No podía dejarlo, no lo dejaría hasta terminar. Tenía que actuar rápido para que no lo pillasen. Tenía que ser perfecto. De momento, tenía que dirigirse a un lugar y llegar a tiempo.

Martes, 28 de noviembre, 9:05 horas

Mia doblaba el envoltorio del bocadillo del desayuno cuando se detuvieron ante lo que había sido la casa de los Dougherty. Una pareja de edad madura permanecía de pie en la acera y, conmocionada, contemplaba la estructura ennegrecida.

– Diría que son los Dougherty -comentó Mia en tono bajo.

– Diría que tienes razón. -Solliday soltó un suspiro-. Acabemos con esto de una vez.

El señor Dougherty se volvió cuando se acercaron y preguntó:

– ¿Es usted el teniente Solliday?

– El mismo. -Estrechó la mano del hombre y, a continuación, la de su esposa-. Les presento a la detective Mitchell.

La pareja cruzó una mirada de preocupación y el señor Dougherty añadió:

– No entiendo nada.

– Soy de Homicidios -explicó Mia-. Caitlin Burnette murió asesinada antes de que en su casa se iniciase el incendio.

La señora Dougherty dejó escapar un grito ahogado y se tapó la boca con la mano.

– ¡Santo cielo!

La expresión de horror demudó la cara del marido, que le rodeó los hombros con un brazo.

– ¿Lo saben sus padres?

Mia asintió.

– Sí. Ayer les dimos la noticia.

– Sabemos que no es un buen momento, pero tenemos que hacerles algunas preguntas -intervino Solliday.

– Espere un momento. -Dougherty sacudió la cabeza, como si quisiera aclarar sus pensamientos-. Detective, acaba de decir que el incendio se inició. ¿Estamos hablando de un incendio provocado?

Solliday movió afirmativamente la cabeza.

– Hallamos dispositivos incendiarios en la cocina y en su dormitorio.

El señor Dougherty carraspeó.

– Sé que lo que voy a decir parece insensible y quiero que tengan la certeza de que haremos cuanto esté en nuestra mano para ayudar, pero me gustaría saber qué hacemos ahora. ¿Podemos ponernos en contacto con nuestra compañía de seguros? No tenemos dónde vivir.

A su lado, la señora Dougherty tragó saliva de forma compulsiva y preguntó:

– ¿Queda algo?

– No mucho -replicó Solliday-. Pónganse en contacto con la compañía de seguros y prepárense, ya que se llevará a cabo una investigación.

Le tocó al señor Dougherty tragar saliva.

– ¿Nos consideran sospechosos?

– Excluiremos esa posibilidad lo antes posible -replicó Mia con gran serenidad.

El señor Dougherty asintió e inquirió:

– ¿Cuándo podremos entrar y ver si salvamos algo?

– Las fotos de nuestra boda… -A la señora Dougherty se le quebró la voz y se le llenaron los ojos de lágrimas-. Lo siento mucho. Ya sé que Caitlin… pero, Joe… Todo ha desaparecido.

Dougherty apoyó la mejilla en la coronilla de su esposa.

– Donna, lo superaremos. Lo haremos de la misma forma que superamos todo lo demás. -El señor Dougherty hizo frente a la mirada de Solliday-. Supongo que ustedes o la compañía de seguros investigarán nuestra situación económica.

– Es lo que suele hacerse -confirmó Solliday-. Señor, si tiene algo que decirnos, este es el mejor momento.

– Hace cinco años nos demandó un cliente que se cayó en nuestra ferretería. -Dougherty apretó los labios-. El jurado falló a favor del demandante. Lo perdimos todo.

– Hemos tardado cinco años en salir del pozo -intervino desalentada la señora Dougherty.

– Hace dos años mi padre se retiró y nos vendió su casa por un precio módico. -Contempló las ruinas con amargura-. Habíamos empezado de nuevo. Estas han sido nuestras primeras vacaciones en varios años. Y ahora ocurre una desgracia. El seguro de la casa era el mínimo, lo justo para firmar la póliza. No hay incentivos económicos que justifiquen que queríamos quemar nuestra casa.

– Señor Dougherty, ¿dónde trabaja? -quiso saber Solliday.

