– ¿Es oficialmente un pueblo fantasma? -preguntó Baedecker.

– Claro que sí -dijo Dave-. El censo oficial indica cuatrocientos ochenta y nueve fantasmas y dieciocho personas en el pico de la temporada estival.

– ¿Y qué hace la gente que se queda aquí todo el año?

Dave se encogió de hombros.

– Hay un par de granjeros y rancheros retirados. A Solly, el de la caravana, le tocó la lotería de Washington hace unos años y se instaló aquí con sus dos millones.

– Bromeas -dijo Baedecker.

– Nunca bromeo -dijo Dave-. Vamos, quiero presentarte a alguien.

Caminaron una calle y media al este hasta el extremo del pueblo y doblaron hacia la escuela de ladrillos. Era un imponente edificio de dos pisos, y el enorme campanario recubierto de vidrio le daba cierta majestuosidad. Baedecker advirtió que se había puesto mucho esfuerzo en la rehabilitación del edificio. Un cuidado jardín formaba parte de lo que había sido el patio, y hacía algunos años habían limpiado los ladrillos con arena. La puerta estaba bellamente tallada, y colgaban cortinas blancas de las altas ventanas.

Baedecker resollaba cuando llegaron a la puerta.

– Tienes que correr más, Dick -bromeó Dave. Golpeó una aldaba de bronce. Baedecker se sobresaltó cuando llegó una voz por un tubo metálico.

– Es Dave Muldorff, señora Callahan -gritó Dave por el tubo-. He traído a un amigo.

Baedecker reconoció la anticuada bocina como parte de un viejo sistema de comunicación por tubos que sólo había visto en películas y una vez al visitar el hogar de Mark Twain en Hartford.

Se oyó una respuesta ahogada que Baedecker tradujo como «Adelante» y un zumbido cuando se abrió la puerta. Baedecker recordó la entrada del edificio de apartamentos de la calle Kildare de Chicago, donde vivía antes de la guerra. Al entrar, casi esperaba oler esa mezcla de alfombra musgosa, madera barnizada y col hervida que durante su infancia había representado la vuelta al hogar. Pero el interior de la escuela olía a cera para muebles y a la brisa nocturna que entraba por las ventanas abiertas.

Baedecker se quedó fascinado al ver las habitaciones mientras subían los dos tramos de escaleras. Habían transformado una gran aula del primer piso en una amplia sala de estar. Todavía quedaba parte de la larga pizarra, pero estaba tapada por estantes que contenían cientos de volúmenes. Valiosos muebles antiguos se repartían sobre un suelo de madera pulido, y una pequeña zona limitada por una alfombra persa, un sofá y mullidos sillones.

En el segundo piso, a la altura de un tercer piso normal, detrás de puertas correderas, había un estudio lleno de libros y un dormitorio donde se erguía una cama individual con dosel en medio de doscientos metros cuadrados de madera bruñida. Dos gatos se internaron deprisa en las sombras al oír pisadas. Baedecker siguió a Dave por una escalera de caracol de hierro forjado que obviamente se había añadido cuando el edificio dejó de funcionar como escuela. Atravesaron un escotillón abierto en el cielo raso y de pronto la luz los inundó de nuevo, mientras subían a lo que podría haber sido la cabina del piloto de uno de esos altos vapores de ruedas.

Baedecker quedó tan sorprendido que durante varios segundos no atinó a fijar la vista en la mujer mayor que le sonreía desde una silla de mimbre. Miró en torno sin molestarse en ocultar su expresión de deleite.

El campanario de la vieja escuela era ahora una cúpula de vidrio de cinco metros por cinco, e incluso en el techo había claraboyas. Por la calidad de la luz, Baedecker comprendió que el vidrio era polarizado. Ahora realzaba los ricos matices del cielo y el follaje, pero durante el día debía de ser opaco por fuera, mientras que los colores resultarían más claros y contrastados para quien los observara desde dentro. Afuera, al este y al oeste, a lo largo del remate de dos gabletes que salían del campanario, se veía un estrecho pasaje cercado por una intrincada baranda de hierro forjado. Dentro había muebles de mimbre, un juego de té y mapas estelares sobre una mesa, y un antiguo telescopio de bronce en un alto trípode.

Pero lo que más sorprendió a Baedecker fue el paisaje. Desde esa altura de diez metros por encima del pueblo, podía ver los tejados, las copas de los árboles, las paredes del desfiladero, las colinas y los altos riscos donde losas de antiguo sedimento atravesaban el suelo como espinas perforando una tela gastada. El cielo polarizado era tan oscuro que Baedecker recordó uno de esos raros vuelos por encima de los 20.000 metros, donde las estrellas se vuelven visibles durante el día y la curva azul cobalto de los cielos se funde con el negro. Baedecker comprendió que ahora se veían las estrellas, que despuntaban en pares y pequeños cúmulos, como gente que llega temprano al cine para escoger las mejores butacas.

Una brisa atravesaba las mallas de alambre de la parte inferior de la pared de vidrio, el viento agitaba las páginas de un libro apoyado en el brazo de un sillón. Baedecker se volvió hacia la sonriente mujer.

– Señora Callahan -dijo Dave-, éste es Richard Baedecker. Richard, la señora Elizabeth Sterling Callahan.

– Tanto gusto, señor Baedecker -dijo la mujer, extendiendo la mano con la palma hacia abajo.

