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Luego volví a ver a Hanna. En el Palacio de Justicia.
No era el primer juicio contra criminales de guerra, ni tampoco uno de los más importantes. El catedrático, uno de los pocos que por entonces trabajaban sobre el pasado nazi de Alemania y los procesos judiciales relacionados con él, lo escogió como tema de un seminario, con la intención de hacer un seguimiento del proceso y evaluarlo en su totalidad con ayuda de los estudiantes. Ya no me acuerdo de qué era lo que pretendía comprobar, confirmar o refutar. Sólo recuerdo que en el curso del seminario discutimos sobre el asunto de la prohibición de las penas retroactivas. La cuestión era: para condenar a los guardas y esbirros de los campos de exterminio, ¿bastaba con aplicar un artículo que estuviera recogido en el código penal en el momento de sus crímenes, o bien había que tener en cuenta el modo en que se entendía y aplicaba el artículo en el momento del juicio? ¿Qué pasaba si en aquella época esas personas no se consideraban afectadas por el artículo en cuestión? ¿Qué era la justicia? ¿Lo que decían los libros o lo que se imponía y aplicaba en la vida real? ¿O más bien lo que, independientemente de los libros, obligaba a cumplir el ordenamiento de la época? El catedrático, un señor mayor que había vuelto del exilio hacía algún tiempo y mantenía una actitud relativamente heterodoxa en cuestiones de jurisprudencia alemana, participaba en aquellas discusiones con toda su erudición y al mismo tiempo con la distancia de alguien que ya no cree en la erudición como instrumento para resolver los problemas.
– Fíjense en los acusados -decía-. No encontrarán ninguno que crea de verdad que en aquella época le estaba permitido asesinar.
El seminario empezó en invierno, y el proceso en la primavera siguiente. Duró muchas semanas. Las sesiones tenían lugar de lunes a jueves, y para cada uno de esos días el catedrático tenía previsto enviar al juzgado a un grupo de estudiantes encargados de levantar acta literal de la sesión. El viernes, durante la clase, revisábamos la información recopilada a lo largo de la semana.
La palabra clave era «revisión del pasado». Los estudiantes del seminario nos considerábamos pioneros de la revisión del pasado. Queríamos abrir las ventanas, que entrase el aire, que el viento levántala por fin el polvo que la sociedad había dejado acumularse sobre los horrores del pasado. Nuestra misión era crear un ambiente en el que se pudiera respirar y ver con claridad. Tampoco nosotros apostábamos por la erudición. Teníamos claro que hacían falta condenas. Y también teníamos claro que la condena de tal o cual guardián o esbirro de este u otro campo de exterminio no era más que un primer paso. A quien se juzgaba era a la generación que se había servido de aquellos guardianes y esbirros, o que no los había obstaculizado en su labor, o que ni siquiera los había marginado después de la guerra, cuando podría haberlo hecho. Y con nuestro proceso de revisión y esclarecimiento queríamos condenar a la vergüenza eterna a aquella generación.
Nuestros padres habían desempeñado papeles muy diversos durante el Tercer Reich. Algunos habían estado en la guerra, entre ellos dos o tres oficiales de la Wehrmacht y uno de las SS; otros habían hecho carrera en la judicatura y en la Administración; había médicos y profesores, y uno de nosotros tenía un tío que había sido alto funcionario del Ministerio del Interior. Estoy seguro de que tenían respuestas muy diferentes para las preguntas que les pudiéramos hacer, si es que se avenían a contestarlas. Mi padre no quería hablar de sí mismo. Pero yo sabía que había perdido su puesto de profesor universitario al anunciar un curso sobre Spinoza, por tratarse de un filósofo judío, y que durante la guerra se había mantenido a flote a sí mismo y a toda la familia trabajando en una editorial de mapas y guías para excursionistas. ¿Acaso tenía derecho a condenarlo a la vergüenza eterna? Y sin embargo lo hice. Todos nosotros condenamos a la vergüenza eterna a nuestros padres, aunque sólo pudiéramos acusarlos de haber consentido la compañía de los asesinos después de 1945.
