– ¿Qué tal el día de Acción de Gracias? -preguntó con entusiasmo.

La mayoría de los jóvenes habían pasado la festividad allí, en los dormitorios del centro para menores.

– El pavo estaba seco -se quejó Mike desde la última fila.

En realidad, la última fila no existía, pero Mike se las apañaba para crearla cada mañana. La silla del extremo de la primera fila estaba vacía.

Brooke escrutó los rostros de los alumnos.

– ¿Dónde está Thad?

Aparentemente inmutable, Jeff hundió los hombros, aunque su mirada siempre revelaba una tensión y una frialdad que ponía nerviosa a Brooke.

– El mariconazo robó de la nevera el trozo de pastel que quedaba -respondió el joven.

Brooke adoptó una expresión de malestar y replicó con tono tajante:

– Jeff, ya sabes que ese lenguaje no está permitido. ¿Dónde está Thad? -repitió más tranquila.

La sonrisa de Jeff provocó en Brooke un escalofrío que le recorrió la columna vertebral. Las sonrisas de Jeff eran maliciosas… tanto como él.

– Le dolía el estómago -respondió Jeff afablemente-. Está en la enfermería.

Thaddeus Lewin era un muchacho tranquilo que casi nunca hablaba. Brooke no sabía quién lo había tildado de «mariconazo». Tuvo la certeza de que no quería saber por qué lo llamaban así. Cogió su ejemplar de El señor de las moscas y suspiró.

– Os pedí que leyerais el capítulo dos. ¿Qué os ha parecido?

La semana anterior la comparación entre El señor de las moscas y el programa de televisión Supervivientes había despertado un mínimo interés. En ese momento los rostros de los chicos no denotaban la menor expresión. Nadie había hecho la lectura completa. Para sorpresa de Brooke, alguien levantó la mano.

– Manny, te escucho.

Manny Rodríguez nunca tomaba la palabra voluntariamente. El muchacho se acomodó en el asiento y respondió con tono suave:

– El fuego se apagó.

Jeff enarcó las cejas y preguntó:

– ¿Hay fuego en el libro?

Manny asintió y explicó:

– Los niños encallan en una isla y encienden una hoguera de señales para que los rescaten, pero el fuego se desmanda. -Se le iluminaron los ojos-. Se quema la ladera de una montaña y uno de los niños la palma. Después incendian la isla.

Manny habló casi con respeto y reverencia, por lo que a Brooke se le puso la piel de gallina.

– El fuego de señales es el símbolo de…

– ¿Cómo lo encendieron? -la interrumpió Jeff y no le hizo el menor caso.

– Usaron como lupa las gafas del gordo -replicó Manny-. Al final el gordo tiene lo que se merece. -Sonrió-. Le abren la cabeza con una piedra y hay sesos por todas partes. -Miró a Brooke con actitud maliciosa-. Profesora, leí más de lo que pidió.

– Una vez usé una lupa para cargarme un bicho -comentó Mike-. Suponía que no daba resultado, pero sirve.

Jeff esbozó una sonrisa cruel.

– Dicen que meter un hámster en el microondas es una leyenda urbana, pero se equivocan. Con gatos es todavía más divertido, aunque hace falta un microondas enorme.

– Ya está bien -espetó Brooke-. Manny, Jeff y Mike, se acabó.

Jeff se repantigó y sonrió ufano mientras volvía a clavar la mirada en los ojos de la profesora. Lo hizo lentamente con la intención de que Brooke lo notase.

– A la profesora le gustan las… los gatos -murmuró con tono apenas audible como para que ella se enterase.

Brooke llegó a la conclusión de que lo mejor era no hacerle caso.

Manny se encogió de hombros e insistió:

– Ha sido usted quien ha preguntado. El fuego se había apagado.

– El fuego no es más que un símbolo -explicó Brooke con firmeza-. Es el símbolo del sentido común y la moral. -Miró a sus alumnos con el ceño fruncido-. Ni se os ocurra acercaros al microondas. Hablemos del simbolismo del fuego de señales. El miércoles hay examen.

