Tan pronto como quedara libre de sus obligaciones, debía dejar a un lado a Grey, abandonar la reconstrucción pieza por pieza de la vida de aquel hombre, reunir las escasas claves que tenía de la suya propia y juntarlas una por una con toda la pericia de que fuera capaz.

Grimwade seguía esperando, observándolo lleno de curiosidad, consciente de que por un momento había dejado de ser objeto de su atención.

Monk volvió a mirarlo.

– ¿Y bien, señor Grimwade?-dijo con repentina suavidad-. ¿Qué otras mujeres hubo?

Grimwade confundió aquel tono de voz más bajo con una nueva amenaza.

– Una fue a ver al señor Scarsdale, señor, aunque él me pagó con generosidad para que no lo dijera.

– ¿A qué hora llegó?

– Hacia las ocho.

Scarsdale había dicho que había oído a alguien a [as ocho. ¿Se refería, quizás, a la mujer que había ido i verle a él, tratando así de cubrirse las espaldas por si la hubiera visto alguien?

– ¿Subió usted con ella? -dijo Monk mirando a Grimwade.

– No, señor, puesto que sabía que ya había estado aquí con anterioridad y que también conocía el camino. Además, yo sabía que el señor la estaba esperando.

Lo miró de reojo, con aire de complicidad, una mirada de hombre a hombre. Monk se dio por aludido.

– ¿Y la persona que vino a las diez menos cuarto? -preguntó-. Me refiero al visitante del señor Yeats, según información de usted mismo. ¿También conocía el camino?

– No, señor, subí con él porque no conocía mucho al señor Yeats y no había estado nunca en la casa, así se lo dije así al señor Lamb.

– Ya comprendo. -Monk se abstuvo de hacer ningún comentario negativo por la omisión de la muerte que había ido a ver a Scarsdale. Si seguía acosándolo frustraría sus propósitos-. ¿O sea que usted subió con dicho señor?

– Sí, señor -dijo Grimwade con firmeza-. Y vi cómo el señor Yeats le abría la puerta y lo hacía pasar.

– ¿Qué aspecto tenía el hombre? Grimwade frunció los ojos.

– Pues era un hombre alto… corpulento y… -De pronto, puso una cara compungida-. ¡No irá l suponer que fuera él quien lo hizo! -Lanzó un lento suspiro y con los ojos muy abiertos continuó-: Ahora que lo pienso… podría haber sido él…

– Sí, podría ser… -admitió Monk con voz precavida-. Cae dentro de lo posible. ¿Lo reconocería si volviera a verlo?

Grimwade puso cara de profundo abatimiento.

– ¡Ay, señor, en esto me ha cogido! No creo que pudiera reconocerlo. Mire usted, no lo vi de cerca cuando estuvo aquí abajo y, al subir las escaleras, yo no tenía en la cabeza otra cosa que el piso al que iba porque estaba muy oscuro. Estaba cayendo un chaparrón terrible y el hombre llevaba un abrigo grueso. Era una de esas noches en que la gente lleva el cuello del abrigo levantado y las alas del sombrero bajadas. Creo que era moreno, es lo único que podría asegurar, porque suponiendo que llevase barba, no debía de ser muy abundante.

– Lo más probable es que llevara la cara afeitada y quizá tenía la piel oscura. -Monk procuraba disimular la contrariedad que dejaba traslucir su voz. No quería que la irritación que sentía empujase al hombre a decir cualquier cosa con tal de complacerle, a lo mejor algo que no era verdad.

– ^-Era un hombre corpulento, señor -le dijo Grimwade en tono esperanzado-, y alto, un metro ochenta por lo menos. Esto ya descarta a bastante gente, ¿verdad?

– Sí, sí, por supuesto -admitió Monk-. ¿A qué hora salió?

– Lo vi salir por el rabillo del ojo, señor. Serían alrededor de las diez y media, o un poco antes, cuando pasó por delante de mi ventanilla.

– ¿Por el rabillo del ojo? ¿Está seguro de que era él?

– Tenía que ser él porque no lo había visto salir antes ni tampoco lo vi salir después y tenía el mismo aspecto. Llevaba el mismo abrigo y el mismo sombrero, era de la misma altura y del mismo peso. Aquí no vive nadie de esas trazas.

– ¿Habló usted con- él?

