– ¡No me digas lo que tengo que hacer, Lovel! -le replicó su madre poniéndose en pie-. No estoy tan trastornada como para no saber qué tengo que hacer ni para no ser capaz de ayudar a la policía a dar con el hombre que asesinó a mi hijo.

– Por mucho que queramos, no podemos hacer nada, mamá -estaba perdiendo los estribos otra vez-, pero lo último sería colaborar con la policía para que importune a la mitad de la población pidiéndole información personal acerca de la vida y amistades del pobre Joscelin.

– La persona que lo golpeó con un bastón hasta matarlo fue una de las «amistades» del pobre Joscelin.

La cara de lady Shelburne estaba lívida como la cera y otra mujer con menos temple que ella a buen seguro que ya llevaría desmayada un buen rato, pero ella se mantuvo más tiesa que un palo y con los puños apretados, blancos.

– ¡Pamplinas! -saltó Lovel al momento-. Probablemente debió de ser alguien que jugaba a las cartas con él y que no soportaba perder. Joscelin era un jugador mucho más avispado de lo que aparentaba. Hay gente que hace apuestas que no puede permitirse y, si pierde, se desmorona y no sabe lo que se hace. -Jadeaba ruidosamente-. Los clubs de juegos deberían ser más exigentes a la hora de admitir socios. Es probable que a Joscelin le ocurriera esto. ¿Cómo va a haber nadie aquí en Shelburne que sepa alguna cosa sobre este asunto?

– También es posible que se tratara de un hombre celoso que no tolerara escarceos con su mujer -respondió ella en tono glacial-. Joscelin era un hombre muy seductor, ¿sabe usted?

Lovel se ruborizó y pareció como si toda la piel de la cara se le tensase.

– Demasiado a menudo me lo recuerdas -dijo Lovel en voz baja y tono desagradable-, pero nadie lo advertía tanto como tú, mamá. En cualquier caso, se trata de una cualidad superficial.

Su madre lo miró fijamente y su mirada reflejó un sentimiento muy próximo al desprecio.

– Tú no sabes qué es el encanto en una persona, Lovel, lo que no deja de ser una desgracia para ti. Quizá podrías hacerme el favor de pedir un servicio extra de té en la salita. -Con toda deliberación ignoró a su hijo y cambió los papeles, como si se hubiera propuesto herirlo-. ¿Querrá acompañarnos, señor Monk? Quizá mi nuera pueda proporcionarle alguna información. Solía asistir a muchos de los actos en los que Joscelin estaba presente y ya se sabe que a menudo las mujeres son observadoras más sutiles de las demás mujeres, sobre todo en lo que a… en lo que a cuestiones de tipo sentimental se refiere.

Sin esperar respuesta, dio por sentado que él aceptaba y, mientras seguía ignorando a Lovel, se volvió hacia la puerta y esperó. Lovel vaciló unos breves segundos, pero optó por seguir obedientemente a su madre y abrirle la puerta. Ésta la cruzó sin mirar a ninguno de los dos hombres.

El ambiente de la salita era tenso. Rosamond pareció sorprendida de que se admitiera a un policía a tomar el té como si de un caballero se tratara. Incluso la doncella parecía estar violenta al entrar en la estancia con las tazas y las pastas de té. A lo que parecía, las habladurías de la planta baja ya la habían puesto al corriente de quién era aquel tal señor Monk. Este se acordó de Evan y, aunque no hizo ningún comentario, se preguntó si habría hecho algún progreso.

Tan pronto como la doncella hubo colocado los platos y las tazas delante de cada uno y hubo salido, lady Fabia comenzó a hablar con voz tranquila y mesurada, evitando los ojos de Lovel.

– Rosamond, cariño, la policía está interesada en saber todo lo que podamos decirle sobre la vida social de Joscelin durante los meses que precedieron a su muerte. Tú asististe más o menos a los mismos actos que él, por lo que estás más al corriente que yo de algunas de sus relaciones. Por ejemplo, ¿sabes de alguien que sintiera un interés por él más marcado que el que aconseja la prudencia?

– ¿Yo? -exclamó Rosamond, profundamente sorprendida o mejor actriz que lo que Monk la había juzgado en su anterior entrevista.