Todos los ojos se concentraron en sus pechos y Brooke supo que, a partir de ese momento, hablaría sola. Hacía tres meses que había llegado al Centro de la Esperanza, con el diploma recién expedido, entusiasta e impaciente por dar clases. Ahora simplemente rezaba con tal de pasar de un día al siguiente… y, de alguna manera, llegar a comunicar con alguno de los chicos. «Por favor, aunque solo sea con uno».

Capítulo 3

Lunes, 27 de noviembre, 9:15 horas

Reed Solliday respiró hondo y exhaló lentamente. Durante una fracción de segundo la mujer se mostró contrariada y azorada. Les ocurrió lo mismo, ya que Reed tampoco estaba entusiasmado con su nueva «compañera». Marc Spinnelli insistió en que Mia Mitchell formaba parte de los mejores efectivos, pero Reed la había visto con la mirada clavada en la puerta de la comisaría como un ciervo cegado por los faros de un coche. Había permanecido un minuto tras ella antes de que reparase en su presencia.

Esa actitud no era de las más recomendables en cuanto a sus aptitudes. Además, con la vieja chaqueta de cuero, el sombrero desgastado y las botas cubiertas de arañazos parecía… bueno, mejor dicho, no parecía la policía que le gustaría que le cubriese las espaldas. A pesar de todo, Reed extendió la mano y dijo:

– Detective Mitchell.

El apretón fue firme.

– Teniente Solliday. -Con expresión serena y la columna rígida, Mia se dirigió a su jefe-: Marc, ¿qué pasa? Abe volverá.

– Por supuesto, Mia. La OFI ha descubierto un homicidio en el escenario de un incendio provocado. Abe seguirá de baja varias semanas. Piensa que estás cedida a la OFI. Siéntate y Reed te explicará la situación.

Tomaron asiento y Mitchell le dedicó toda su atención a Reed. La mirada de la mujer se volvió despejada y atenta. Tenía los ojos azules, como la vajilla de porcelana que Christine ponía los días de fiesta. El sombrero que ya no llevaba había mantenido seco su pelo corto y rubio, salvo las puntas, que se rizaban alrededor de su rostro. Se había quitado la chaqueta desgastada y afortunadamente se había puesto una americana negra que le daba aspecto profesional. Por desgracia, la camisa fina y ceñida que llevaba no contribuía a disimular sus curvas. Pese a ser una mujer menuda, la detective Mia Mitchell tenía muchísimas curvas.

Aunque contemplar curvas armónicas le gustaba tanto como a cualquiera, Reed no necesitaba una mujer atractiva ni una distracción, sino una compañera. No percibió en ella coqueteo ni blandura, por lo que no pudo culparla de sus curvas.

– El sábado por la noche se produjo un incendio en Oak Park -comenzó a explicar Solliday-. En la cocina encontramos un cadáver de mujer. Esta mañana el forense me ha telefoneado e informado de que las radiografías demuestran que en el cráneo tenía un orificio de bala.

– ¿Y monóxido de carbono en los pulmones? -inquirió Mitchell.

– Barrington tiene que comprobarlo. Me ha hecho saber lo del orificio de bala porque modifica el carácter de la investigación.

– Y las competencias -murmuró la detective-. ¿Ha visto el cadáver?

– Acudiré al depósito en cuanto terminemos.

– ¿Ha identificado a la víctima?

– De forma provisional. La casa es propiedad de Joe y Donna Dougherty. Se han ido fuera a pasar Acción de Gracias y contrataron a Caitlin Burnette para que vigilase la casa. El cadáver presenta la configuración física y la edad adecuadas y el coche que encontramos en el garaje está a nombre de Roger Burnette, de modo que, de momento, suponemos que corresponde a Caitlin. El forense tendrá que confirmar la identificación basándose en su historial dental o en el ADN.

Aunque el movimiento fue casi imperceptible, Mia retrocedió al oír esas palabras.

Spinnelli le entregó una hoja y comentó:

– Hemos hecho una copia de su permiso de conducir, que hemos cogido de los archivos de Tráfico.

Mitchell ojeó la página.

– Solo tenía diecinueve años -musitó en tono grave y ronco. Alzó la mirada, que se había vuelto sombría-. ¿Ha informado a los padres?


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