– No, parecía que tenía prisa. Con seguridad tendría ganas de llegar a su casa. Hacía una noche de todos los demonios, tal como le he dicho antes, señor, una noche que no era buena ni para los hombres ni para los animales.

– Ya lo sé. Gracias, señor Grimwade. Si recuerda alguna otra cosa, dígamelo o deje aviso a mi nombre en la comisaría. Que pase usted un buen día.

– Lo mismo digo, señor -dijo Grimwade con inmenso alivio.

Monk decidió esperar a Scarsdale, en primer lugar, para echarle en cara su mentira con respecto a la mujer y, en segundo lugar, para tratar de saber algo más acerca de Joscelin Grey. Se dio cuenta no sin una cierta sorpresa que apenas sabía nada de la víctima, salvo cómo había muerto. La vida de Grey era una hoja tan en blanco como la suya propia, Grey era una sombra circunscrita por unos cuantos detalles físicos, sin color o entidad suficientes para despertar amor u odio. Estaba fuera de duda que la persona que había golpeado a Grey hasta matarlo sentía mucho odio. Y no sólo lo había golpeado hasta matarlo sino que había seguido haciéndolo después de muerto. ¿Con qué propósito? ¿Había quizás algo en Grey que, de manera inconsciente o deliberada, hubiera podido generar tanta pasión, o sólo había sido el catalizador de algo que él ignoraba… y también su víctima?

Volvió a salir a la plaza y buscó dónde sentarse, para contemplar desde allí la entrada de la casa número seis. Scarsdale tardó más de una hora en llegar, ya empezaba a anochecer y hacía cada vez más frío, pero Monk consideró que valía la pena esperar. Lo vio llegar. Venía andando y Monk lo siguió a unos pasos de distancia; en el zaguán de la casa, preguntó a Grimwade si se trataba, en efecto, de Scarsdale.

– Sí, señor -dijo Grimwade en contra de su voluntad, pero a Monk no le interesaban las inquietudes del portero.

– ¿Me necesita para que lo acompañe?

– No, gracias. Encontraré el camino.

Subió los peldaños de dos en dos y llegó al final de la escalera justo en el momento en que se cerraba la puerta. Atravesó el rellano a zancadas y llamó con golpes enérgicos. Después de un segundo de vacilación se abrió la puerta. En pocas palabras, Monk dio a conocer su identidad y el asunto que lo había traído hasta allí.

Scarsdale no pareció contento de verlo. Era un hombre bajo y nervudo, cuyo rasgo más favorecedor era un bigote rubio que no armonizaba con el cabello, que empezaba a ralear, y unas facciones anodinas. Iba vestido con elegancia, aunque con un cierto amaneramiento.

– Lo siento, pero hoy no puedo recibirlo -le dijo con brusquedad-. Tengo que cambiarme, porque ceno fuera. Vuelva mañana o pasado mañana.

Monk, que era más fornido que él, no estaba dispuesto a que lo echaran a cajas destempladas.

– Mañana tengo que hacer otras visitas -dijo interponiéndose en el camino de Scarsdale- y necesito que me dé cierta información ahora.

– Pues no tengo ninguna información que darle… -comenzó a decir Scarsdale echándose atrás como si se dispusiera a cerrar la puerta.

Monk dio un paso adelante.

– Sí, por ejemplo el nombre de la muchacha que vino a verle la noche en que el comandante Grey fue asesinado y por qué nos mintió con respecto a ella.

Monk consiguió lo que quería: Scarsdale se había quedado de una pieza. Sin saber qué decir, dudó si marcarse un farol o intentar un arreglo amistoso. Monk lo observaba lleno de desprecio.

– Yo… -comenzó Scarsdale- yo creo que usted no me ha interpretado… Todavía no sabía qué decir. Monk tensó el rostro.

– A lo mejor preferiría que hablásemos del asunto en un lugar más discreto que el recibidor, ¿no?

Echó una ojeada a la escalera y al rellano, al que daban otras puertas… entre ellas la de Grey.

– Sí… sí, supongo que sí. -Era evidente que Scarsdale se sentía muy incómodo y tenía la frente perlada de sudor-. De todos modos no puedo decirle nada que tenga que ver con la cuestión, ¿sabe usted? -Retrocedió hacia el interior de su casa y Monk lo siguió-. La muchacha que estuvo a verme no tiene relación con el pobre Grey y ella no vio ni oyó a nadie.


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