Shane había confiado en ella y la vieja se había vuelto en su contra. Era tan culpable de su muerte como si con su propia mano le hubiese clavado el puñal en la espalda. Se miró la mano. La había cerrado y empuñaba la cuchilla de afeitar a la manera de una navaja. La soltó con gran cuidado y refrenó sus emociones.
Tenía que ceñirse a los hechos y al plan. Necesitaba encontrar a la vieja Dougherty. Tendría que haber esperado a que regresase. Seguir adelante sin ella había sido un disparate. Estaba tan impaciente por emplear los medios que olvidó el fin.
¿Cuándo regresaría? ¿Cómo demonios la encontraría? Releyó el artículo. En el pasado la vieja Richter había sido cotilla y hay cosas que nunca cambian. Sabría en qué momento los Dougherty estarían de regreso. Sonrió y comenzó a elaborar un plan. Era lo bastante listo como para obtener la información sin que Richter sospechase.
Estudió el artículo y acabó henchido de orgullo. Los de la oficina de investigaciones de incendios habían dictaminado que se trataba de un incendio provocado. ¡Je, je! No tenían pistas ni sospechosos. De momento ni siquiera conocían la identidad de la chica. Afirmaban que no la darían a conocer hasta que se lo notificasen a la familia, pero lo cierto es que era imposible que supieran de quién se trataba. Estaba muy quemada. Se había ocupado de que así fuera. No había cuerpo capaz de sobrevivir a semejante incendio.
Dejó quietas las manos. Había pronunciado las mismas palabras el día en que murió Shane. Nadie era capaz de sobrevivir. Shane no había sobrevivido. En consecuencia, que la chica tampoco lo hubiese hecho era… bueno, justo.
Repasó con atención el recorte de periódico que sostenía entre las manos. Los bordes eran rectos y pulidos. Estaba recortado como para enmarcarlo. Lo deslizó entre las páginas del libro que tenía sobre el escritorio, junto al artículo de la Gazette de Springdale, Indiana, que acababa de recortar: Dos muertos en el incendio de la noche de Acción de Gracias. Así debía ser. También en ese caso era justo, bueno, más que justo. Tampoco había sospechosos ni pistas. Así debía ser.
Más tarde guardaría los artículos con el recuerdo que había cogido: el bolso de tejano azul de Caitlin. Mejor dicho, había sido azul, porque ahora era rojo, ya que estaba salpicado de sangre.
Él también se había manchado. Por suerte, había podido ducharse y cambiarse antes de que alguien detectara sangre en su ropa. La próxima vez tendría que tomar más precauciones. La próxima vez tendría que taparse la ropa antes de herir a alguien.
Se puso de pie. No tardaría en hacerle nuevamente sangre a alguien. Sabía el sitio exacto en el que encontrar a la señorita Penny Hill. La gente suponía que su dirección era secreta porque el número de teléfono no figuraba en el listín. Las cosas eran de otra manera. Si sabías cómo hacerlo, podías averiguar cualquier cosa de cualquiera. Claro que la persona que buscaba tenía que ser lista.
«Y yo lo soy». Comenzó a experimentar el entusiasmo de la siguiente cacería. A Penny Hill le costaría morir. En esta ocasión no se mostraría tan misericordioso. Se dio cuenta de que había perdido la noción del tiempo. Recogió las cosas. Si no se daba prisa, llegaría tarde. Necesitaba pasar el día y por la noche… La víspera había repasado el plan y se había cerciorado de que era infalible. Esa noche… Sonrió.
La mujer sufriría y sabría perfectamente por qué. Contaría hasta diez, un número por cada uno de los penosos años de la vida de su hermano. Luego la enviaría al infierno, que era donde debía estar.
Lunes, 27 de noviembre, 8:50 horas
Mia rodeó la esquina de la oficina de Homicidios. Estaba como siempre: pares de escritorios adosados, llenos de papeles y de tazas de café. Todos salvo dos, el de Abe y el suyo, seguían igual. Frunció el ceño. Sus escritorios estaban limpios, con las carpetas en orden y apiladas. El resto estaba dispuesto con una peculiar simetría; las tazas de café, los teléfonos, las grapadoras y hasta los bolígrafos ocupaban emplazamientos idénticos, como si fueran imágenes en el espejo.
