Pero nadie sabía que a Dani la habían asesinado.

De repente, algo encajó en su lugar. Sus recuerdos sobre el asesinato de los Franklin la otra noche. La pequeña también tenía el pelo castaño. Fue esa visión de la pequeña masacrada en su cama, con sus coletas negras, lo que había impulsado a Rowan a devolver su placa.

Otra conexión con Nashville. ¿El típico asesinato con suicidio? Quizá no. Quizás había algo más.

– Quinn. Esto tiene que estar relacionado con el asesinato de los Franklin. Hablé con Roger de ello. Me dijo que me mandaría los archivos.

– Pero tú no trabajaste en ese caso -dijo Quinn, frunciendo el ceño. La miró con esos ojos suspicaces que ponía durante los interrogatorios.

Ella se resistió al impulso de encerrarse en sí misma. No soportaba tener que mostrar su debilidad para que el mundo entero pudiera verla.

– Fue mi último caso. Yo hice la primera inspección. Y después renuncié.

Michael y Quinn guardaron silencio, de pie frente a ella como centinelas en un interrogatorio, esperando que en algún momento se quebrara. Quizá no. Quizá no era más que su miedo. De volver a derrumbarse. Una vez más.

Adoptó una postura firme y dejó descansar las manos sobre la mesa, como si estuviera relajada. Evitó jugar con la taza. No sabía si tenía fuerzas para luchar contra aquel mal desconocido, pero no iba a mostrar su debilidad al resto del mundo.

– Llevaremos el pelo al laboratorio y lo analizaremos para confirmar si corresponde a la víctima -dijo Quinn-. He llamado a Roger, que estuvo en la escena del crimen, para saber qué piensa de lo del pelo. Es la segunda vez que el asesino se ha puesto en contacto contigo directamente. Está muy cerca.

El tipo iba a por ella. Lo sabía. Si la policía o el FBI no lo pillaban antes, vendría a buscarla. El asesinato de los Franklin pesaba sobre su conciencia. Si no hubiera renunciado al FBI cuatro años antes, ¿habría cambiado algo? Si hubiera seguido con el caso como la buena agente entrenada por el FBI, dejando de lado todos sus sentimientos personales, ¿el resultado habría sido diferente? No lo sabía, y el hecho de no saberlo se añadía al peso que llevaba encima.

Tanta muerte en su vida. Quizá su propia muerte la liberaría algún día.

– Habrá uno más -avisó Rowan, con voz temblorosa. El asesino había escogido un asesinato de cada uno de sus tres libros. ¿Los había escogido al azar? ¿O tenían una relevancia especial para el asesino? Rowan carraspeó-. Crimen de corrupción. En esa novela hay siete asesinatos. ¿Puedes hacer algo para que se difunda ese detalle? Hay siete mujeres en peligro. -Cogió la taza de café y bebió un sorbo. Estaba frío, pero tenía que hacer algo con las manos.

– Estaremos atentos -dijo Quinn-. La policía de Washington D.C. está alerta. La prensa se ha cebado con esta historia y ya ha publicado los nombres de las mujeres que mueren asesinadas en tu novela. Supongo que los libros estarán agotados en todas las librerías. -Empezó a sonreír, y luego se dio cuenta de que había metido la pata-. Lo siento, Rowan, no quería…

Ella dejó la taza en la mesa con tanta fuerza que se hizo trizas. La rabia acumulada contra el asesino desconocido se volvió de pronto contra Quinn. ¿Cómo se atrevía a decir una cosa así? Como si ella no lo supiera. Como si toda aquella publicidad no deseada no la pusiera enferma de los nervios. El asesino la había despojado del único placer catártico que poseía: el placer de escribir, inventarse historias donde el bien siempre triunfaba sobre el mal. No sabía si algún día volvería a escribir.

– ¿Cómo te atreves? Es dinero manchado de sangre. ¡No pienso ni tocarlo! -Echó la silla hacia atrás y pasó como un torbellino junto a Michael y se alejó por el pasillo hacia su estudio.

El portazo dio el toque final.

– Mierda -dijo Quinn, mesándose el pelo-. Debería pedirle perdón.

– ¿Por qué no le da un poco de tiempo? -dijo Michael. No dejaría que Quinn se acercara de nuevo a Rowan. Era evidente que habían compartido algo en el pasado.

Quinn miró a Michael de arriba abajo.

– Señor Flynn, Rowan y yo hemos sido colegas y amigos mucho tiempo -dijo-. Voy a hablar con ella.

Michael le cerró el camino.

– Dele un poco de tiempo -insistió Michael. Los dos eran igual de altos, pero Michael pesaba al menos seis kilos más que Quinn, todo músculo.

Se quedaron así mirándose, cara a cara, durante un buen minuto. Michael estaba decidido a negarle a Quinn el acceso a Rowan, mientras Quinn medía las ventajas y desventajas de enfrentarse al guardaespaldas. Fue Quinn el que rompió el silencio.

– Dejaré a Rowan por esta noche, pero tiene que venir al cuartel general del FBI mañana a revisar esos casos suyos.

– Es lo que ha estado haciendo aquí -observó Michael.

– Hemos encontrado unos cuantos que requieren una atención más detallada. Su conocimiento y familiaridad con estos casos es importante.

– Yo la acompañaré.

– Gracias -dijo Quinn cuando abría la puerta para irse-. Se lo agradezco.

