Ahora su expediente estaba oficialmente cerrado. Tras trabajar veinticinco años en Servicios Sociales, Penny Hill había decidido dejarlo. Muchas familias se habían cruzado en su camino. Había tenido muchos éxitos, otros tantos pesares y un momento de vergüenza. Claro que había llovido mucho desde entonces y no podía hacer nada para cambiar las cosas.

Era libre. Tironeó del maletín y a duras penas se mantuvo en pie. Pesaba más que nunca. Penny había vaciado el escritorio y llenado el maletín. Había bebido demasiado ponche, por lo que esa noche no estaba en condiciones de acarrearlo. «Ya lo entraré mañana». En ese momento solo necesitaba un buen antiácido y la cama. Agotada, abrió la puerta de su casa.

Fue violentamente arrastrada hacia el interior. Se golpeó la cabeza con la pilastra de la escalera al tiempo que la puerta se cerraba; unas manos fuertes la pusieron de pie. Chocó con un cuerpo musculoso. Intentó gritar, pero una mano fría y enguantada le tapó la boca y notó el filo de una navaja en el cuello. Dejó de forcejear y albergó un hálito de esperanza cuando el perro de su hija entró dando saltos. «Por favor, Milo, te ruego que, para variar, no seas cariñoso».

El perro se dedicó a menear la cola y el individuo que Penny tenía detrás se relajó y la obligó a dirigirse a la cocina.

– Abre la puerta y deja salir al perro -ordenó. Penny Hill obedeció. Contento, Milo se dedicó a saltar por el patio sin cercar-. Ahora cierra la puerta tal como estaba antes. -El individuo dejó de taparle la boca, la obligó a arrodillarse y la tumbó boca abajo. Penny protestó cuando la cogió del pelo y le apoyó firmemente la cabeza en el linóleo-. Si gritas, te cortaré la lengua.

Pese a la advertencia, Penny se llenó de aire los pulmones para chillar. El individuo rio ligeramente y, con la rodilla apoyada en la nuca de Penny, volvió a apretarle la cara contra el suelo. Le metió algo en la boca: un trapo. Penny intentó escupirlo y estuvo a punto de atragantarse. «No vomites. Si vomitas morirás. Pase lo que pase, morirás. ¡Santo cielo, voy a morir!».

Un gemido de terror escapó de los labios de Penny y el individuo rio.

El individuo guardó en la mochila la bolsa de plástico con cremallera en la que había metido el condón usado. Con Caitlin había tenido suerte, pero esta vez no podía fiarse de la fortuna. Si por casualidad no conseguía incinerar totalmente a Penny Hill, al menos se cercioraría de no dejar ADN. La mujer estaba tumbada en el suelo, en posición fetal, y sufría. Todavía no sufría lo suficiente, pero ya llegaría. El individuo haría unas pocas cosas más y se pondría en camino.

Había encontrado el maletín de Penny en el asiento trasero del coche, que estaba en la calzada de acceso con el motor encendido. El maletín había sido un descubrimiento inesperado, ya que no sabía qué información encontraría en su interior.

Se dijo que una cosa por vez. Untó el torso de la mujer con el mismo nitrato en gel con el que había llenado el huevo de plástico, extendió la mecha hasta salir de la habitación y la situó junto a la que conducía al huevo. Esta vez iba preparado. Lo ocurrido con Caitlin Burnette había sido imprevisto y no había pensado con frialdad, por lo que la roció con gasolina en lugar de utilizar el gel del segundo huevo. La gasolina ardía demasiado rápido y quería que la señorita Hill se quemara hasta la médula. En el caso de que no sucediera, prefería que no sobreviviese para contarlo.

Se acercó nuevamente a la mochila y sacó las dos bolsas de basura que había llevado. Se puso una de las bolsas como chaleco y sacó los brazos por los lados. Cogió la llave inglesa y quitó la válvula de la tubería de gas situada detrás del horno. En cuestión de minutos la mitad superior de la estancia se llenaría de gas.