– Las mujeres perfectas han ordenado mi escritorio -masculló Mia y oyó una risilla a sus espaldas.
Todd Murphy estaba reclinado en la pared, con una taza de café en la mano y una sonrisa en los labios. Con el traje arrugado y la corbata floja se convirtió en una visión casi acogedora.
– Fue Stacy -respondió Todd en tono quedo y señaló a la administrativa-. Acomodó aquello en lo que trabajabais cuando Spinnelli reasignó vuestros casos. Stacy se dejó llevar por las circunstancias.
– ¿Ha reasignado todos los casos?
Mia no esperaba que el teniente accediese a que sus casos no se investigaran en dos semanas, pero se sintió afectada al enterarse de que los había repartido en su totalidad. Tuvo la sensación de que Spinnelli suponía que tardaría mucho en regresar. «Pues bien, ya estoy de vuelta». Tenía que hacer su trabajo. Su prioridad consistía en atrapar al cabrón que le había disparado a Abe.
– ¿Quién lleva el caso de Abe?
– Howard y Brooks. La primera semana trabajaron mucho y luego la pista se congeló.
– De modo que Melvin Getts dispara a un policía y se sale con la suya -comentó Mia con amargura.
– No se han dado por vencidos -precisó Murphy en tono afable-. Todos queremos que Getts pague por lo que hizo.
El recuerdo de Getts mientras levantaba tranquilamente el arma y le disparaba a su compañero removió las entrañas de Mia, que tuvo la sensación de que se paralizaba, como le había ocurrido antes. Se debatió contra lo que sentía y caminó hasta su escritorio con agresividad fingida.
– Sospecho que Stacy lavó hasta mi taza.
Murphy la siguió y se dejó caer en su silla, dos escritorios más allá.
– Mitchell, te aseguro que estaba asquerosa. En su interior empezaron a crecer… bueno, cosas. -Se estremeció-. Crecieron cosas repugnantes e incalificables.
Mia apoyó el paraguas en el escritorio, se quitó la chaqueta húmeda y se mordió el labio para soportar la punzada que notó mientras se acomodaba la cartuchera.
– Es el moho de toda la vida. Nunca le ha hecho daño a nadie.
La detective se quitó el gastado sombrero de fieltro e hizo una mueca. No era de extrañar que el hombre que le había hablado en la entrada la hubiese confundido con un indigente, ya que tanto la chaqueta de cuero como el sombrero parecían proceder de un baúl del Ejército de Salvación. Por otro lado, ¿qué le importaba la opinión de ese tío? «Tienes que dejar de preocuparte por lo que la gente piensa». Suspiró casi en silencio. Se dijo que, ya que estaba, también podía dejar de respirar.
Volcó su decepción en su escritorio impecable.
– ¡Mierda, así no puedo trabajar! -Derribó deliberadamente la pila de carpetas y reacomodó los objetos al azar-. Ya está. Stacy puede darse por muerta si ha tocado mis galletas. -El paquete para situaciones de emergencia estaba intacto-. Seguirá viva.
– Estoy seguro de que Stacy no ha dejado de temblar de la cabeza a los pies -comentó Murphy secamente y reparó en el paraguas-. ¿Desde cuándo acarreas ese trasto?
– No es mío. Tengo que encontrar al dueño y devolvérselo. -Mia tomó asiento y dirigió la mirada hacia el escritorio adosado al de Murphy, que estaba vacío-. ¿Dónde está tu compañero?
Aidan, el hermano de Abe, era el compañero de Murphy. Mia se abstuvo de mirarlo para no ver la censura que estaba segura que transmitiría su mirada.
– En el depósito de cadáveres. Anoche intervinimos en un homicidio doble. Como ganó a cara o cruz, a mí me toca hablar con la familia. -Murphy entornó repentinamente los ojos-. Tienes compañía.
Mia se volvió y reprimió un gemido porque el hombro le dolió. En un abrir y cerrar de ojos se olvidó del hombro. Con una actitud que aterrorizaría a la mayoría de los asesinos en serie, la ayudante del fiscal del estado cruzó la sala. Era la esposa de Abe. La culpa había logrado que Mia evitase a la familia de su compañero durante dos semanas. Había llegado la hora de plantarle cara a la situación. Se incorporó sin tenerlas todas consigo y se dispuso a asumir lo que le esperaba.