– En una megatienda de bricolaje. -Volvió a apretar los labios-. Estoy a cargo de la sección de ferretería. Mi jefe es un chico al que le doblo la edad. Mi esposa trabaja de secretaria y hace arreglos de costura para llegar a fin de mes. No somos ricos, pero tampoco cometimos esta atrocidad.

– Señor Dougherty, ¿se le ocurre alguien que, concretamente, tuviera un motivo de resentimiento contra usted y su esposa? -preguntó Mia y el hombre le sostuvo la mirada sin pestañear.

– ¿Además del chalado que nos demandó? -Negó con la cabeza-. No. Lo cierto es que apenas nos relacionamos con la gente.

– Según los vecinos, cambió las cerraduras de todas las puertas de su casa -comentó Solliday.

Mia miró al detective, cuya expresión era indescifrable.

– Tuvo que ser Emily Richter -espetó el señor Dougherty-. Es la peor de las entrometidas. Siempre que se iban, mis padres le pedían que vigilase la casa, pero yo no quería que entrara en mi hogar.

– Habría revisado nuestras cosas -apostilló la señora Dougherty-. Además, le habría hablado a todo el mundo de nuestra situación económica. Se molestó cuando adquirimos la casa a un precio tan ajustado.

Mia sacó la libreta y preguntó:

– ¿Cómo se llama el chalado que los demandó?

El señor Dougherty miró por encima del borde de la libreta de la detective antes de responder:

– Reggie Fagin. ¿Por qué?

Mitchell sonrió.

– Simplemente hago preguntas que tal vez más adelante me permitirán ahorrar tiempo.

– No nos ha dicho en qué momento podemos entrar en casa -apostilló el señor Dougherty.

– Se lo permitiremos lo antes posible -afirmó Mia sin dar una respuesta concreta. Aunque le parecieron sinceros, de todos modos prefirió comprobarlo-. ¿Tienen algo de valor que, provisionalmente, quieran que guardemos?

– El álbum de fotos de la boda -respondió la señora Dougherty-. De momento no se me ocurre nada más.

De repente la expresión del señor Dougherty cambió.

– Hummm… Tenemos un arma guardada en la planta alta, en el cajón de la mesilla de noche. Está registrada -añadió a la defensiva.

Sorprendido, Solliday alzó la cabeza.

– No encontré armas registradas a su nombre.

Mia miró al teniente, ya que no se imaginaba que lo hubiera investigado.

– Está registrada a nombre de Lawrence, mi apellido de soltera -precisó la señora Dougherty-. La compré antes de casarnos. Es del calibre veintidós y no me gustaría que cayese en manos equivocadas.

– Discúlpennos un momento -pidió Mia y le hizo señas a Solliday con la cabeza.

Reed la siguió con la mandíbula rígida.

– No, no encontré arma alguna -murmuró antes de que la detective pudiera plantear la pregunta-. Debo añadir que he mirado en el cajón de la mesilla de noche.

– ¡Mierda! Tal vez el asesino llevó su arma y después encontró la de los dueños de la casa.

– Quizá Caitlin la encontró mientras estudiaba arriba y el pirómano se la arrebató durante el forcejeo. Tal vez se presentó desarmado. Lo de Caitlin también podría haber sido un accidente porque estaba en el lugar y a la hora equivocados.

– Todo se complica -protestó Mia y se volvieron simultáneamente hacia el matrimonio que esperaba-. No hemos encontrado armas. Denunciaremos su desaparición.

El señor y la señora Dougherty se miraron y, asustados, observaron a los investigadores.

– ¿Mataron a Caitlin con nuestra arma? -preguntó el señor Dougherty en tono grave.

– No lo sabemos -replicó Solliday-. ¿Estaba cargada?

Estupefacta, la señora Dougherty asintió.

– La tenía cargada y con el seguro puesto. Nunca he disparado con ella, salvo en el campo de tiro, y fue hace… fue hace años.

– ¿Conocen a una mujer llamada Penny Hill? -inquirió Mia.

Los Dougherty negaron con la cabeza.

– Lo siento, pero ese nombre no me suena -respondió el señor Dougherty-. ¿Por qué lo pregunta?

– Simplemente por preguntarlo. -Mia volvió a sonreír para tranquilizarlos-. Es posible que en un futuro me resulte útil.


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