza decepcionada.
Ahí estaban, pues, los Grace: Carlo Grace y su esposa Constance, su hijo Myles, la niña o la joven que, estaba seguro, no era la chica que había oído reír en la casa ese primer día, con todas las cosas desperdigadas a su alrededor, sus sillas plegables y sus tazas de té y sus vasos de vino blanco, y la reveladora falda de Connie Grace y el gracioso sombrero y el periódico y el cigarrillo de su marido, y el palo de Myles, y el bañador de la chica, tirado allí donde lo había arrojado, inerte y acolchado y atascado en un borde húmedo con un fleco de arena, como algo arrojado y ahogado sacado del mar.
No sé cuánto tiempo había pasado Chloe de pie en la duna antes de saltar. Es posible que hubiera estado ahí todo el tiempo, observando cómo observaba yo a los demás. Primero fue una silueta, con el sol detrás de ella convirtiendo en reluciente casco su pelo muy corto. A continuación levantó los brazos y con las rodillas apretadas saltó de la duna. El aire hizo que las perneras de sus pantalones cortos se hincharan un momento. Iba descalza, y aterrizó sobre los talones, levantando arena. La chica que había bajo la toalla -Rose, démosle también un nombre, pobre Rosie- soltó un breve chillido de temor. Chloe se tambaleó, los brazos aún levantados y los talones en la arena, y pareció que iba a caer o al menos a darse una buena culada, pero consiguió mantener el equilibrio, y sonrió de soslayo y maliciosamente a Rose, que tenía arena en los ojos y ponía cara de besugo y negaba con la cabeza y parpadeaba. «¡Chlo-e!» , dijo la señora Grace, un gemido de reprobación, pero Chloe no le hizo caso y avanzó y se arrodilló en la arena al lado de su hermano e intentó arrebatarle el palo. Yo estaba echado boca abajo, sobre una toalla, con las mejillas apoyadas en las manos, fingiendo leer un libro. Chloe sabía que yo la estaba mirando y parecía no importarle. ¿Qué edad teníamos entonces, diez, once? Digamos que once, once está bien. Chloe tenía el pecho tan plano como el de Myles, y sus caderas no eran más anchas que las mías. Llevaba una camiseta blanca sobre sus pantalones cortos. Tenía el pelo casi blanco, descolorido por el sol. Myles, que había estado luchando por conservar su palito, por fin consiguió arrancarlo de manos de su hermana y le pegó en los nudillos y ella exclamó: «¡Au!», y le soltó un golpe en el esternón con su puño pequeño y puntiagudo.
– Escuchad este anuncio -dijo el padre a nadie en concreto, y lo leyó en voz alta del periódico, riendo-: Se necesitan hurones vivos para vender persianas venecianas. Se exige carnet de coche. Mandar solicitud al apartado veintitr é s. -Volvió a reírse, y tosió, y al toser, rió-. ¡Hurones vivos! -gritó-. Por favor.
Qué apagado suena todo a la orilla del mar, apagado y sin embargo enfático, como el sonido de disparos oídos a lo lejos. Debe de ser el efecto amortiguador de tanta arena. Aunque no recuerdo haber oído nunca disparar un arma o armas de fuego.
La señora Grace se sirvió vino, lo probó, hizo una mueca, se sentó en una silla plegable y colocó una de sus robustas piernas sobre la otra, y su zapato playero quedó colgando. Rose se estaba vistiendo a tientas bajo la toalla. Ahora era Chloe la que se apretaba las rodillas contra el pecho (¿es algo que hacen todas las chicas, o hacían, al menos, sentarse formando una zeta que ha caído hacia delante?) y se sujetó los pies con las manos. Myles le clavó el palito en el costado.
– Papi -dijo Chloe con apática irritación-, dile que pare.
