A veces me daba la sensación de que nosotros, su familia, éramos para él como animales domésticos. El perro que se saca a pasear, el gato con el que se juega, y también el gato que se acurruca en el regazo y ronronea y se deja acariciar, pueden despertar afecto, en cierto modo pueden hacerse hasta necesarios, y sin embargo puede ser un engorro comprarles la comida, limpiar lo que ensucian y llevarlos al veterinario. Puede ser que la vida verdadera esté en otro sitio, muy lejos de ahí. Me habría gustado que su vida fuéramos nosotros, su familia. A veces también me habría gustado que mi hermano no fuera tan refunfuñón ni mi hermana pequeña tan descarada. Pero, llegada la noche, de repente me daba cuenta de que los quería muchísimo a todos. Mi hermana pequeña. Seguramente no era fácil ser la más pequeña de cuatro hermanos, y para afirmarse como persona necesitaba un cierto grado de descaro. Mi hermano mayor. Compartíamos habitación, lo cual sin duda se le hacía más pesado a él que a mí, y además, desde que me había puesto enfermo, yo dormía solo en la habitación, mientras él tenía que conformarse con el sofá del comedor. ¿Cómo no iba a refunfuñar? Mi padre. ¿Dónde estaba escrito que sus hijos tenían que ser lo más importante de su vida? Además, íbamos creciendo, y cualquier día tendríamos edad de irnos de casa.

Tuve la impresión de que era la última vez que nos sentábamos todos juntos a la gran mesa redonda, bajo la gran lámpara de latón de cinco brazos y cinco bombillas, que era la última vez que comíamos en los viejos platos decorados con zarcillos verdes en el borde, que era la última vez que hablábamos con tanta familiaridad. Me pareció estar viviendo una despedida. Todavía estaba allí, pero ya me había ido. Añoraba a mi madre, a mi padre y a mis hermanos, y al mismo tiempo anhelaba a una mujer.

Mi padre me miró.

– Dices que quieres volver mañana mismo al instituto, ¿verdad?

– Sí.

Vi que se había dado cuenta de que me había dirigido a él y no a mi madre, y también de que yo no estaba dispuesto a reconsiderar mi decisión.

Asintió con la cabeza.

– Pues si quieres, adelante. Y si ves que no puedes, te quedas en casa otra vez.

Me sentí feliz. Y al mismo tiempo tuve la sensación de que en ese momento la despedida ya se había producido.

8

En los días siguientes, la mujer tuvo turno de mañana. Llegaba a casa a las doce, y yo me saltaba cada día la última hora de clase para esperarla en su rellano. Nos duchábamos y hacíamos el amor, y poco antes de la una y media yo me vestía rápidamente y echaba a correr. En casa se comía a la una y media. Los domingos se comía a las doce, pero ella también empezaba y acababa el turno más temprano.

Yo muchas veces habría preferido que no nos ducháramos. Pero ella era de una limpieza exasperante; se duchaba cada día al levantarse, y a mí me gustaba el olor que traía del trabajo: a perfume, a sudor fresco y a tranvía. Pero también me gustaba su cuerpo mojado y enjabonado; me gustaba que me enjabonase y enjabonarla a ella, y ella me enseñaba a hacerlo sin vergüenza, con naturalidad, con posesiva minuciosidad. También cuando hacíamos el amor ella tomaba posesión de mí con toda naturalidad. Su boca buscaba la mía, su lengua jugaba con la mía, me decía dónde y cómo quería que la tocase, y cuando me cabalgaba hasta el orgasmo, yo sólo estaba allí para darle placer, no para compartirlo. No es que no fuera tierna y no me diera placer a mí también. Pero lo hacía por pura diversión, para jugar. Hasta que aprendí yo también a tomar posesión de ella.

Eso fue más tarde. Y nunca llegué a aprenderlo del todo. De hecho, durante mucho tiempo no lo necesité. Era joven y no tardaba en tener un orgasmo, y luego, cuando lentamente volvía a la vida, me gustaba que ella me poseyera. La miraba cuando la tenía encima, veía su vientre, en el que se dibujaba un profundo surco sobre el ombligo, sus pechos, el derecho ligeramente más grande que el izquierdo, su cara, con la boca abierta. Apoyaba las manos en mi pecho y en el último momento las levantaba bruscamente, se agarraba la cabeza y emitía un grito sordo, gimoteante, gorgoteante, que la primera vez me asustó y que luego empecé a esperar ansiosamente.