Rowan oyó que se cerraba la puerta de entrada y se sintió aliviada con la partida de Quinn. Era un buen agente pero, maldita sea, ella creía que la conocía mejor. El dinero. Le importaba un rábano el dinero. Ella escribía porque tenía que hacerlo, como una purga del dolor que había guardado encerrado tantos años. En sus libros, la justicia siempre triunfaba. En su mundo de fantasía, los malos siempre morían. Las víctimas eran vengadas, el bien prevalecía sobre el mal.

Sin embargo, en la vida real nada de eso era verdad. A veces, las víctimas recibían una compensación de la justicia. A veces se castigaba a los malos. A veces el bien derrotaba al mal.

Pero, con la misma frecuencia, el que vencía era el mal.

Oyó unos pasos que llegaban hasta su puerta y se detenían. No quería hablar con Michael. Tenía buenas intenciones, pero era imposible que la entendiera. Por suerte, los pasos pasaron de largo y se alejaron por el suelo de baldosas.

Respiró como si hubiera estado conteniendo la respiración sin darse cuenta y miró la pistola que sostenía en la mano. Todo su dolor podía desaparecer en ese instante con una sola bala.

Era una cobarde. No se atrevía a acabar con su propia vida. Sólo quería que ese cabrón viniera a por ella antes de que nadie más muriera.

El director adjunto Roger Collins tomó el primer vuelo a Portland para inspeccionar la última escena del crimen del «Asesino Imitador», el nombre que los medios de comunicación habían dado al último asesino en serie de Estados Unidos. Tres horas más tarde, volvía al este, pero no al aeropuerto de Dulles.

– ¿A qué hora está previsto que lleguemos a Logan? -le preguntó a un auxiliar de vuelo que pasaba.

– Aterrizamos a las dieciséis y diez, hora del Este.

Collins sacó su cartera y extrajo una tarjeta que guardaba debajo de su carné de conducir. La miró un rato largo antes de sacar el teléfono móvil del respaldo del asiento delantero, marcó la clave de su tarjeta de crédito y pidió hablar con el director.

– Roger.

La voz del doctor Milton Christopher era grave y áspera, y no había cambiado en los más de veinte años que Roger lo conocía.

– Milt, ojalá te estuviera llamando para charlar.

– ¿Qué pasa?

– Voy camino de Boston y necesito hablar con MacIntosh.

Siguió una larga pausa.

– No ha habido cambios.

– Ya lo sé, pero tengo que verlo. Llegaré después de las horas de visita.

– ¿Tiene algo que ver con ese asesino en serie de la costa Oeste?

Ahora le tocó a Roger hacer una pausa.

– Puede ser.

– Estaré aquí -dijo el médico, con un suspiro.

– Gracias. -Roger colgó y miró por la ventana. Tenía que hacer una llamada más. Marcó el número.

– Penitenciaría de Shreveport.

– Tengo que hablar con el director acerca de un preso.

Cuando Roger aparcó el sedán de alquiler frente al Hospital de Bellevue para Presos Discapacitados Mentales, acababa de hablar por teléfono con las autoridades del sistema penitenciario de Texas. Se miró en el espejo retrovisor y no le sorprendió ver que tenía ojeras. El pelo canoso que a Gracie siempre le parecía tan «distinguido» le daba un aspecto más avejentado que sus cincuenta y nueve años.

Iban a rodar cabezas por haber trasladado a esa semilla del diablo sin haberle informado. Sin embargo, después de cuatro horas y media de llamadas, desvíos de llamadas y amenazas, Roger había descubierto dónde estaba y había hablado con el director de Beaumont, una cárcel de alta seguridad en Texas. El director James Cullen tenía respuestas a todas sus preguntas y había pasado la noche revisando una copia de todos los antecedentes pertinentes.

Roger iba a bajar de su coche en Bellevue cuando sonó su móvil. Estuvo a punto de no contestar. Eran más de las seis y no quería que Milt esperara mucho más. Pero echó una mirada al número y enseguida reconoció el de Rowan.

Sintió un nudo en el estómago, porque sabía que si algún día se sabía la verdad, ella nunca lo perdonaría. El hecho de que todo lo que hiciera fuera para protegerla no le serviría de excusa.

– Collins -contestó.

– ¿Ha hablado Quinn contigo hoy?

– Sí. -Por eso estaba en Boston, pero no podía decírselo.

– Le has puesto protección a Peter, ¿no? Si se entera de lo de Dani, puede que…

– Peter está a salvo, Rowan.

– Contrataré a un guardaespaldas, si es necesario. Si hay un problema de dinero, tengo suficiente.

– Ya está hecho.

– Gracias. -Siguió una pausa y Roger tuvo ganas de contárselo todo. Pero no lo hizo.

– ¿Alguna otra cosa?

Sonaba derrotada. Deseaba estar allí con ella, ser el padre que necesitaba y que nunca había tenido. Incluso cuando Rowan vivía con él y Gracie, él trabajaba doce y catorce horas al día. Sobre todo al principio, cuando ella lo había necesitado más.

– Vamos a coger a ese hijo de perra.

– Lo sé. -No daba la impresión de que Rowan le creyera-. Adiós.

– Espera… -Pero Rowan ya había colgado.

Cerró el móvil de un golpe y dio un puñetazo en el techo del coche. Mierda, mierda, mierda.

– ¿Te puedo ayudar en algo?

Roger se giró rápidamente. Milt Christopher ya lo había visto. En realidad, estaba demasiado cansado para hacer las cosas bien. Sacudió la cabeza.

– Sólo quiero que me lleves a ver a MacIntosh.

Caminaron en silencio por el césped. Se suponía que los prados amplios y bien cuidados calmaban la locura que se escondía tras las paredes.


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