– ¡Qué falta de consideración por tu parte estropear el globo de tu primo! Puede que nunca se me presente otra oportunidad de conquistar los cielos.
Stephen contempló los fragmentos que había en el patio.
– Encargaré uno nuevo tan pronto como vuelva a Burdeos. Y podría enseñarte a construir uno en miniatura. Todo lo que se necesita es una vejiga de buey y cola de pescado.
– ¿Lo has leído en un periódico ilustrado?
– Pero ¿qué salió mal? -preguntó Sophie, que se paseaba alrededor de los restos, levantando de vez en cuando con la punta del zapato una anilla de madera chamuscada o un trozo de alambre del que todavía colgaba un trozo de mimbre. Era consciente de que él tenía el pelo de un dorado pálido. No amarillo (lo había comprobado), sino con un brillo como el del metal al sol. Era más alto que ella, cosa que rara vez ocurría. Y tenía los ojos verde azulados, como imaginaba que era el mar. Todo el mundo sabía que los estadounidenses eran inventivos y perfectos; amaban la libertad y para ellos no suponía nada viajar grandes distancias. Era difícil no quedarse mirándolo.
Como todo en esa casa, la camisa que Stephen había tomado prestada olía a rosas. También era varias tallas demasiado grande para él. Apoyado en su bastón, agitó los brazos para sentir la brisa y esperó a que las hermanas sonrieran.
– Estaba haciendo descender el globo, llevaba horas en el aire y los prados que hay junto al río me parecieron acogedores. Recuerdo que tiré de la cuerda que abre la válvula y deja salir el aire. Luego se produjo la explosión. Debí de saltar de la cesta… y allí desperté, tendido en su sofá.
– Un palmo más en un sentido u otro -dijo Mathilde, no sin pesar- y habrías yacido en un mar de sangre.
– ¿Aterrizar siempre es lo más difícil?
Él reconoció que había ocurrido otra catástrofe en el primer vuelo que hizo solo, preguntándose por qué Sophie dirigía sus comentarios al suelo o a un punto más allá de su hombro.
– Pero seguí las instrucciones de Charles con precisión. Había subido con él dos veces, y pensé que no había nada comparable a esa emoción… salvo sobrevolar la tierra en soledad, contemplar la naturaleza sin distraerte con conversaciones frívolas… Es sublime. -Cerró los ojos y, por un instante, flotó por encima de un mundo creado para su deleite.
– Pero has dicho que el tufo era horrible.
Abrió los ojos.
– No, no, este es… era el último modelo, un globo lleno de aire inflamable. Totalmente limpio y científico.
– Los aldeanos querían matarte a palos -le contó Mathilde, deslizando una mano en la de él-. Te tomaron por una criatura del diablo.
– Menos mal que su globo no prendió fuego a la cebada -dijo Sophie-, o seguramente te habrían matado. Las últimas cosechas han ido mal y cuentan con esta.
Tenía la costumbre, según advirtió él, de sostenerse sobre un pie, con el otro enlazado alrededor del tobillo. Le parecía encantadora y deliciosamente extraña, como todas las jóvenes francesas que había conocido. Si bien ni por asomo tan hermosa como sus hermanas.
– Algunos de los hombres más osados han venido a casa esta mañana para ver si habías desaparecido o cambiado de forma… o nos habías arrastrado a todos hasta los fuegos del infierno que te engendraron. -Mathilde saltaba alrededor de él en un sentido, luego en el otro.
– Ojalá hubiera salvado mi cuaderno de bocetos. -Echando la cabeza atrás, miró el cielo con los ojos entrecerrados-. Posibilidades ilimitadas. Eso era lo que trataba de dibujar.
Estaba de espaldas a la casa, pero al reconocer unos pasos ligeros sobre la grava se ocupó al instante de su pipa. Era una adquisición reciente que todavía no podía contarse entre sus habilidades. Aun así, creía que le hacía importante; y necesitaba algo para señalar su nueva vida.
Mathilde dijo a la recién llegada:
– En realidad no es aeronauta, sino artista. No me extraña que Brutus recelara de él.
– No sé cómo soporta estar en las proximidades de ese horrible perro. -Claire estaba de pie cerca de él y sonrió-. Es muy osado de su parte.
– No me hizo daño en realidad -dijo él con atrevimiento, moviendo la pipa con resolución al agitar las anchas mangas de la camisa.
– No tenía intención de hacerte daño. Solo quería que supieras que te había calado.
– Matty, ¿has terminado tus lecciones de hoy? -preguntó Sophie.
– La aerostación es científica. Sin duda querréis que mi educación avance al ritmo de los tiempos.
– ¿De veras es artista? -Claire llevaba un vestido de algodón amarillo con una faja azul, así como piedras azules en las orejas y alrededor del cuello.
– En septiembre tendré un estudio en París -dijo-, y entonces lo seré.
Una niñera se acercaba por el camino. El bebé que llevaba dormía a ratos y lloraba a menudo. Había bajado con él al pueblo, señalándole todo aquello que podía interesarle -unos petirrojos revoloteando sobre un seto, un campo de avena rosado, un joven asombrosamente bien parecido con quien había sido preciso cruzar unas palabras- y de regreso el niño se había quedado por fin dormido.
Claire la llamó.
– No ha visto a mi hijo Olivier, ¿verdad, señor Fletcher? ¿No es un bebé gordo y precioso?
– Por favor… llámeme Stephen.
Ella permaneció allí, con su vestido del color del sol, arrullando al niño. El pensó en campos, tejados, viñedos, hojas, agua y chapiteles, ángulos de visión que en otro tiempo habían sido imposibles.
