No pude contenerme. Me levanté de un salto y me acerqué a la mesa de los jugadores. «¡Ya basta!» Temblaba de rabia. En aquel momento el viejo se acercó a saltitos, se echó mano a la pierna, y de repente se soltó la pata de palo, la cogió y la estrelló estruendosamente contra la mesa, haciendo bailar los vasos y el cenicero, y a continuación se dejó caer en la silla libre. Soltó una chillona carcajada con la boca desdentada, y los otros se rieron con él, con atronadoras risas de borrachos. «¡Ya basta!», gritaban riéndose y señalándome, «¡ya basta!»

Por la noche, un vendaval asedió la casa. No tenía frío, y los aullidos del viento, el chirrido del árbol que había delante de la ventana y el golpeteo ocasional de la persiana no eran tan fuertes como para impedirme conciliar el sueño. Pero interiormente me sentía cada vez más inquieto, hasta que empecé a temblar con todo el cuerpo. Tenía miedo, no porque esperara un suceso funesto, sino porque el miedo se había apoderado de mí. Estaba tumbado, escuchando el viento. Sentía alivio cuando su resoplar se hacía más débil y menos ruidoso, temía sus nuevos embates y no sabía cómo iba a poder levantarme al día siguiente, volver a casa, seguir estudiando y algún día tener una profesión y una mujer y unos hijos.

Quería comprender y al mismo tiempo condenar el crimen de Hanna. Pero su crimen era demasiado terrible. Cuando intentaba comprenderlo, tenía la sensación de no estar condenándolo como se merecía. Cuando lo condenaba como se merecía, no quedaba espacio para la comprensión. Pero al mismo tiempo quería comprender a Hanna; no comprenderla significaba volver a traicionarla. No conseguí resolver el dilema. Quería tener sitio en mi interior para ambas cosas: la comprensión y la condena. Pero las dos cosas al mismo tiempo no podían ser.

A la noche la siguió un día radiante de verano. No tuve problemas con el autoestop, y llegué a casa en unas pocas horas. Atravesé a pie la ciudad como si llevara largo tiempo sin poner los pies en ella; las calles, las casas y la gente me resultaban ajenos. Pero no por eso me sentía más cercano al mundo de los campos de concentración. Las impresiones que había recogido en Struthof se asociaron a las pocas imágenes que ya tenía de Auschwitz, Birkenau y Bergen-Belsen, y se fosilizaron junto a ellas.

16

Al final acabé acudiendo al juez. No fui capaz de ir a hablar con Hanna. Pero tampoco podía cruzarme de brazos.

¿Por qué no fui capaz de hablar con Hanna? Ella me había abandonado, me había engañado, no era la persona que yo había visto en ella o que mi fantasía había pintado. ¿Y quién era yo para ella? ¿El pequeño lector al que había utilizado, el pequeño compañero de cama con el que se había divertido? ¿Me habría enviado a mí también a la cámara de gas si no hubiera podido abandonarme pero hubiera necesitado librarse de mí?

¿Por qué, al mismo tiempo, no podía cruzarme de brazos? Me decía a mí mismo que tenía que impedir un error judicial. Tenía que luchar por que se hiciera justicia, dejando aparte la mentira vital de Hanna, es decir, que se hiciera justicia independientemente de que ello le conviniese a Hanna o no. Pero en realidad no era la justicia lo que me preocupaba. No podía dejar a Hanna como estaba o quería estar. Tenía que hacer algo por ella, ejercer algún tipo de influencia o efecto en su persona, directa o indirectamente.

El juez había oído hablar de nosotros, el grupo de estudiantes que asistía a las sesiones, y se mostró muy bien dispuesto a recibirme para hablar después de una sesión del juicio. Llamé a la puerta, me dio permiso para entrar, me saludó y me pidió que me sentara en la silla que había delante del escritorio. Él estaba sentado al otro lado, en mangas de camisa. La toga colgaba por encima del respaldo y los brazos de la butaca; se había sentado con la toga puesta y luego se la había quitado sin levantarse. Parecía relajado, un hombre que tiene a sus espaldas el trabajo de un día entero y se siente satisfecho. Sin aquella expresión de desconcierto tras la que se parapetaba en las sesiones del juicio, tenía una amable, inteligente e inofensiva cara de funcionario. Enseguida empezó a charlar y a preguntarme por esto y aquello. Qué pensaban del proceso los estudiantes del grupo, cómo pensaba utilizar el profesor los apuntes que tomábamos, en qué curso estábamos, cuánto tiempo llevaba yo estudiando, por qué estudiaba Derecho y cuándo me licenciaría. Me recomendó que sobre todo no me licenciara demasiado tarde.