Su padre siguió leyendo. El zapato que Connie Grace tenía colgando se movía al compás de algún ritmo que le rondaba por la cabeza. La arena que tenía a mi alrededor, con aquel sol tan fuerte que le daba, emitía su olor misterioso, como a gato. En la bahía, un velero blanco temblequeaba a bandazos a sotavento, y por un segundo el mundo se inclinó. En la playa, a lo lejos, estaban llamando a alguien. Niños. Bañistas. Un perro de pelo hirsuto y anaranjado. La vela volvió a girar a barlovento y oí claramente, llegándome desde el agua, el vuelo y el chasquido de la tela. Entonces se paró la brisa y por un momento todo quedó en silencio.
Jugaban, Chloe, Myles y la señora Grace, los niños se lanzaban la pelota por encima de la cabeza de su madre y ella corría y saltaba para cogerla, casi siempre en vano. Cuando corre la falda se le hincha por detrás y no puedo apartar la mirada de ese tenso bulto negro del vértice invertido de su regazo. Salta, coge aire y suelta unos gritos sin aliento y ríe. Le saltan los pechos. Es una imagen casi alarmante. Una criatura que acarrea tantos montículos y bolas de carne no debería darse estos meneos, se hará daño por dentro, podría perjudicar algún trozo delicado de tejido adiposo y cartílago nacarado. Su marido ha bajado el periódico y también la mira, se pasa los dedos por la barba, bajo la barbilla, y sonríe fríamente, los labios retirados un poco de sus dientes finos y pequeños y las aletas de la nariz ensanchadas como las de un lobo, como si intentara captar su perfume. Se le ve excitado, divertido y un tanto desdeñoso; es como si quisiera verla caer en la arena y hacerse daño; me imagino que le pego, le doy un puñetazo en el centro exacto de su pecho peludo igual que Chloe le ha dado un puñetazo a su hermano. Ya conozco a estas personas, soy uno de ellos. Y me he enamorado de la señora Grace.
Rose sale de la toalla, con una blusa roja y pantalones negros, como el ayudante de un mago aparece bajo la cama forrada de escarlata de un mago, y se esfuerza en no mirar hacia ninguna parte, sobre todo a la mujer y a los niños que juegan.
De repente, Chloe pierde interés en el juego y se da la vuelta y se deja caer en la arena. Qué bien he llegado a conocer sus repentinos cambios de humor, esos repentinos enfurruñamientos. Su madre la llama para que siga jugando con ellos, pero Chloe no contesta. Está echada, apoyada en un codo, de lado, con los tobillos cruzados, mirando hacia el mar, a mi espalda, con los ojos entrecerrados. Myles baila a lo chimpancé delante de ella, agitando las manos bajo los sobacos y farfullando. Ella finge no verle.
– Mocosa -dice la madre de su hija malcriada, casi con complacencia, y vuelve y se sienta en su silla.
La señora Grace está sin aliento, y se hincha la tersa ladera de su pecho, color arena. Levanta una mano para apartarse un pelo que se le ha quedado pegado a la frente mojada y fijo la mirada en la secreta sombra que hay bajo la axila, azul ciruela, el tono de mis húmedas fantasías en noches venideras. Chloe se enfurruña. Myles vuelve a escarbar violentamente en la arena con su palo. Su padre dobla el periódico y mira al cielo entrecerrando los ojos. Rose examina un botón flojo de su blusa. Las pequeñas olas se levantan y rompen, y el perro anaranjado ladra. Y mi vida ha cambiado para siempre.
Pero entonces, ¿en qué momento, de entre todos los momentos, nuestra vida no cambia completamente, totalmente, hasta el cambio más trascendental de todos?