– Sí, tú, querida Rosamond -dijo lady Fabia pasándole las pastas, gesto que ella ignoró-. Ahora te lo pregunto a ti y después se lo preguntaré a Úrsula, por supuesto.

– ¿Quién es Úrsula? -interrumpió Monk.

– La señorita Úrsula Wadham, la prometida de mi segundo hijo, Menard. Puede dejar tranquilamente en mis manos la misión de recabar de ella toda la información que pueda serle de utilidad. -Dejó a Monk para centrarse nuevamente en Rosamond-. ¿Qué me dices?

– No recuerdo que Joscelin mantuviera ninguna… relación… en particular. -Rosamond hablaba torpemente, como turbada por algo.

Observándola, Monk se dijo por un momento si no habría sido ella la que estaba enamorada de Joscelin y si ésta era la razón de que Lovel se resistiera tanto a que prosiguiera el interrogatorio.

¿Podía, quizás, haber rebasado los límites de una mera atracción personal?

– Esto no es lo que te he preguntado -dijo lady Fabia en tono de estársele acabando la paciencia-. Lo que te he preguntado es si había alguien que hubiese mostrado algún interés por Joscelin, aunque se tratase de un interés unilateral.

Rosamond levantó la cabeza. Por un momento Monk pensó que se resistiría a doblegarse ante su suegra, pero el momento pasó.

– Norah Partridge le tenía una gran simpatía -replicó lentamente, como midiendo sus palabras-, pero esto era algo del dominio público y no me imagino a sir John tomándoselo tan mal como para que se desplazase a Londres y matase a Joscelin. Creo que quiere mucho a Norah, pero no tanto como para llegar a semejantes extremos.

– Entonces eres más observadora de lo que me figuraba -le dijo lady Fabia con ácida sorpresa-, aunque no sabes mucho de los hombres, cariño. No es preciso querer excesivamente a una persona para sentirte herido cuando alguien pretende arrebatártela, sobre todo cuando las personas involucradas tienen tan poco tacto que no se abstienen de hacerlo públicamente. -Se volvió hacia Monk, a quien nadie había ofrecido pastas-. Ya tiene algo por donde empezar, aunque dudo que John Partridge llegara al asesinato… y que se sirviera de un bastón en caso de perpetrarlo. -La pena volvió a invadir su rostro-. Pero Norah tenía otros admiradores. Es una personilla un tanto extravagante y un poco cabeza loca.

– Gracias, señora. ¿No se le ocurre nada más?

Pasaron otra hora rastrillando antiguas aventuras amorosas de Joscelin, relaciones o supuestas relaciones. Monk escuchaba a medias. No estaba tan interesado en los hechos como en los matices que se advertían en la expresión de los que hablaban. Era muy evidente que Joscelin había sido el favorito de su madre y, si el ausente Menard era como su hermano mayor, no costaba entender por qué. Sin embargo, cualesquiera que pudieran ser los sentimientos de aquella mujer, las leyes de primogenitura establecían que no sólo el título y las tierras, sino también el dinero para mantenerlas y el tren de vida que llevaban implícito, pasaran a Lovel, el mayor de los hijos.

Lovel no contribuía en nada a satisfacer a su madre y Rosamond muy poco, pese a que parecía sentir por su suegra mucho más respeto que por su marido.

Para contrariedad de Monk, lady Callandra Daviot no hizo acto de presencia. Le habría gustado contar con su candor, aunque no estaba seguro de si se habría expresado ante aquella acongojada familia suya con la misma libertad de aquel día en el jardín bajo la lluvia.

Monk les dio las gracias y se excusó a tiempo para encontrarse con Evan y caminar juntos hasta el pueblo, donde se tomaron una pinta de sidra mientras esperaban el tren de regreso a Londres.

– ¿Y bien? -preguntó Monk así que dejaron de avistar la casa.

– ¡Ah!

Evan a duras penas podía reprimir su entusiasmo y caminaba dando unos pasos sorprendentemente largos, su cuerpo larguirucho rebosante de energía, chapoteando en los charcos que encontraba en el camino sin reparar en que sus botas se iban empapando.


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