El horror no acabó con la marcha de los invasores. Muchos de los que no habían muerto atravesados por una lanza o una espada, morían ahora en las casas incendiadas. Los techos en llamas se hundían y en su caída aplastaban a los desgraciados que no habían conseguido salir. El resplandor del fuego iluminaba las terribles escenas que se vivían en toda la ciudad. Las columnas de chispas y cenizas se mezclaban con las nubes que llegaban desde el mar y que se teñían de rojo y naranja en su paso por encima de la ciudadela. Era una atrocidad que se repetiría infinidad de veces en el transcurso de los siglos.

Varios cientos de personas consiguieron salvarse de la muerte y la destrucción al buscar refugio en los bosques cercanos, donde permanecieron escondidas hasta que la flota aquea desapareció más allá del horizonte, con rumbo al nordeste. Poco a poco los supervivientes troyanos regresaron a lo que había sido una gran ciudad, y se encontraron con que detrás de las enormes murallas no quedaban más que ruinas humeantes que apestaban con el repugnante hedor de la carne quemada.

Incapaces de emprender la tarea de reconstruir sus hogares, emigraron a otras tierras para edificar una nueva ciudad. Pasaron los años, y las cenizas de los escombros fueron arrastradas por la brisa marina a través de la llanura mientras el polvo sepultaba poco a poco las calles adoquinadas y las murallas.

Con el tiempo volvieron a levantar la ciudad, pero nunca más alcanzó la gloria pasada. Después sucumbió de nuevo como consecuencia de los terremotos, las sequías y la peste y permaneció desierta durante dos mil años. Pero su fama volvió a brillar con todo su esplendor cuando, setecientos años más tarde, un escritor llamado Homero escribió los vividos relatos de la guerra de Troya y del viaje de Ulises, el héroe griego.

Aunque Ulises era muy astuto y no mostraba ningún reparo ante el asesinato y el pillaje, no era tan bárbaro como sus camaradas de armas cuando se trataba de la esclavitud de las mujeres capturadas al enemigo. Si bien permitió que sus hombres se apoderaran de lo que les viniera en gana, él sólo se llevó el botín obtenido durante el aniquilamiento del odiado enemigo que había acabado con la vida de tantos de sus soldados. Ulises fue el único de los aqueos que no se llevó a una mujer como concubina. Echaba de menos a su esposa, Penélope, y a su hijo, al que no había visto en muchos meses, y ansiaba regresar a su reino en la isla de Ítaca con toda la celeridad con que los vientos impulsaran su nave.

Así pues, abandonó la ciudad arrasada después de hacer los sacrificios a los dioses, y su pequeña flota emprendió la travesía del gran mar verde rumbo al sudoeste con viento a favor.

Varios meses más tarde, después de una feroz tempestad que hundió su nave, Ulises, más muerto que vivo, consiguió atravesar la resaca y llegar a la costa de la isla de los feacios. Agotado, se tumbó a dormir sobre un montón de hojas en la misma playa. La princesa Nausícaa, hija de Alcínoo, rey de los feacios, que por inspiración de Minerva había ido con sus doncellas a la orilla del mar a lavar la ropa, encontró al héroe y llevada por la curiosidad lo sacudió para ver si estaba vivo.

Ulises se despertó y al verla se sintió fascinado por su extraordinaria belleza.

– En Delos vi una vez una criatura tan bella como tú.

Prendada, Nausícaa llevó al náufrago al palacio de su padre, donde Ulises se presentó como rey de Ítaca y fue agasajado con todos los honores de su rango. El rey Alcínoo y su esposa, la reina Arete, ofrecieron a Ulises una nave para regresar a su hogar, pero con la condición de que antes prometiera ofrecer a los monarcas y a la corte una narración de la gran guerra y sus aventuras desde que había dejado Troya. Se celebró un gran banquete en honor de Ulises, y el héroe aceptó de buen grado contar la historia de sus hazañas y desventuras.

– Poco después de salir de Troya -comenzó- cambiaron los vientos, y mi flota se vio arrastrada mar adentro. Tras diez días de mala mar conseguimos llegar a las costas de una tierra extraña. Allí, mis hombres y yo fuimos tratados con grandes muestras de afecto y amistad por los nativos, a quienes llamamos lotófagos, por el fruto de un árbol desconocido que comían y que los mantenía en un constante estado de euforia. Algunos de mis hombres comenzaron a comer el fruto del loto y no tardaron en caer en el letargo y perdieron todo deseo de regresar al hogar. Al ver que el viaje de retorno podía acabar allí mismo, ordené que los llevaran de nuevo a las naves. Izamos las velas y nos afanamos en los remos para alejarnos lo más rápido posible.

