Y el motivo de que nos faltara tiempo es que había empezado a leerle en voz alta. El día siguiente a nuestra conversación, Hanna me preguntó qué cosas aprendía en el colegio. Le hablé de los poemas de Homero, de los discursos de Cicerón y de la historia de Hemingway en la que un viejo lucha contra un pez y contra el mar. Ella quería saber cómo sonaban el latín y el griego, y le leí fragmentos de la Odisea y de las Catilinarias.

– ¿Y no aprendes también alemán?

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Sólo aprendes lenguas extranjeras, o también os enseñan algo en la lengua del país?

– Sí, nos hacen leer cosas.

Mientras estaba enfermo, mis compañeros habían leído Emilia Galotti e Intriga y amor, de Schiller, y teníamos que entregar un trabajo sobre esos libros. Así que tenía que leérmelos, pero siempre iba dejándolo para más adelante. Cuando por fin tenía tiempo para leer, ya se había hecho tarde y estaba cansado, de modo que al día siguiente no me acordaba de lo que había leído y tenía que volver a empezar.

– ¡Léemelo!

– Léelo tú misma, te lo traeré.

– Tienes una voz muy bonita, chiquillo. Me apetece más escucharte que leer yo sola.

– Uf…, no sé.

Pero al día siguiente, cuando fui a besarla, retiró la cara.

– Primero tienes que leerme algo.

Lo decía en serio. Tuve que leerle Emilia Galotti media hora entera antes de que ella me metiese en la ducha y luego en la cama. Ahora ya me había acostumbrado a las duchas y me gustaban. Pero con tanta lectura se me habían pasado las ganas. Para leer una obra de teatro de manera que los diferentes personajes sean reconocibles y tengan un poco de vida, hace falta un cierto grado de concentración. En la ducha me volvían las ganas. Lectura, ducha, amor y luego holgazanear un poco en la cama: ése era entonces el ritual de nuestros encuentros.

Hanna escuchaba con mucha atención. Su risa, sus bufidos despreciativos y sus exclamaciones indignadas o entusiastas no dejaban duda de que seguía la trama con interés y que consideraba unas niñatas tontas tanto a Emilia como a Luise. La impaciencia con que a veces me pedía que siguiera leyendo surgía de su esperanza de que dejasen de hacer bobadas.

– ¡Cómo se puede ser tan tonta!

A veces incluso yo me animaba y me apetecía continuar leyendo. Cuando los días empezaron a hacerse más largos, pasaba más rato con la lectura, para seguir en la cama con ella mientras se ponía el sol. Cuando ella se dormía sobre mí y callaba la sierra del patio, cantaban los mirlos y los colores de los objetos de la cocina dejaban paso a tonalidades de gris más o menos oscuro, me sentía completamente feliz.

10

El primer día de las vacaciones de Pascua me levanté a las cuatro. Hanna tenía turno de día. A las cuatro y cuarto cogía la bicicleta y se iba a las cocheras del tranvía, y a las cuatro y media salía con el primer tranvía hacia Schwetzingen. Me había contado que en el viaje de ida el tranvía solía ir vacío. No se llenaba hasta el viaje de vuelta.

Me subí en la segunda parada. El segundo vagón iba vacío, y en el primero estaba Hanna al lado del conductor. Dudé si sentarme en el vagón delantero o en el trasero, y me decidí por este último. Prometía más intimidad, un abrazo, un beso. Pero Hanna no vino. Por fuerza tuvo que verme esperando en la parada y subiendo al tranvía. Al fin y al cabo, el conductor había parado para que yo subiera. Pero ella se quedó de pie junto a él, hablando y bromeando. Lo veía perfectamente.

