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El hematoma del primer golpe estaba acentuado por un rojo virulento y un tajo profundo había partido la ceja rubia del adolescente. El ojo izquierdo había sufrido una hemorragia; el blanco se había vuelto carmesí y ese lado de la cara estaba moteado de contusiones y magulladuras. Por suerte, la piel de la frente no estaba abierta, de modo que supuse que el arma había sido una porra y no la culata de una pistola. A algún miembro de la fuerza policial no le caía muy bien el joven Bill Kleeb.
El juez me había asignado el caso, ya que Kleeb y su amiga Eileen Jennings habían presentado una denuncia por abuso policial, lo cual se estaba convirtiendo rápidamente en mi especialidad. En los últimos dos años, Filadelfia había desembolsado unos veinte millones de dólares en juicios por mala conducta policial y gran parte de ese dinero había ido a parar a mis clientes. Mis casos abarcaban una gran gama, que iba desde asalto policial, excesivo uso de fuerza y falso arresto hasta el oficial «disparo equivocado», como el estudiante graduado que resultó herido de bala porque tenía puesta una gorra verde de los Phillies igual a la de un delincuente que huía por las inmediaciones. El policía, que había estado bebiendo, se olvidó transitoriamente de que todo el mundo en Filadelfia usa gorras verdes de los Phillies, en especial cuando el equipo juega en casa.
El caso había sido noticia, así como las denuncias que presenté contra la comisaría 39 cuando un agente confesó que había traficado con objetos robados y falsificado pruebas en casos de drogas, lo cual había hecho que un cliente mío, un sastre de sesenta años, pasase doce años en prisión. Y el sastre era inocente. El caso es que tuvieron que pagarle dos millones, con lo cual me pagó la minuta y me hizo un traje a medida. Me gustaba mi trabajo; tenía un sentido. Tal como yo lo veía, mi ciudad no me necesitaba para decirle que tenía un problema con el Departamento de Policía, sino para recordárselo de vez en cuando. A cambio de ello, sólo cobraba una compensación modesta. Mi minuta por ser una molestia.
– Ahora, dime, Bill. ¿Por qué no pediste un médico a los policías? -Yo tomaba notas incongruentes durante la entrevista para evitar contemplar su rostro tumefacto. Escribí en mi bloc: DOCTOR, DOCTOR DAME LAS NOTICIAS.
– Les dije que no necesitaba un médico. Me pusieron hielo. Fue suficiente.
– Tendrías que haberlo llamado. Siempre que uno se queda inconsciente, hay que hacerlo.
– -De acuerdo.
Escribí: TENGO UN MAL CASO DE AMOR CONTIGO.
– -¿Cómo tienes las costillas? ¿Están bien?
– -Sí.
– -¿Te duele cuando respiras?
– No, ¿ve? -Lanzó una bocanada de humo del cigarrillo.
– Muy impresionante. -Tenía el pelo rubio grasiento, una frente manchada de pecas y una nariz pequeña sobre los labios hinchados. Sus dientes eran como los de los chicos pobres, espaciados y de tamaño irregular. Era sorprendente que no le hubieran saltado alguno durante la pelea-. ¿Patadas en el pecho? ¿O quizá te han pegado con la porra?
– Estoy bien -dijo con malhumor, y empecé a ponerme nerviosa. Acaso se debiera a cómo había ido la mañana. NINGUNA PÍLDORA CURARÁ MI ENFERMEDAD.
– Si estás tan bien, Bill, ¿por qué denunciaste a la policía por malos tratos? ¿Y por qué quieres declararte inocente cuando tenemos una oferta que te puede librar de la cárcel?
– Es Eileen, mi chica. -Cambió de posición con su carcelario uniforme azul-. Ella… eh… quiere que hagamos la misma denuncia. Como un mismo equipo.
– Pero no tiene ningún sentido declararte inocente. Eileen es quien creó el problema; ella es la que tiene antecedentes. -Por prostitución, pero no creí necesario aclarárselo en aquel momento.
– -Ella quiere que formemos un frente unido.
– -Pero no lo sois. Sois dos personas distintas y vuestras situaciones son diferentes. Por esa razón, os han asignado distintos abogados. Eileen tiene un problema más grave que el tuyo. Ella tenía el arma homicida.
– -¿El electrodo?
– ¿Cien voltios de electricidad aplicados al pecho de un agente de policía? ¿Piensas que no tiene importancia?
Se mordió el labio hinchado.
– Se pondrá hecha una fiera. Esta Eileen tiene muy mala leche.
– ¿Y qué? ¿Quién lleva los pantalones en la familia?
Parpadeó mientras inhalaba su Salem. El aire en la sala de interrogatorios estaba viciado por el humo de tabaco y por el desinfectante barato. La parrilla que había sobre la ventana de la puerta estaba llena de polvo; en el suelo yacía un arrugado vaso de plástico. He visto el mismo vaso de plástico en todas las comisarías de Filadelfia. Creo que lo pasean de una a otra.
– -Entonces, ¿qué opinas, Bill? No puedes conseguir la fianza; por tanto, si te declaras culpable, te vas. Si te declaras inocente, te meten directamente en la cárcel. Es una de las estupendas ironías de nuestro sistema penal.
No quería mirarme a los ojos.
– -Pues bien, dejemos este asunto por un momento. Dame más datos. Os estabais manifestando a favor de los derechos de los animales cuando os arrestaron. Creéis que Furstmann Dunn no debe probar sus vacunas con los monos. ¿Es esa la historia?
– -No tienen derecho. No tienen derecho. No nos pertenecen. Únicamente somos más evolucionados.
