Era el día 4 de agosto cuando Monk tomó el tren en Londres y se dispuso a emprender el largo viaje.
Northumberland era una región vasta y desolada, azotada por el viento rugiente que se ensañaba en un paisaje sin árboles cubierto de oscuros brezales, aunque en la simplicidad de sus cielos agitados y de su tierra despejada había algo que seducía enormemente a Monk. ¿Sería que aquel paisaje le resultaba familiar, que despertaba en él recuerdos de su infancia, o se trataba sólo de su belleza que habría despertado en él una emoción semejante a contemplar las desconocidas llanuras de la luna? Se quedó un buen rato en la estación con el maletín en la mano, escudriñando aquellas colinas que se levantaban frente a él antes de decidirse a emprender el camino. Tendría que encontrar algún vehículo, ya que estaba a unos quince kilómetros del mar y de la aldea que tenía como destino. De haberse encontrado en condiciones normales de salud, habría recorrido el camino andando, pero todavía se sentía débil.
Cuando respiraba profundamente sentía un pinchazo en las costillas y todavía no podía usar con normalidad su brazo roto.
No encontró más que un carruaje tirado por una jaca y casi consideró que había pagado con generosidad por él, pero le alegró que el cochero lo llevase a casa de su hermana, cuyo nombre le dio, y que los depositase a él y a su maletín, delante mismo de la puerta de una casa situada en una estrecha callejuela.
Mientras se perdía el estrépito de las ruedas sobre el empedrado de la calle, se entregó a sus reflexiones y, dejando a un lado las aprensiones y la sensación de dar un paso irreparable, llamó con fuerza a la puerta.
Ya se disponía a volver a llamar cuando la puerta se abrió de par en par y apareció en ella el rostro amable y lozano de una mujer. Era más bien regordeta, tenía cabellos recios y oscuros y unos rasgos que sólo por su frente, ancha, y sus pómulos le recordaban los suyos. Tenía los ojos azules y una nariz que tenía la fuerza de la suya, pero era menos arrogante, aparte de que aquella boca poseía un trazo mucho más suave. Todos esos datos quedaron fuertemente impresos en su mente al tiempo que se hacía a la idea de que aquella mujer debía de ser su hermana Beth. Ésta, sin duda, habría encontrado inexplicable y probablemente ofensivo que él no la reconociera, por lo que tendió sus manos hacia ella:
– ¡Beth!
El rostro de la mujer se dulcificó en una amplia sonrisa de satisfacción:
– ¡William! A punto he estado de no reconocerte. ¡Hay que ver lo que has cambiado! Recibimos tu carta en la que nos decías que habías tenido un accidente. ¿Sufriste alguna herida? No te esperábamos tan pronto… -Se ruborizó después de haberlo dicho-. No es que no esté contenta de que hayas venido, por supuesto.
Tenía un marcado acento de Northumberland, que resultaba sorprendentemente grato al oído de Monk. ¿Volvería a tratarse de que, en realidad, le resultaba familiar o sólo sería que la entonación era diferente de la de Londres?
– ¿William? -le dijo mirándolo fijamente-. Pasa, por favor, debes de estar cansado y seguro que tienes hambre.
Hizo un gesto como si tirara físicamente de él para hacerlo entrar en casa.
Monk la siguió, sonriéndole como si acabara de sacarse un peso de encima. Su hermana lo reconocía y, a lo que se veía, no le guardaba rencor por su larga ausencia ni por las cartas que no le había contestado. Había en ella una naturalidad tan grande que hacía innecesarias las explicaciones. En efecto, Monk se dio cuenta de que tenía hambre.
La cocina era pequeña, pero estaba limpia como una patena. La mesa era casi blanca. Aquel ambiente no hizo vibrar ninguna fibra de su memoria. Del mar llegaba olor a viento salado mientras que en la cocina se olía el pan y el pescado asado. Por primera vez desde que había salido del hospital, Monk notó que se sentía sereno, que sus nudos iban soltándose.