Estaba acuclillado junto a Penny Hill con la navaja en la mano cuando se dio cuenta de que se había olvidado de lo más importante. Corrió rápidamente al otro extremo de la casa, hizo una pelota con varias hojas de papel de periódico y lo introdujo en la papelera. Sacó del bolsillo un cigarrillo sin filtro, lo encendió con gran esmero y lo colocó de pie, de tal modo que la punta encendida quedase encima del papel. En pocos minutos el cigarrillo se quemaría hasta el final.

Regresó junto a la señorita Hill. Corrió a la cocina y la agarró del brazo. La mujer abrió lentamente los ojos.

– Por Shane -afirmó el individuo-. Seguro que te acuerdas de Shane. Lo colocaste con su hermano en un hogar de acogida dejado de la mano de Dios y situado en medio de la jodida nada. -Penny Hill parpadeó sorprendida al recordar-. Durante un año y medio ni se te ocurrió visitarlos. En esa casa lo sodomizaron. Supongo que ahora entiendes por qué te he hecho lo que te he hecho. -Con gran rapidez, le rebanó el brazo por encima del codo y la sangre húmeda y caliente salpicó la bolsa de plástico con la que se cubría-. Morirás, pero antes arderás. -Se aproximó hasta que quedaron cara a cara-. Zorra, cuenta hasta diez y vete al infierno.

Se quitó la bolsa de plástico, la dobló y la metió en la bolsa sin usar; guardó las herramientas en la mochila, se la colgó del hombro y encendió las mechas desde la seguridad relativa del lavadero. «Diez… nueve…» Corrió a la puerta de entrada y la cerró con decisión… «ocho…». Montó en el coche de Penny Hill y salió disparado sin dejar de contar.

«Tres, dos… y…»

En el momento previsto la explosión sacudió el aire y los cristales salieron disparados de las ventanas de la casa de Hill. En esta ocasión había calculado con más precisión la longitud de las mechas. Había llegado al extremo de la calle cuando el primer vecino salió de su casa. Condujo con cuidado para no despertar sospechas. Siguió su camino y se detuvo bastante lejos en la calle desierta en la que había dejado el coche robado horas antes. Tapó el vehículo de Hill con las ramas de los árboles de hoja perenne. No lo encontrarían.

Cambió de coche y se cercioró de que había cogido la mochila. Se sentó tras el volante, se quitó el pasamontañas y arrancó. En ese momento, Penny Hill tenía que experimentar un dolor atroz. El individuo se dijo que más tarde saborearía esa satisfacción.

Martes, 28 de noviembre, 00:35 horas

– Tenías razón. Ha vuelto a actuar.

Reed se volvió. Mia Mitchell se encontraba tras él, con la mirada fija en el infierno que había sido la casa de Penny Hill. La detective no había tardado en llegar.

– Eso parece.

– ¿Qué ha pasado?

– Aproximadamente cinco minutos después de medianoche los vecinos oyeron la explosión inicial y avisaron. Las dotaciones ciento cincuenta y seis y ciento setenta y dos respondieron, respectivamente, a las cero y nueve y a las cero y quince. Se presentaron y el jefe no tardó en ver las semejanzas con el incendio del sábado. Larry Fletcher me avisó a las cero y quince. -Solliday llamó inmediatamente a Mitchell y se preparó para una irritada recepción en plena noche, pero la detective se había mostrado despierta y profesional. Reed paseó la mirada por la gente y bajó la voz para que solo ella lo oyese-. Los vecinos creen que la dueña de la casa, Penny Hill, estaba dentro. Dos hombres han entrado a buscarla.

El horror, la compasión, la pena y la resignación trastocaron la mirada de Mia.

– ¡Ay, mierda!

– Lo sé. La pareja de efectivos ha registrado el lado derecho de la casa, pero la mujer no estaba.

– ¿Han mirado en la cocina?

– Todavía no es posible acercarse. Han cortado el suministro de gas y acordonado la casa. Están trabajando. En la sala se ha producido un incendio de menores dimensiones.

– ¿En la papelera? -quiso saber Mia y Reed enarcó una ceja.

– Exactamente.

– He repasado los hechos. La papelera fue el elemento peculiar en casa de los Dougherty.

– Estamos de acuerdo. El catalizador sólido era complejo, la gasolina fue una especie de ocurrencia tardía y la papelera resultó casi…


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