Después quedábamos agotados. Muchas veces se dormía encima de mí. Se oía la sierra en el patio y los gritos de los obreros que la manejaban, más ruidosos aún que ella. Cada vez que la sierra enmudecía, llegaba débilmente a la cocina el rumor del tráfico de la Bahnholstrassc. Cuando oía gritos de niños jugando, sabía que era la hora de la salida del colegio, es decir, que ya habían dado la una. El vecino que llegaba a su casa para comer echaba alpiste en el balcón, y se oía a las palomas aterrizar en él y arrullar.

– ¿Cómo te llamas? -le pregunté el sexto o séptimo día. Se había dormido encima de mí y acababa de despertarse. Hasta entonces, yo había evitado tener que llamarla por su nombre, y también llamarla de tú o de usted.

– ¿Para qué quieres saberlo? -replicó, mirándome con desconfianza.

– Tú y yo… Sé tu apellido, pero tu nombre no. Quiero saber cómo te llamas. ¿Qué tiene de…?

Se rió.

– Nada, chiquillo, no tiene nada de malo. Me llamo Hanna.

Siguió riéndose sin parar, hasta contagiarme.

– Has puesto una cara tan rara…

– Es que estaba medio dormida. ¿Y tú cómo te llamas?

Yo pensaba que ella ya lo sabía. Por entonces estaba de moda no usar macuto y llevar los libros debajo del brazo, y cuando los dejaba encima de la mesa de la cocina, se veía claramente mi nombre en las libretas y libros, forrados con papel de embalar sobre el que yo pegaba una etiqueta con el título del libro y mi nombre. Pero ella no se había fijado.

– Me llamo Michael Berg.

– Michael, Michael, Michael -dijo, buscando los matices del nombre-. Mi niño se llama Michael, va a la universidad…

– Al instituto.

– … va al instituto, y de mayor quiere ser un gran… -vaciló.

– No sé lo que quiero ser de mayor.

– Pero eres buen estudiante.

– Bueno, yo no diría tanto…

Le dije que para mí ella era más importante que los estudios y el colegio. Que me gustaría estar más tiempo con ella.

– De todos modos, voy a perder el año.

– ¿Vas a perder un año? ¿Qué año?

Se incorporó. Era la primera vez que teníamos una conversación en serio.

– Sexto de bachillerato. Con lo de la enfermedad he perdido varios meses. Para sacar el curso, tendría que estudiar tanto que me volvería imbécil. Ahora mismo, por ejemplo, tendría que estar en el colegio.

Le conté lo de mis novillos.

– Fuera -dijo retirando el edredón-. Fuera de mi cama. Y no vuelvas hasta que te pongas a estudiar. ¿Dices que ir al colegio es para imbéciles? ¿Para imbéciles? ¡Pero qué sabrás tú! ¿Tú sabes lo que es pasarse el día vendiendo billetes de tranvía?

Se puso de pie, desnuda en medio de la cocina, y empezó a hacer de revisora. Abrió con la mano izquierda la carterita en la que llevaba los talonarios de billetes, arrancó dos billetes con el dedo pulgar de la misma mano -enfundado en un dedal de goma-, balanceó la mano derecha para agarrar la perforadora que le colgaba de la muñeca y la pulsó dos veces.

– Dos a Rohrbach.

Soltó la perforadora, extendió la mano, cogió unas monedas, abrió el monedero que llevaba colgado sobre el vientre, metió las monedas dentro, cerró el monedero y devolvió el cambio sacándolo del distribuidor de monedas fijado al monedero.

– Billetes, por favor…

Me miró.

– ¿Para imbéciles? No tienes ni idea.

Yo estaba sentado al borde de la cama. Me sentía aturdido.

– Vale, lo siento. Me pondré a estudiar. No sé si en seis semanas voy a poder sacar el curso. Voy a intentarlo. Pero si no me dejas verte más, no podré. Te…

Iba a decir «Te quiero». Pero cambié de idea. Quizá ella tuviera razón, seguro que tenía razón. Pero no tenía derecho a exigirme que estudiara más y a amenazarme con dejar de vernos.


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