Poco a poco, mientras tomaba pan y sopa, contó a su hermana lo que sabía del accidente, inventándose los detalles para que lo poco que sabía no pareciera un querer salir del paso. Ella lo escuchaba mientras iba removiendo la comida que tenía en el fuego, calentaba la plancha de hierro y se dedicaba después a planchar una serie de pequeñas prendas de niño y la camisa blanca de los domingos de un hombre. Si era para ella un desconocido, o poco creíble lo que le contó, la verdad es que no exteriorizó ningún signo que lo demostrara. Tal vez el mundo de Londres estaba totalmente al margen de los conocimientos de aquella mujer, quizá lo presentía habitado por personas con vidas incomprensibles para una persona tan sencilla como ella.
El marido llegó tarde, con la caída del crepúsculo de finales de verano. Era un hombre corpulento y rubio, con la cara curtida por el viento y unos rasgos suaves. Sus ojos grises eran del color del mar. Saludó a Monk con cordial sorpresa, aunque ni por asomo contrariado ni demostrando que había perturbado sus sentimientos o la paz de su casa.
Nadie pidió explicación alguna a Monk, ninguno de los tres tímidos niños le hizo pregunta alguna al volver de sus recados o sus juegos, y puesto que él no tenía ninguna que dar, la cuestión quedó olvidada. No era más que un curioso indicio de la distancia que existía entre ellos, que él comprobó con dolor y que venía a demostrar que nunca había compartido su vida con la única familia que tenía, por lo que no notaban la omisión.
Los días se sucedían, a veces con un brillo dorado y un fuerte calor si el viento soplaba desde tierra, y la arena bajo sus pies era suave. Otras veces el viento venía de levante, desde el mar del Norte y traía fríos estremecimientos y hálitos de tormenta. Monk daba largos paseos por la playa y se dejaba azotar por él, que le golpeaba la cara y le alborotaba los cabellos. Ponderaba sus proporciones, a la vez aterradoras y reconfortantes. El viento no tenía nada que ver con las personas, era impersonal, indiferenciado.
Ya llevaba allí una semana y empezaba a notar que estaba volviendo a la vida cuando un día sonó la alarma. Era casi medianoche y el viento gemía al girar junto a las aristas de piedra de las casas y, de repente, oyó gritos y unos golpes en la puerta.
A los pocos minutos Rob Bannerman estaba levantado y vestido con el impermeable de hule y las botas de agua, pese a que todavía no se había sacudido el sueño del todo. Monk, confuso y desorientado, se quedó en el rellano, ya que en un primer momento no se le ocurrió que podía tratarse de una urgencia. Hasta que vio el rostro de Beth cuando corrió a la ventana y, al seguirla, observó las linternas bailando en la oscuridad, y el fulgor de la luz reflejada en las figuras que corrían de un lado a otro, y los impermeables relucientes bajo la lluvia, no comprendió de qué se trataba. Como por instinto, rodeó con sus brazos a Beth y ella se acercó un poco más a él, aunque Monk notó la tensión del cuerpo de su hermana. Oyó que rezaba por lo bajo y que sus palabras estaban bañadas de lágrimas.
Rob ya había salido de casa. Se había ido sin decir palabra, sin titubear siquiera cuando su mano había rozado la de Beth al pasar junto a ella.
Era un naufragio, algún barco empujado por los vientos ululantes que había quedado embarrancado en los dedos extendidos de algún peñasco. Sólo Dios sabía cuántas almas estarían agarradas a los maderos desprendidos, con el agua arremolinada en torno a sus cuerpos.
Después del primer momento de pánico, Beth corrió escaleras arriba para vestirse y pidió a Monk que hiciera lo propio, ya que había que buscar mantas, preparar sopa caliente, avivar el fuego para infundir un poco de vida a los supervivientes… si era la voluntad de Dios que los hubiera.
La actividad se prolongó a lo largo de toda la noche, durante la cual los botes salvavidas no pararon de ir y venir desde la orilla al lugar del desastre, con los hombres atados unos a otros. Sacaron del mar a treinta y cinco personas, se habían perdido diez. Se trasladó a los supervivientes a las pocas casas del pueblo. La cocina de Beth estaba llena de personas lívidas que tiritaban de frío y tanto ella como Monk les ofrecieron sopa caliente y trataron de animarlas con todas las frases de consuelo que se les ocurrieron.