2

Me casé mientras estaba haciendo las prácticas. Gertrud y yo nos habíamos conocido durante aquellas vacaciones en la nieve; cuando los demás volvieron a casa, ella se quedó un poco más, hasta que me dejaron salir del hospital y me pudo llevar de regreso a casa. También ella estudiaba Derecho; es más, hicimos la carrera juntos, nos licenciamos juntos y empezamos juntos las prácticas. Luego se quedó embarazada y nos casamos.

Nunca le conté nada de Hanna. Nadie quiere saber nada de las anteriores relaciones de su pareja a menos que la relación actual eclipse a las pasadas, y no era ése el caso. Gertrud era inteligente, leal y eficiente, y si nuestra vida hubiera consistido en tener una explotación agrícola con muchos trabajadores, muchos hijos, mucho trabajo y nada de tiempo para la pareja, habríamos envejecido juntos, y nos habríamos sentido plenos y felices. Pero nuestra vida consistía en un piso de tres habitaciones en un barrio periférico, nuestra hija Julia y nuestros trabajos de prácticas. Nunca conseguí dejar de comparar lo que sentía cuando estaba con Gertrud con lo que sentía junto a Hanna, y una y otra vez, cuando andábamos cogidos del brazo, me asaltaba la sensación de que algo fallaba, concretamente en ella: no tenía el tacto ni las vibraciones adecuadas, ni el olor ni el sabor adecuados. Pensaba que con el tiempo se me pasaría. Sinceramente, lo esperaba. Quería librarme de Hanna. Pero esa sensación de que algo fallaba no desaparecía.

Cuando Julia cumplió cinco años, nos separamos. Los dos habíamos llegado al límite de nuestras posibilidades, y nos dejamos sin amargura; desde entonces nos hemos seguido sintiendo unidos en mutua lealtad. Lo único que me dolía era que le estábamos negando a Julia el entorno hogareño que necesitaba a ojos vistas. Cuando Gertrud y yo nos sentíamos confiados y a gusto el uno con el otro, Julia flotaba en ese estado como pez en el agua. Estaba en su elemento. Cuando notaba tensiones entre nosotros, corría del uno al otro para decirnos con toda seriedad que papá era bueno o mamá era buena, respectivamente, y que ella nos quería. Pedía un hermanito, y sin duda le habría encantado tener varios. Tardó mucho tiempo en comprender lo que significaba el divorcio, y cuando yo iba de visita, quería que me quedase, y cuando ella me visitaba a mí, se empeñaba en que Gertrud la acompañara. Cuando me marchaba y la veía mirando por la ventana, y me metía en el coche bajo su mirada triste, se me rompía el corazón. Y tenía la sensación de que lo que le estábamos negando no era un capricho suyo, sino algo a lo que tenía pleno derecho. Al divorciarnos pisoteamos ese derecho suyo, y el hecho de que lo hiciéramos de común acuerdo no menguaba la culpa.

Intenté buscar y enfocar mejor mis relaciones posteriores. Acabé reconociendo que, para poder sentirme a gusto al lado de una mujer, necesitaba que tuviera un tacto y unas vibraciones un poco como los de Hanna, que su olor y su sabor se parecieran a los de Hanna. Y empecé a hablarles de ella a otras mujeres. Y no sólo de ella; también les contaba sobre mí mismo más de lo que le había contado a Gertrud. Todo para que pudieran comprende de algún modo lo que hubiera de extraño en mi comportamiento o en mi humor. Pero no tenían demasiadas ganas de escuchar. Me acuerdo de Helen, la americana profesora de literatura, que, cuando le contaba ese tipo de cosas, me acariciaba la espalda como para consolarme, sin decir palabra, y seguía muda y acariciándome la espalda cuando yo paraba de hablar. Gesina, la psicoanalista, me decía que tenía que analizar mi relación con mi madre. ¿No me había dado cuenta de que mi madre apenas aparecía en mi historia? Hilke, la dentista, me preguntaba constantemente por mi vida antes de que nos conociéramos, pero cuando le contaba algo, lo olvidaba de inmediato. Así que acabé dejando de hablar. Lo que cuenta no son las palabras, sino los hechos; así que, bien mirado, ¿para qué hablar?