Respondí a todas las preguntas. Luego le escuché hablar de su época de estudiante y de cuando se licenció. Lo había hecho todo como es debido. Había asistido en el momento exacto y con provecho a todos los cursos y seminarios necesarios y finalmente se había licenciado. Le gustaba dedicarse al Derecho y concretamente a la tarea de juez, y si tuviera que volver a empezar, haría lo mismo y de la misma manera.

La ventana estaba abierta. En el aparcamiento se oían puertas de coches que se cerraban y motores que arrancaban. Escuché el ruido de los coches hasta que se mezcló con el fragor del tráfico. Luego unos niños se pusieron a jugar y a armar jaleo en el aparcamiento vacío. A veces se entendía claramente alguna palabra: un nombre, un insulto, una llamada.

El juez se levantó y me despidió. Me dijo que podía volver cuando quisiera si tenía más preguntas. Y también si necesitaba consejo respecto a mis estudios. Y me encargó que el grupo le hiciese llegar los resultados del trabajo.

Crucé el aparcamiento vacío. Le pedí a un niño mayor que los otros que me indicara el camino a la estación. Mis compañeros se habían marchado en coche nada más acabar la sesión, y yo tenía que tomar el tren. El tren iba cargado de gente que volvía del trabajo o de comprar; se detenía en todas las estaciones para que bajase y subiese gente. Yo estaba sentado junto a la ventana, rodeado de pasajeros siempre cambiantes, de conversaciones, de olores. Veía pasar casas, calles, coches, árboles, y a lo lejos montañas, castillos, canteras. Lo veía todo y no sentía nada. Ya no me molestaba que Hanna me hubiera abandonado, engañado y utilizado. Tampoco sentía la necesidad de hacer algo por ella. Sentía cómo la anestesia con que había asistido a los horrores del proceso se apoderaba ahora también de mis sentimientos y pensamientos de la semana anterior. Exageraría si dijera que me alegraba de que fuera así. Pero sí sentí que era algo bueno. Que aquello me permitiría volver a mi vida cotidiana y seguir viviendo en ella.

17

El tribunal dictó sentencia a finales de junio. A Hanna la condenaron a cadena perpetua. A las otras, a penas inferiores.

La sala estaba tan llena como al principio del juicio. Funcionarios de justicia, estudiantes de mi universidad y de la ciudad donde se celebraba el juicio, un grupo de estudiantes de bachillerato, periodistas alemanes y extranjeros y toda esa gente que siempre ronda por los juzgados. Hacían ruido. Cuando las acusadas fueron conducidas a la sala, al principio nadie les prestó atención. Pero luego todo el mundo enmudeció. Los primeros que se callaron fueron los de los asientos delanteros, los más cercanos a las acusadas. Los vi darse codazos y volverse hacia la fila de atrás. «Mirad, mirad», cuchicheaban, y la gente, a medida que se ponía a mirar, se callaba también, se daba codazos, se volvía hacia la fila de atrás y cuchicheaba: «Mirad, mirad.» Hasta que por fin se hizo el silencio en toda la sala.

No sé si Hanna era consciente del aspecto que tenía; quizá aquél era el aspecto que quería tener. Iba vestida con un traje de chaqueta negro y una blusa blanca, y el corte del traje y el lazo que llevaba la hacían parecer uniformada. Nunca he visto el uniforme de las mujeres que trabajaban para las SS. Pero tuve la impresión, como les sucedió a los demás, de tenerlos ante nuestros ojos: el uniforme y la mujer que, enfundada en él, se había puesto al servicio de las SS, que había hecho todo lo que Hanna estaba acusada de hacer.


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