Entre los estudiantes del seminario se creó una fuerte identidad de grupo. Los otros estudiantes empezaron a llamarnos «los del seminario de Auschwitz», y pronto nosotros mismos adoptamos ese nombre. A los otros no les interesaba lo que hacíamos; a muchos les parecía raro, y a algunos incluso les repugnaba. Ahora pienso que el entusiasmo con que descubríamos los horrores del pasado e intentábamos hacérselos descubrir a los demás era, en efecto, poco menos que repugnante. Cuanto más terribles eran los hechos sobre los que leíamos y oíamos hablar, más seguros nos sentíamos de nuestra misión esclarecedora y acusadora. Aunque los hechos nos helaran la sangre en las venas, los proclamábamos a bombo y platillo. ¡Mirad, mirad todos!
Yo me había matriculado en el seminario por pura curiosidad. Representaba una novedad: por una vez, nada de Derecho comercial, nada de culpas ni complicidades, nada de jurisprudencia medieval ni antiguallas de la filosofía del Derecho. Entré en el seminario con la misma fanfarronería y superioridad con que me movía por todas partes. Pero en el curso del invierno se me hizo cada vez más difícil mantenerme apartado tanto de los hechos que íbamos descubriendo, como del entusiasmo que nos invadió a todos los estudiantes del seminario. Al principio me empeñé en creer que sólo participaba del entusiasmo científico, o acaso también político y moral. Pero en realidad quería más, quería compartir el hecho mismo de estar entusiasmado, como los demás. Es posible que los otros continuaran viéndome como una persona distanciada y arrogante, pero durante aquellos meses de invierno tuve la agradable sensación de pertenecer a un grupo y tener la conciencia tranquila respecto a mí mismo y a mis actos y a quienes me acompañaban en ellos.
3
El juicio se celebraba en otra ciudad, a poco menos de una hora de distancia en coche. Yo normalmente nunca iba por allí. Un compañero se ofreció para conducir; se había criado en aquella ciudad y la conocía bien.
Era jueves. El juicio había empezado el lunes. Durante los tres primeros días se habían visto las recusaciones de los abogados defensores. Éramos el cuarto grupo, y el que iba a asistir al verdadero inicio del juicio: las declaraciones de los acusados.
Avanzábamos por la carretera de montaña, entre frutales en flor. Estábamos de un humor solemne y entusiasta: por fin íbamos a poner a prueba todo lo que habíamos aprendido. Nuestra asistencia al juicio iba más allá del mero hecho de mirar, escuchar y tomar nota de todo: íbamos a contribuir a la tarea de revisión del pasado.
El Palacio de Justicia era un edificio de principios de siglo, pero carente de la suntuosidad y el aire siniestro de los edificios de juzgados de aquella época. La sala de sesiones tenía a la izquierda una hilera de grandes ventanas, cuyo vidrio esmerilado impedía ver el exterior, pero dejaba entrar mucha luz. Delante de las ventanas estaban sentados los fiscales, de los que en los días claros de primavera y verano sólo se reconocía la silueta. El tribunal, formado por tres jueces con togas negras y seis jurados, estaba sentado al fondo de la sala, y a la derecha estaba el banco de los acusados y los defensores, que, debido a lo numeroso del grupo, había sido ampliado con mesas y sillas hasta llegar al centro de la sala, justo delante de las hileras del público. Algunos de los acusados y defensores estaban sentados de espaldas a nosotros. Era el caso de Hanna. No la reconocí hasta que la llamaron, se puso de pie y dio un paso adelante. Por supuesto reconocí el nombre de inmediato: Hanna Schmitz. Luego reconocí también la figura, la cabeza, que me resultaba extraña con el pelo recogido en un moño, la nuca, las anchas espaldas y los brazos robustos. Estaba muy erguida. Se mantenía firme sobre las dos piernas. Los brazos le colgaban relajados. Llevaba un vestido gris de manga corta. La reconocí, pero no sentí nada. No sentí nada.