– Berg, el hecho de que Sophie sea un nombre griego no es motivo para que estudie usted tan atentamente a su compañera durante la clase. ¡Traduzca!

Traducíamos la Odisea. Yo ya la había leído en alemán, y me gustaba y me sigue gustando. Cuando me tocaba el turno, me bastaban unos pocos segundos para orientarme y empezar a traducir. El profesor me había puesto en ridículo, y el resto de la clase lo celebró a carcajadas, pero si me quedé un momento sin habla no fue por eso. Nausica, igual a los mortales en figura y aspecto, Nausica, la doncella de pálidos brazos: ¿en quién la veía encarnada, en Hanna o en Sophie? No podían ser las dos al mismo tiempo.

14

Cuando se paran por avería los motores de un avión, eso no significa que se acabe el vuelo. Los aviones no caen del cielo como piedras. Los enormes aviones de pasajeros de cuatro motores pueden seguir planeando entre media hora y tres cuartos, hasta estrellarse al intentar aterrizar. Los pasajeros no se dan cuenta de nada. Volar con los motores parados produce la misma sensación que hacerlo con los motores en marcha. Hay menos ruido, pero no mucho menos: el aire que cortan el fuselaje y las alas hace más ruido que los motores. Llega un momento en que al mirar por la ventanilla se ve la tierra o el mar amenazadoramente cerca. Eso si las azafatas o los auxiliares no cierran las persianas de las ventanillas y ponen un vídeo. Quizá los pasajeros incluso se sientan mejor, al haber menos ruido.

El verano fue el vuelo sin motor de nuestro amor. O, mejor dicho, de mi amor por Hanna; de su amor por mí no sé nada.

Mantuvimos nuestro ritual de lectura, ducha, amor y reposo. Le leí Guerra y paz, con todas las digresiones de Tolstói sobre la historia, los grandes hombres, Rusia, el amor y el matrimonio; debieron de ser entre cuarenta y cincuenta horas. Y, como siempre, Hanna siguió atentamente el desarrollo de la narración. Pero ya no era como antes; ahora se reservaba sus juicios. Natacha, Andréi y Pierre no formaban parte de su mundo, como había sucedido con Luise y Emilia; ahora era ella quien entraba en el mundo de los personajes, con el asombro con que emprendería un largo viaje o penetraría en un palacio en el que se le permitía entrar y quedarse, con cuyas estancias llegaba a familiarizarse, sin por ello perder nunca del todo el recelo. Hasta entonces le había leído cosas que yo ya conocía. Pero Guerra y paz también era nueva para mí. Hicimos juntos el largo viaje.

Empezamos a ponernos nombres cariñosos. Ella ahora ya no me llamaba sólo chiquillo, sino también -con diferentes atributos y diminutivos- ranita, cachorro, joyita, rosa. Yo continuaba llamándola Hanna, hasta que un día me preguntó:

– Imagínate que me abrazas y cierras los ojos. ¿Que animal es el primero que te viene a la cabeza?

Cerré los ojos y pensé en animales. Yacíamos pegados el uno al otro, con mi cabeza contra su cuello, mi cuello contra sus pechos, mi brazo izquierdo bajo su espalda, y el derecho bajo su trasero. Le acariciaba con los brazos y las manos la ancha espalda, los muslos duros, el trasero firme, y sentía también sus pechos y su vientre fuertemente pegados a mi cuello y mi pecho. Su piel era lisa y suave al tacto, y su cuerpo, debajo de la piel, se adivinaba lleno de energía y firmeza. Al posar la mano sobre su pantorrilla, sentí un movimiento rítmico de los músculos, como un estremecimiento. Eso me recordó el estremecimiento de la piel con que los caballos espantan a las moscas.

– En un caballo.

– ¿Un caballo?

Se separó de mí, se incorporó y se me quedó mirando. En sus ojos había una expresión de horror.

– ¿No te gusta?

Le expliqué mi asociación de ideas:

– Lo digo porque eres tan agradable de tocar, lisa y suave y al mismo tiempo firme y fuerte. Y porque te tiembla la pantorrilla.

Miró el movimiento de sus pantorrillas.

– Un caballo… -dijo, meneando la cabeza-. No estoy muy segura…

Aquello era extraño en ella. Normalmente era muy clara: las cosas le parecían bien o le parecían mal. Al ver la expresión de horror de su mirada, me dispuse, si hacía falta, a retirarlo lodo, acusarme a mí mismo y pedirle perdón. Pero aquella vez era diferente, y sentí que podía negociar, defender la idea del caballo.

– Podría llamarte cheval, en francés, o potrillo, o Bucéfalo, o decirte arre, caballito. No pienses en las cosas feas de los caballos, como los dientes, o la calavera de un caballo muerto, o cosas así. Piensa en cosas bonitas, en lo que los caballos tienen de cálido, de suave, de fuerte. Tú no eres ningún conejito, ni ningún gatito. Podría llamarte tigresa, pero tú no tienes esos malos instintos de los felinos.

Se echó boca arriba, con los brazos cruzados por detrás de la nuca. Yo me incorporé y la miré. Hanna tenía la mirada perdida en el vacío. Al cabo de un momento volvió la cara y me miró con una expresión de singular ternura.

– Vale, de acuerdo, puedes llamarme caballo, o las otras palabras que me has dicho… ¿Me las explicas?

Una vez fuimos juntos al teatro en la ciudad vecina, a ver Intriga y amor. Era la primera vez que Hanna iba al teatro, y disfrutó de todo, desde la representación hasta la copa de champán en el entreacto. Le pasé el brazo por la cintura; me daba igual que la gente pensase que éramos una pareja muy rara. Y estaba orgulloso de que no me importase. Pero sabía muy bien que en el teatro de mi ciudad no me habría dado igual. ¿Lo sabía ella también?

Ella sabía que en verano mi vida no giraba sólo en torno a ella, la escuela y el estudio. Muchas veces, cada-vez más a menudo, me pasaba por la piscina antes de ir a casa de Hanna por la tarde. Allí se reunían mis compañeras y compañeros de clase para hacer juntos los deberes jugar a fútbol y a voleibol y a cartas, y también para ligar. Aquél era el escenario de la vida social de la clase, y para mí era muy importante formar parte de ella, participa. Según el turno de Hanna, unos días llegaba más tarde otros me iba más temprano que los demás, pero eso no me desprestigiaba; al contrario, me hacía más interesante. Yo lo sabía. Y también sabía que no me estaba perdiendo nada, y sin embargo siempre tenía la sensación de que las cosas que valían la pena pasaban justo cuando yo no estaba. Durante mucho tiempo no me atreví a preguntarme si prefería estar en la piscina o con Hanna. Pero en julio, el día de mi cumpleaños, me prepararon una fiesta en la piscina, y tuve que insistir para que mis compañeros me dejaran marchar. Y cuando llegué a casa de Hanna, ella estaba agotada y me recibió de mal humor. No sabía que era mi cumpleaños. Cuando le pregunté a ella por el suyo, me dijo que era el 21 de octubre pero no me preguntó cuándo era el mío. No estaba de peor humor que otras veces; simplemente estaba muy cansada. Pero me molestó su mal humor, y me dieron ganas de marcharme, de volverme a la piscina, con compañeras y compañeros de clase, de refugiarme en la liviandad de nuestras charlas, bromas, jugueteos y ligues

Yo también reaccioné con mal humor y acabamos discutiendo. Entonces Hanna aplicó de nuevo su táctica de ignorarme. Me volvió el miedo a perderla, y me humillé y pedí disculpas hasta que se dignó aceptarme a su lado. Pero me sentía lleno de rencor.


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