Veraneábamos aquí cada año, mi padre, mi madre y yo. No lo habríamos expresado de este modo. Ven í amos aqu í a pasar los veranos, eso es lo que habríamos dicho. Qué difícil es hablar como yo hablaba entonces. Vinimos a pasar todos los veranos, durante muchos, muchos años, hasta que mi padre se fue a Inglaterra, como hacían los padres a veces en aquella época, y siguen haciendo, si a eso vamos. El chalet que alquilábamos era un poco menos que una maqueta de madera de una casa de tamaño natural. Tenía tres habitaciones, una salita en la parte de delante que también era cocina y dos diminutas habitaciones en la parte de atrás. No había cielo raso, sólo la parte inferior del tejado de cartón alquitranado. Las paredes estaban revestidas de una madera involuntariamente elegante, estrecha, biselada, que en días soleados olía a pintura y a savia de pino. Mi madre cocinaba en un fogón de parafina, cuyo diminuto agujero para meter el combustible me proporcionaba un placer oscuramente furtivo cuando me hacían limpiarlo, pues para la tarea utilizaba un delicado instrumento hecho de una tira de hojalata flexible y un rígido filamento de alambre que sobresalía en ángulo recto de la punta. Me pregunto dónde está ahora la pequeña cocina Primus, tan maciza y resistente. No había electricidad, y de noche nos alumbrábamos con una lámpara de aceite. Mi padre trabajaba en Ballymore y por las tardes venía en tren, mudo y furioso, acarreando la frustración de ese día como un equipaje apretado en su puño cerrado. ¿Qué hacía mi madre durante todo el día cuando él se iba y yo no estaba en casa? Me la imagino sentada a la mesa cubierta por el hule de esa casita de madera, una mano bajo la cabeza, alimentando sus desafecciones a medida que el largo día llega a su ocaso. Entonces aún era joven, los dos lo eran, mi padre y mi madre, desde luego más jóvenes de lo que yo soy ahora. Qué raro se me hace pensar eso. Todo el mundo parece más joven que yo, incluso los muertos. Los veo allí, a mis pobres padres, jugando a que lo nuestro era un hogar en la infancia del mundo. Su infelicidad fue una de las constantes de mis primeros años, un zumbido agudo e incesante que apenas se podía oír. Yo no los odiaba. Los quería, probablemente. Sólo que se entrometían en mi camino, me impedían ver el futuro. Con el tiempo dejaría de verlos, se convertirían en mis padres transparentes.
Mi madre se bañaba al final de la playa, lejos de las miradas de las multitudes del hotel y de los ruidosos campamentos de los que venían a pasar el día. Allí lejos, más allá de donde comenzaba el campo de golf, había un banco de arena permanente un poco alejado de la orilla que formaba una laguna de poca profundidad cuando había la marea adecuada. En aquellas aguas que eran como una sopa se revolcaba con un placer mínimo, desconfiado, sin nadar, pues no sabía, sino que se extendía completamente sobre la superficie y caminaba por el fondo del mar con las manos, estirándose para mantener la boca por encima de las cabrillas que le llegaban. Llevaba un bañador de crimplene color rosa ratón, con un coqueto dobladillo que se extendía hasta justo debajo de la entrepierna. Su cara parecía desnuda e indefensa, con una expresión de dolor debida a la presión de la goma del gorro de baño. Mi padre era un buen nadador, y avanzaba con una especie de dificultoso movimiento horizontal de brazadas mecánicas y poniendo una mueca cuando sacaba la cabeza a un lado para respirar, con aquel ojo que aparecía de repente. Cuando acababa un largo se erguía, jadeando y escupiendo, el pelo aplastado y las orejas sobresaliéndole y con el bañador negro abultado, y se quedaba en pie con las manos en las caderas, contemplando los torpes esfuerzos de mi madre con una ligera sonrisa sardónica, vibrándole un músculo de la mandíbula. Salpicaba a mi madre echándole agua a la cara y la agarraba de las muñecas y caminando hacia atrás la arrastraba por el agua. Ella cerraba los ojos apretándolos y le chillaba, furiosa, que parara. Yo observaba esa tensa diversión en un paroxismo de disgusto. Al final la dejaba ir y comenzaba conmigo, me ponía boca abajo, agarrándome por los tobillos, y me empujaba hacia delante al estilo carretilla por el borde del banco de arena y reía. Qué fuertes eran sus manos, como esposas de un hierro frío y maleable, aún siento su violenta presión. Era un hombre violento, un hombre de gestos violentos, de bromas violentas, pero también tímido, no es de extrañar que nos dejara, que tuviera que dejarnos. Tragué agua y me retorcí para liberarme en un estado de pánico y me puse en pie de un salto y me quedé de pie entre la espuma, con arcadas.