El tranvía pasaba sin detenerse por todas las paradas, una tras otra. No había nadie esperando. Las calles estaban vacías. Todavía no había salido el sol, y bajo el cielo blanco todo estaba cubierto de una luz pálida: las casas, los coches aparcados, los árboles cargados de hojas verdes y los arbustos florecientes, el depósito del gas y, a lo lejos, las montañas. El tranvía avanzaba despacio, seguramente porque el horario estaba hecho teniendo en cuenta los tiempos de parada, y el conductor tenía que reducir la velocidad para no llegar a destino antes de hora. Me sentí encerrado en aquel lento tranvía en marcha. Al principio me quedé sentado, pero luego me puse de pie e intenté fijar la vista en Hanna, para que se diera cuenta de que la estaba mirando por detrás. Al cabo de un rato se dio la vuelta y me miró como sin querer. Y siguió hablando con el conductor. El viaje continuó. Pasado Eppelheim, los raíles no discurrían ya por en medio de la calzada, sino por un terraplén paralelo a la carretera. El tranvía cogió más velocidad, y ahora avanzaba con el traqueteo propio de un tren. Yo sabía que el recorrido pasaba por varios pueblos hasta acabar en Schwetzingen. Pero me sentía excluido, expulsado del mundo normal en el que la gente vivía, trabajaba y amaba. Como si estuviera condenado a un viaje sin rumbo ni final a bordo de un tranvía vacío.

Luego vi una parada con marquesina, en pleno campo. Tiré del cable con el que los revisores indican al conductor que debe parar o que ya puede reemprender la marcha. El tranvía se detuvo. Ni Hanna ni el conductor me miraron al sonar el timbre. Cuando bajé, me pareció que me miraban burlándose. Pero no estaba seguro. Luego el tranvía siguió su camino, y yo lo seguí con la vista hasta que desapareció, primero en una hondonada y luego detrás de una colina. Me encontraba entre la vía y la carretera, rodeado de huertos y frutales; más allá había un vivero con invernaderos. El aire era fresco y estaba lleno de trinos de pájaros. El cielo blanco se teñía de rosa por encima de las montañas.

El viaje en tranvía había sido como una pesadilla. Y si no recordara con tanta claridad lo que pasó después, cedería a la tentación de creer que de verdad fue una pesadilla. Encontrarme de repente en la parada, oír los pájaros y ver salir el sol fue como despertar. Pero el final de una pesadilla no siempre significa un alivio. Puede ser que al despertar se dé uno cuenta de lo terrible que era lo que estaba soñando, quizá incluso de la terrible verdad que le ha revelado el sueño. Me puse en camino en dirección a casa, llorando a lágrima viva, y no pude parar de llorar hasta llegar a Eppelheim.

Volví a casa a pie. Intenté hacer autoestop, sin éxito. Cuando ya había recorrido la mitad del camino, pasó el tranvía. Iba lleno y no vi a Hanna.

A las doce estaba esperándola en su rellano, con el ánimo triste, atemorizado y furioso.

– ¿Otra vez haciendo novillos?

– Estoy de vacaciones. Oye, ¿qué ha pasado esta mañana?

Ella abrió la puerta y la seguí hasta la cocina.

– ¿Cómo que qué ha pasado esta mañana?

– ¿Por qué has hecho como si no me conocieras? Sólo quería…

– ¿O sea que yo he hecho como si no te conociera?

Se dio la vuelta y me miró fríamente a la cara.

– Has sido tú el que se ha hecho el despistado. Cómo se te ocurre subir al segundo vagón, si has visto claramente que yo estaba en el primero…

– ¿Y por qué crees que el primer día de vacaciones se me ocurre coger el tranvía de Schwetzingen a las cuatro y media de la mañana? Si no te das cuenta de que era para darte una sorpresa, es que estás ciega. Pensaba que te haría gracia. He subido al segundo vagón porque…

– Pobrecito. Levantarse a las cuatro y media, y encima en vacaciones.

Nunca la había visto tan irónica. Meneó la cabeza.

– Y yo qué sé por qué querías ir a Schwetzingen. Yo qué sé por qué haces como si no me conocieras. Es problema tuyo, no mío. ¿Y ahora puedes irte, si eres tan amable?

No puedo describir lo furioso que me sentí.

– Esto no es justo, Hanna. Sabías muy bien, tenías que saber, que sólo he cogido el tranvía por ti. ¿Cómo puedes creer que he hecho como si no te conociera? Si no hubiera querido verte, no habría cogido el tranvía.

– Mira, déjame en paz. Ya te he dicho que lo que hagas es problema tuyo, no mío.

Se había colocado de manera que la mesa de la cocina quedara entre los dos, y su mirada, su voz y sus gestos me trataban como a un intruso, me estaban echando de allí.


Перейти на страницу:
Изменить размер шрифта: