Sin embargo, alguien sabía quién era. Sí, la policía.

El hombre había vuelto con las gachas y con sumo cuidado comenzó a administrárselas, cucharada tras cucharada. Un plato insulso y de poca consistencia, pero no por ello menos de agradecer. Después se volvió a tumbar en la cama y, aunque estuvo luchando por no dormirse, ni el miedo logró impedir que se sumiera en un profundo letargo, aparentemente desprovisto de sueños.

Cuando se despertó al día siguiente por la mañana, como mínimo tenía dos cosas muy claras en la cabeza: su nombre y el lugar donde se encontraba. Recordaba con precisión absoluta los escasos hechos del día anterior: el enfermero, las gachas calientes, el vecino de al lado revolviéndose inquieto y lamentándose en la cama, el techo de un color gris deslavado, el tacto de las mantas y el dolor del pecho.

Tenía una idea muy precaria del tiempo, pero suponía que debía de ser media tarde cuando entró el agente de policía. Era un hombre alto, o eso le pareció al verlo con su esclavina y el sombrero de copa que llevaban las Fuerzas de la Policía Metropolitana de Peel. Tenía una cara huesuda, nariz larga y boca ancha, una frente despejada, pero unos ojillos hundidos y tan pequeños que difícilmente se habría podido decir de qué color eran. Aunque su aspecto general era agradable y denotaba inteligencia, entre las cejas y en torno a los labios había leves indicios de mal genio. Se detuvo ante la cama de Monk.

– Supongo que ahora ya sabe quién soy, ¿verdad? -le preguntó con aire risueño.

Monk no negó con la cabeza porque le dolía demasiado.

– No -se limitó a decir.

El hombre dominó su irritación e incluso un sentimiento que podía ser de contrariedad. Observó de cerca a Monk y recorrió de arriba abajo su cuerpo con la mirada, frunciendo un ojo como si con ese gesto que revelaba su nerviosismo pretendiera concentrarse en lo que veía.

– Hoy tiene mejor aspecto -decretó.

¿Sería verdad o es que Runcorn pretendía simplemente animarlo? Y ahora que lo mencionaba, ¿cuál era su aspecto? No tenía ni la más mínima idea. ¿Era moreno o rubio, feo o bien parecido? ¿Sería fornido o desgarbado? Si no podía verse las manos, ya no digamos el cuerpo, cubierto con las mantas. No deseaba llevar a cabo esa prospección, esperaría a que Runcorn se hubiese marchado.

– Supongo que no recordará nada -prosiguió Runcorn-. ¿Se acuerda de lo que le pasó?

– No. -Monk se debatía en medio de una nube totalmente amorfa.

¿Lo conocía, aquel hombre, o sólo sabía alguna cosa de él? ¿O era tal vez un personaje público al que Monk habría debido de reconocer? ¿O quizás andaba tras él con algún propósito oculto, dictado por el deber? A lo mejor se limitaba a buscar información o tal vez sabía algo de Monk, además de su nombre, que habría podido darle sentido al descarnado hecho de su presencia.

Monk estaba tendido en la cama, tapado hasta la barbilla, pese a lo cual se sentía mentalmente desnudo y vulnerable, como los que quedan públicamente en ridículo. El instinto le aconsejaba ocultarse, esconder su debilidad. Sin embargo, tenía necesidad de saber. Tenía que haber en el mundo docenas o más, de personas que lo conocían; sin embargo, él no sabía nada. Estaba en una situación de desventaja total y absolutamente paralizante. Ni siquiera sabía quién lo amaba o lo odiaba, a quién podía haber perjudicado y a quién ayudado. La necesidad en la que se encontraba era comparable a la de quien, pese a sufrir las angustias del hambre, siente el terror de que en cada bocado puede ocultarse el veneno.

Volvió a mirar al policía. El enfermero había dicho que se llamaba Runcorn. Tantearía el terreno.

– ¿He tenido un accidente? -preguntó.

– Eso parece -le replicó Runcorn sin darle mayor importancia-. El cabriolé volcó, un verdadero desastre. Probablemente chocaron con algo cuando iban a toda velocidad. El caballo se asustó y salió corriendo. -Hizo un movimiento con la cabeza y bajó las comisuras de los labios-. El cochero murió en el acto, el pobre. Se golpeó la cabeza con el bordillo. Como usted iba dentro del coche, seguramente por eso salió mejor parado. ¡Lo que nos costó sacarlo! ¡Era un peso muerto! Jamás habría dicho que fuera usted tan pesado. Seguro que no se acuerda de nada, ¿verdad? ¿Ni siquiera del susto?

Su ojillo izquierdo volvió a empequeñecerse ligeramente.

– No.

Al cerebro de Monk no acudía ninguna imagen, ningún recuerdo de velocidad desaforada, de golpe alguno, de dolor siquiera.

– ¿No se acuerda de lo que hacía en aquel momento? -continuó Runcorn, aunque sin verdadera esperanza en la voz-. ¿En qué asunto estaba ocupado?

Monk se aferró a una esperanza, algo que parecía haber adquirido forma; casi tenía miedo de preguntar por temor a que todo se desmoronara al más mínimo contacto.

Miró fijamente a Runcorn. Era probable que conociera a aquel hombre personalmente, tal vez incluso que lo viera a diario. Sin embargo, nada en él le despertaba el más mínimo recuerdo.

– ¿Y bien? -le preguntó Runcorn-. ¿No se acuerda de nada? Nosotros no lo habíamos enviado allí. ¿Qué demonios hacía en aquel momento? Seguramente había descubierto algo. ¿No recuerda qué puede ser?

La niebla era impenetrable.

Monk movió la cabeza con unas sacudidas con las que quería decir que no, que no recordaba nada, pero dentro de él persistía aquella burbuja luminosa. Ahora sabía que él era policía y que por eso lo conocían. No era un ladrón ni un fugitivo.

Runcorn se inclinó ligeramente hacia delante y lo miró con atención, vio cómo se iluminaba su cara.

– ¡Veo que recuerda algo! -dijo en tono triunfal-. ¡Vamos, hombre! Diga qué es.

Monk no podía explicar que no era el recuerdo lo que lo había cambiado, sino la disolución de una de las formas más lacerantes del miedo. Aquella niebla que lo sofocaba seguía en el mismo sitio, aunque ahora sin carácter alguno, sin constituir una amenaza específica.

Runcorn seguía esperando, observándolo con gran atención.

– No -dijo Monk lentamente-, todavía no. Runcorn se irguió y exhaló un suspiro de resignación.

– Todo llegará…

– ¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí? -preguntó Monk-. He perdido la cuenta.

Era una observación razonable, cualquiera en sus circunstancias podía haber dicho lo mismo.

– Más de tres semanas… hoy es 31 de julio de 1856 -añadió no sin una sombra de sarcasmo.

¡Santo Dios! Llevaba más de tres semanas y lo único que recordaba era el día de ayer. Cerró los ojos. En realidad, lo que sentía era algo infinitamente peor: ¿cuántos años podía tener? ¡Y pensar que de lo único que se acordaba era de ayer! ¿Qué edad tenía? ¿Cuántos años había perdido? Sintió que el pánico hervía de nuevo dentro de él y a punto estuvo de gritar: «¡Ayudadme!, ¡que alguien me ayude! ¿Quién soy? ¡Devolvedme mi vida, mi ser!»

Pero los hombres no gritan en público, ni siquiera en privado. Sintió el sudor frío que le bañaba la piel y se quedó rígido, tendido allí con los puños cerrados a ambos lados del cuerpo. Seguramente Runcorn supondría que se trataba sólo de dolor, del dolor físico corriente. Debía guardar las apariencias. No podía dejar que Runcorn se imaginara que había olvidado su trabajo. Si perdía el trabajo, el asilo pasaría a convertirse en realidad, penosa, desesperanzada, un día tras otro de trabajo obediente, servil y sin objeto.

Se obligó a volver al presente.

– ¿Más de tres semanas?

– Sí-replicó Runcorn y después tosió y se aclaró la garganta.

Tal vez Runcorn estaba cohibido. ¿Qué se le puede decir a un hombre que no te recuerda, que ni siquiera se recuerda a sí mismo? Monk lo sintió por él.

– Todo llegará -repitió Runcorn-. Cuando se reponga, cuando vuelva al trabajo. Pero necesita descansar para recuperarse, eso es lo que necesita, un descanso que le permita renovar fuerzas. Una semanita o dos, es el tiempo indispensable. Cuando esté en condiciones de trabajar vuelva a la comisaría y entonces se hará la luz, me atrevería a decir que eso es lo que ocurrirá.


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