3

Cuando estaba trabajando en la tesina, murió el catedrático que había organizado el seminario de Auschwitz. Gertrud encontró la esquela casualmente en el diario. El entierro era en el cementerio de Bergfriedhof. Me preguntó si quería ir.

No quería. El entierro era un jueves por la tarde, y yo tenía dos exámenes el jueves y el viernes por la mañana. Además, aquel profesor y yo nunca nos habíamos entendido muy bien. Y no me gustaban los entierros. Y no quería acordarme del juicio.

Pero ya era demasiado tarde. El recuerdo ya había vuelto, y el jueves, cuando salí del examen, me pareció que tenía una cita con el pasado a la que no podía faltar.

Cogí el tranvía, cosa que normalmente nunca hacía. Eso ya fue un reencuentro con el pasado, como regresar a un lugar que nos es familiar pero ha cambiado de aspecto. Cuando Hanna trabajaba en la compañía de transportes, había tranvías con dos o tres vagones, plataforma en la entrada y la salida, estribos a los que los pasajeros se encaramaban de un salto cuando el tranvía ya estaba en marcha, y un cordón a lo largo de todo el convoy, con el que el revisor hacía sonar la señal de partida. En verano, los tranvías circulaban con las plataformas abiertas. El revisor expedía, marcaba y controlaba los billetes, anunciaba las paradas, señalizaba la partida, vigilaba a los niños que se amontonaban en las plataformas, reñía a los viajeros que subían o bajaban en marcha, e impedía la entrada cuando el coche estaba lleno. Había revisores graciosos, ocurrentes, serios, aburridos y groseros, y muchas veces el ambiente en el vagón estaba en consonancia con el temperamento o el humor pasajero del revisor. Lástima que, después del desafortunado episodio de la sorpresa frustrada, nunca más me atreviera a espiar a Hanna para ver cómo le sentaba el papel de revisora.

Subí al tranvía, por supuesto sin revisor, y me dirigí al cementerio. Era un día frío de otoño, con el cielo despejado y algo neblinoso y un sol amarillo que ya no calentaba y al que se podía mirar de frente sin que dolieran los ojos. Tuve que buscar un rato hasta encontrar el lugar de la ceremonia. Pasé entre árboles altos y pelados, entre viejas lápidas. De vez en cuando veía a algún empleado del cementerio trabajando en los jardines o a alguna vieja con una regadera y unas tijeras de podar. Había mucho silencio, y oí de lejos el himno litúrgico que estaban cantando al pie de la tumba del catedrático.

Me quedé un poco apartado, observando a la escasa concurrencia. Había unos cuantos individuos que parecían a todas luces gente de pocos amigos o algo excéntrica. De los discursos que pronunciaron sobre la vida y la obra del catedrático parecía desprenderse que aquel hombre se había sacudido el yugo de las ataduras sociales y había perdido el contacto con ellas, para volverse autosuficiente y acabar convirtiéndose en un solitario.

Reconocí a un antiguo compañero del seminario de Auschwitz; se había licenciado antes que yo y luego había empezado a trabajar de abogado, hasta que se cansó y abrió un bar; llevaba un abrigo largo de color rojo. Se dirigió a mí cuando todo había acabado y yo me volvía ya hacia la puerta del cementerio.

– Tú y yo éramos compañeros de clase, ¿no te acuerdas?

– Sí.

Nos dimos la mano.

– Yo siempre iba al juicio los miércoles, y a veces te llevaba en coche -dijo, soltando una carcajada-. Tú, en cambio, ibas todos los días, todos los días y todas las semanas. Siempre me he preguntado el motivo. ¿Por qué no me lo cuentas ahora?

Me miró con benevolencia y expectación, y recordé que aquella mirada ya me había llamado la atención en clase.

– El juicio me interesaba especialmente.

– O sea que el juicio te interesaba especialmente. -Volvió a reír-. ¿Seguro que lo que le interesaba era el juicio? ¿No sería más bien una de las acusadas? ¿Aquella que estaba de bastante buen ver? No le quitabas la vista de encima. Todos nos preguntábamos qué os traíais entre manos tú y ella, pero nadie se atrevía a decírtelo a ti. En aquella época éramos todos terriblemente comprensivos y considerados. ¿Te acuerdas de…?


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