– Lo entiendo. -Bueno, algunos lo entenderían. No pude dejar de ver que mi último revolucionario no era más que un renacuajo de segunda categoría-. ¿Eres miembro de PETA o de algún otro grupo en pro de los derechos de los animales?
– -No necesito ninguna autoridad por encima de mí. --Dio otra calada a su Salem, que cogía como si fuera un Chupa-Chups.
– -Lo tomo como un no. --Escribí NO--. De modo que se trata de ti y de Eileen. ¿Estáis casados?
– No necesitamos ninguna autoridad…
– Otro no -dije, y volví a tomar nota: NO 2-. Así que sois tú y Eileen contra el mundo. Muy romántico. -Me había sentido así con Mark cuando era más joven y estaba pletórica de ilusiones.
– Supongo -dijo perezosamente. No pude identificar su acento aunque me conocía todos los acentos habidos y por haber en Filadelfia.
– -¿De dónde eres, Bill? De aquí no, ¿verdad?
– Del oeste de Pennsylvania, pasado Altoona. Me crié en una granja; por eso conozco a los animales. -Se rió y emitió un resto de bocanada de humo.
– -¿Has terminado la escuela secundaria?
– -Sí, y entonces me fui a Nueva York y trabajé un tiempo en la fábrica Harley Davidson. Allí conocí a Eileen. Ella trabajaba para el laboratorio Furstmann Dunn. Allí probaban la vacuna. Sacó fotos de cuando torturaban a los monos; son las que pusimos en las pancartas. Ella vio cómo los trataban. Abusaban de ellos.
¿Abusar? No parecía una palabra que él dijera con naturalidad.
– ¿Eileen te lo contó?
– -Usaban electrodos.
– -¿Con los monos?
– -Con visones. Para abrigos de visones. Estolas y todo eso.
– ¿Visones? Esta mañana no protestabas por los visones. ¿Por qué hablas ahora de visones?
– No sé. Usted ha sacado el tema.
Escribí: VISONES NO. ¿Era tonto del culo o cualquier conversación con un anarquista era necesariamente confusa?
– Todo es parte de lo mismo -añadió-. Es la misma basura.
– Bill, ¿te puedo dar un consejo? -Yo intento dirigir las vidas de todos mis clientes para redimir el pésimo trabajo que hago con la mía-. Si yo protestara contra los experimentos con animales, no elegiría Furstmann Dunn porque está elaborando una vacuna contra el sida. La gente quiere que el sida se pueda curar incluso si hay que dejar unos cuantos monos en el camino. ¿Por qué no protestas contra los peleteros? Entonces la gente podría estar de acuerdo y respaldarte.
Meneó la cabeza.
– A Eileen no le importa si la gente está o no de acuerdo con nosotros. Quiere detener el asunto. Llamar a la radio y a la televisión fue idea suya.
– Lograsteis armar un alboroto considerable, ¿verdad?
– dije sintiendo una pizca inexplicable de orgullo. Consiguieron convocar allí a todo el mundo, incluyendo los informativos nacionales. Parte del alboroto se debió a una contra manifestación espontánea de un grupo de homosexuales. Un asunto polémico, pero nadie me ganaba en no juzgar las creencias políticas de mis clientes. Yo no defendía lo que ellos pensaban, sino su derecho a decirlo sin recibir un porrazo en la crisma.
– Tuvimos un montón de publicidad. A Eileen también le gustó. -Bill apagó su colilla.
– No tendríais que haberos resistido al arresto. Tenían todo un escuadrón y sólo erais vosotros dos. Tú no tienes pinta de boxeador. -Eché una mirada a sus brazos. Eran blancos, delgados, fofos.
– No, yo soy un amante, no un luchador.
Sonreí. Apuesto a que tampoco era un gran amante, pero me di cuenta de que me caía bien. Pasé las páginas de su expediente, que estaba casi vacío. Bill no tenía antecedentes; por eso, el fiscal me había ofrecido un acuerdo ventajoso. El pobre chico había lanzado un solo puñetazo en su vida y había terminado aquí.
– No lo entiendo -dije cerrando la carpeta-. ¿Por qué golpeaste al policía?
Echó chispas por los ojos.
– Porque estaba golpeando a Eileen. Yo traté de quitárselo de encima. Le dobló un brazo y ella se cayó al suelo. vi Lo único que ella hizo fue gritarle.
– Salvo por el electrodo, ¿recuerdas? Amenazó al agente y al presidente de la compañía. No lo dejó salir de su Mercedes.
– Muy bien. Trataba de darle una dosis de su propia medicina. Podría haber sido peor. Quería ponerle una bomba debajo del coche.
– ¿Ponerle una bomba a quién? ¿Al directivo del laboratorio? -Sentí un escalofrío. Nunca me había acostumbrado a los casos de homicidio, incluso cuando tenía un caso favorable en las manos, así que hacía mucho tiempo que había renunciado a esa clase de trabajo--. Bill, ¿dijo Eileen que quería matar al consejero delegado de Furstmann? ¿Lo dijo en serio?
– -Es dura; Eileen lo es. --Bajó la mirada a su cigarrillo y apretó el filtro--. Por eso no quiere declararse culpable de los cargos. Probarían que hemos tenido la culpa. Es mejor ir a la cárcel. Tal vez hacer una huelga de hambre.
Puse a un lado el bolígrafo.
– Bill, contéstame. ¿Hablaste con Eileen de matar al consejero delegado?
Ladeó la cabeza evitando aún mi mirada.
– Dijo que lo quería hacer y yo le dije que no. Dijo que no lo haría a menos que primero lo habláramos.
– -¿Le habrá dicho a su abogado que quería matar a esa persona?