Baedecker cogió la mano y miró atentamente a la mujer. Al principio le había atribuido unos sesenta años, pero ahora comprendió que no tenía menos de setenta. Pero a pesar del peso de los años, Elizabeth Sterling Callahan conservaba una belleza demasiado arraigada para que el tiempo lograra exterminarla. El pelo blanco y corto formaba ondas eléctricas alrededor de ese rostro de facciones enérgicas. Los pómulos presionaban con fuerza una tez que el sol y la edad habían cubierto de pecas, pero los ojillos castaños eran vivaces e inteligentes, y la sonrisa aún mantenía el poder de cautivar.

– Encantado de conocerla, señora Callahan -dijo Baedecker.

– Cualquier amigo de David es amigo mío -respondió ella, y Baedecker sonrió al oír esa voz susurrante y cálida-. Siéntese, por favor. Sable, saluda a nuestros amigos.

Baedecker se percató de que una labrador negra estaba acurrucada en las sombras detrás de la mujer. La perra alzó la cabeza ávidamente cuando Dave se agachó para acariciarla.

– ¿Cuánto tiempo? -preguntó Dave, palmeando el costado de la perra.

– Paciencia, paciencia -rió la señora Callahan-. Las cosas buenas llevan tiempo. -Miró a Baedecker-. ¿Es ésta su primera visita a nuestra localidad, señor Baedecker?

– Sí, señora -dijo Baedecker, sintiéndose como un niño en presencia de ella. No le disgustaba esa sensación.

– Bien, es un sitio apacible, pero esperamos que le agrade -dijo la señora Callahan.

– Ya me gusta -contestó Baedecker-. También me gusta mucho esta casa. Ha hecho usted maravillas.

– Vaya, señor Baedecker, gracias -dijo la señora Callahan, y Baedecker le vio la sonrisa en la luz penumbrosa-. Mi difunto esposo y yo realizamos casi todo el trabajo cuando vinimos aquí a finales de los años 50. Hacía treinta años que la escuela estaba abandonada y se encontraba en pésimas condiciones. El techo se había desmoronado por partes, en casi todas las habitaciones del segundo piso había nidos de palomas…, cielos, pésimas condiciones. David, en esa mesa hay una jarra de limonada. ¿Por qué no sirves un poco? Gracias, querido.

Baedecker bebió limonada de una copa de cristal mientras fuera anochecía del todo. En el pueblo se veían las luces de unas casas y dos faroles de la calle, uno a poca distancia de la casa de Dave, pero las ramas tapaban el brillo y no enturbiaban la belleza del cielo mientras despuntaban más estrellas.

– Allá asoma Marte -dijo Dave.

– No, querido, ésa es Betelgeuse -dijo la señora Callahan-. Verás, está frente a Rigel y encima del Cinturón de Orion.

– ¿Le interesa la astronomía? -preguntó Baedecker, sonriendo ante el embarazo de Dave. Baedecker había tenido que instruir a su compañero durante los ejercicios de navegación celestial en los meses anteriores a la misión.

– Mi difunto esposo era astrónomo -dijo la anciana-. Nos conocimos cuando era profesor en la Universidad de DePauw de Greencastle, Indiana. Yo enseñaba historia. ¿Alguna vez estuvo en DePauw, señor Baedecker?

– No, señora Callahan.

– Bonito lugar. Académicamente secundario, y sepultado en el séptimo círculo de la desolación en los maizales de Indiana, pero con un bonito campus. ¿Más limonada, señor Baedecker?

– No, gracias.

– Mi difunto esposo era fanático de los Chicago Cubs -explicaba la señora Callahan-. Viajábamos a Chicago en el ferrocarril Monon cada agosto, para ver los partidos en el estadio Wrigley. Esas eran nuestras vacaciones. Recuerdo que en 1945 les fue muy bien. Mi difunto esposo hizo planes para alojarnos en el hotel Blackstone una semana más. Viajar para ver a los Cubs fue lo único que echó de menos cuando se jubiló y nos mudamos aquí en el otoño de 1959.

– ¿Por qué Lonerock? -preguntó Baedecker-. ¿Tenían ustedes familiares en Oregon?

– De ninguna manera. Ninguno de nosotros había visitado el oeste. No, mi difunto esposo calculó por los mapas que éste era el mejor sitio para las líneas magnéticas de fuerza, así que cargamos nuestro DeSoto y vinimos.

– ¿Líneas magnéticas de fuerza?

– ¿Le interesa observar el cielo, señor Baedecker? -preguntó la señora Callahan.

Antes que Baedecker pudiera responder, Dave intervino:

– Richard caminó conmigo por la Luna hace dieciséis años.

– Oh, David, no empieces de nuevo con eso -dijo la señora Callahan, dándole una palmada juguetona en la muñeca.

Dave se volvió hacia Baedecker.

– La señora Callahan no cree que los norteamericanos pisaran la Luna.

– ¿De veras? -preguntó Baedecker-. Creí que todos aceptaban eso.

– Vamos, no empiece usted también a tomarme el pelo -dijo la anciana, con aire divertido-. Dave ya es bastante malvado.

– Salió en televisión -dijo Baedecker, y en seguida comprendió que era un argumento pobre.

– Sí -afirmó la señora Callahan-, y también el discurso de Checkers de Nixon. ¿Cree usted todo lo que ve y oye, señor Baedecker? No he vuelto a tener un televisor desde que falló nuestro aparato. Ocurrió un domingo. Teníamos un Sylvania Halolite. El halo continuó funcionando cuando la pantalla se volvió negra. En realidad, era bastante sedante.

– Los alunizajes se publicaron en todos los periódicos -dijo Baedecker-. ¿Recuerda el verano de 1969? ¿Neil Armstrong? «¿Un paso pequeño para un hombre, un brinco gigantesco para la humanidad?»


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