Una mariposa naranja pasó revoloteando. Brutus cerró las fauces sobre ella.
El precioso y gordo bebé abrió los ojos.
Abrió la boca.
Se abrazó el cuerpo y empezó a berrear.
Sophie y la niñera se miraron.
4
En 1789 Gascuña era una inmensa y poco manejable provincia del sudoeste de Francia, extendida entre el Atlántico y los Pirineos, que se lanzaba por el norte casi hasta Limoges y tendía una codiciosa mano hacia el este hasta Rodez. Comprendía una gran diversidad de distritos fiscales, territorios feudales, sistemas judiciales, diócesis y oscuras subdivisiones militares impuestas originalmente para conveniencia de los romanos. Pocas de esas fronteras pueden delimitarse con certeza; menos aún son las que siguen coincidiendo y casi ninguna puede trazarse con exactitud en un mapa. En 1789 Gascuña, como la misma Francia, era una amalgama de territorios no unificados: estaba lista para la racionalización, centralización, innovación; esperaba a ser tomada por el futuro.
En lo más profundo de su verde y apacible corazón, dos personas se abren paso por una ladera.
– ¿Qué piensas de Fletcher?
Sophie se agacha para coger un puñado de la dulce y silvestre hierbabuena que han estado pisoteando.
– ¿Un entusiasta?
Su padre sonríe.
– El entusiasmo parece gobernar los tiempos, si son ciertas la mitad de las noticias que nos llegan de París.
Ella recuerda una ocasión cuando tenía cinco años, tal vez seis. Los Saint-Pierre estaban almorzando y Sophie llevaba una tarta de manzana del aparador a la mesa. El plato de barro pesaba y todavía estaba caliente del horno; a duras penas logró salvar la distancia sin que se le cayera. Sabía que tenía que ponerlo en el salvamanteles de peltre delante de su madre, pero estaba al otro lado de la mesa. De modo que dejó el plato a salvo en la esquina más próxima y lo deslizó por la madera encerada.
– ¡Cuidado! -exclamó Claire-. Vas a estropear la mesa. Mira lo que está haciendo Sophie.
Pero su padre dijo:
– Bien hecho, Sophie. -Y a su mujer-: ¿Lo has visto? Ha reflexionado sobre el problema y en lugar de intentar llevar el plato hasta ti, para que seguramente se le caiga, ha utilizado su ingenio y discurrido un método más inteligente. -Sentó a Sophie en su regazo, le dio de comer la tarta de manzana con nata de su plato, la felicitó.
Ahora tiene veintidós años y sigue hambrienta de su aprobación. Tal vez él se la calla. O la reparte cucharada dulce tras cucharada.
Mastica una hoja de hierbabuena, notando su textura ligeramente áspera en la boca.
Regado por siete ríos, este rincón de Gascuña está intensamente cultivado y resulta absolutamente seductor. Pequeños campos cercados por setos vivos forman un mosaico que recrea la vista y revela las pequeñas dimensiones de la propiedad media. Los bosques de robles y castaños, hayas y avellanos, abundan y proporcionan combustible, madera para herramientas, tierras de pastoreo. Hay temblorosos álamos junto a aquel riachuelo, y cipreses a lo largo de estos riscos. Los viñedos producen grandes cantidades de vinos que no son excepcionales, pero el orgullo de la región afirma que nada puede rivalizar con el suave y oscuro brandy conocido como armagnac que le ha dado fama. Todo el mundo tiene un ciruelo.
Los Pirineos no se ven ahora que es verano y hace buen tiempo; y, de todos modos, quedan a unos cien kilómetros al sur. Aquí el paisaje nunca pierde de vista las proporciones humanas. Su topografía es lo bastante diversa para impedir la monotonía, lo bastante suave para evitar la grandiosidad. Sus modestas cumbres proporcionan amplias vistas. Es pródiga en luz.
Sophie y Saint-Pierre rodean un prado que asciende al encuentro de una extensión de cielo despejado. A Sophie le gusta tumbarse allí, con la hierba haciéndole cosquillas en la mejilla, mirando fijamente el cielo hasta que tiene que aferrarse con las manos al suelo para impedir que se le caiga encima. No lo sabe, pero esta costumbre suya se comenta en el pueblo. Es una de sus peculiaridades, como ser alta y no tener marido.
Debido a los años que lleva domesticado, el campo está veteado de senderos. La mayoría de la gente tiene que ir a pie a todas partes. Claro que no todos los caminos llevan a alguna parte: un forastero podría seguir confiado un sendero verde que cruza campos y discurre entre sotos, y descubrir que desaparece en la orilla de un pantano o se funde con el espacio en el escarpado flanco de una colina. Los modelos de asentamiento y cultivo han cambiado con los siglos, de modo que un sendero revelador muere en un caserón que no es más que un rosal silvestre, se desvanece en un olvidado huerto abandonado hace mucho a los pájaros.
Pero Sophie y su padre han tomado un sendero muy frecuentado, ya que va a dar a la carretera que lleva a Castelnau. Esa carretera -y, de hecho, este estrecho sendero cercado- era recorrida en otro tiempo por peregrinos que se dirigían a España. Ahora, la peregrinación ha pasado de moda; en el Siglo de la Razón ya no hay mucha gente cuya fe la mueva a subir y bajar montañas hasta la santa ciudad de Santiago. Se están olvidando muchos de los viejos y frondosos senderos de peregrinos, ocupados por terratenientes codiciosos para ampliar sus propiedades o asfixiados por zarzas y árboles jóvenes, o por caer en desuso.