»En la errónea creencia de que estaba muy lejos hacia oriente, navegué con rumbo al oeste, guiado por las estrellas durante la noche y por el sol en su travesía desde levante a poniente. La flota llegó a varias islas muy arboladas donde caía sin cesar una lluvia cálida. En estas islas habitaba una raza de hombres que se llamaban a sí mismos cíclopes, unos vagos que criaban grandes rebaños de ovejas y cabras.

»Reuní a un grupo y fuimos a buscar víveres. En la ladera de una montaña encontramos una cueva que servía de establo con una cerca en la entrada para evitar que escaparan los animales. Dispuestos a aprovechar este regalo de los dioses, comenzamos a atar un rebaño de cabras y ovejas para llevárnoslas a nuestras naves. Fue entonces cuando de pronto escuchamos el ruido de unas pisadas y muy pronto un gigante apareció en la boca de la cueva. Entró y cerró la entrada con un enorme peñasco antes de ocuparse del rebaño. Nosotros nos escondimos en las sombras, sin siquiera atrevernos a respirar.

»Al cabo de un rato sopló las brasas de una hoguera y, cuando se avivaron las llamas, nos descubrió acurrucados en el fondo de la cueva. No hay hombre con un rostro más feo que el de los cíclopes, que tienen un único ojo redondo y negro como la noche.

»-¿Quiénes sois? -vociferó-. ¿Por qué habéis invadido mi casa?

»-No somos invasores -respondí-. Desembarcamos para llenar los odres con agua fresca.

»-Habéis venido a robar mis ovejas -tronó el gigante-. Llamaré a mis amigos y vecinos. Muy pronto llegarán varios centenares. Os herviremos y os comeremos.

»Aunque éramos guerreros aqueos que veníamos de luchar una larga y feroz guerra, sabíamos que nos veríamos superados en número. Así pues, cogí un tronco delgado de la cerca que encerraba al rebaño y con la espada le afiné un extremo hasta conseguir una punta muy afilada. Después le enseñé al gigante mi odre lleno de vino y le dije:

»-Escucha, cíclope, te ofrezco mi odre de vino a cambio de nuestras vidas.

»-¿Cómo te llamas?

»-Mis padres me llaman Nadie.

»-¿Se puede saber cómo se le pudo ocurrir a alguien ponerte un nombre tan estúpido? -dijo y, sin añadir una palabra más, el monstruo se bebió todo el odre. Borracho perdido, no tardó en quedarse dormido.

»Me apresuré a coger el tronco y, lanzándome sobre el gigante dormido, se lo clavé en su único ojo. Se levantó de un salto con un terrible aullido de dolor, se arrancó el tronco y salió de la cueva para pedir auxilio. Los cíclopes vecinos escucharon sus gritos y se presentaron, dispuestos a saber qué pasaba.

»-¿Te han atacado? -le preguntaron.

»-Nadie me atacó -replicó él.

»Convencidos de que estaba loco, volvieron a sus casas. Nosotros escapamos de la cueva y corrimos de regreso a nuestras naves. Mientras corría le grité al gigante ciego:

»-Gracias por regalarnos tus ovejas, cíclope. Eres un idiota. Cuando tus amigos te pregunten quién te dejó ciego, diles que fue Ulises, el rey de Ítaca, alguien más listo que tú.

– ¿Fue entonces cuando tu nave naufragó antes de que pudieras llegar a Feacia? -preguntó el buen rey.

Ulises sacudió la cabeza para negarlo.

– No hasta después de muchos meses. -Bebió un sorbo de vino antes de continuar-. Llevado muy al oeste por las corrientes dominantes y los vientos, avistamos tierra y echamos el ancla ante la costa de una isla llamada Eolia. Allí vivía el buen rey Eolo, hijo de Hipótada y amado de los dioses. Tenía seis hijas y seis hijos lujuriosos, así que animó a los hijos a que se casaran con las hijas. Todos vivían en perfecta armonía, siempre de fiesta y disfrutando de todos los lujos posibles.

»Avituallados por el buen rey, muy pronto nos encontramos con mar gruesa. El séptimo día, después de calmarse el mar, llegamos al puerto de la ciudad de los lestrigones. Enfilamos la entrada entre dos grandes promontorios rocosos, y mi flota echó anclas. Agradecidos por estar de nuevo en tierra firme, comenzamos a explorar la zona y nos encontramos con una bella muchacha que había ido a buscar agua.

»Cuando le preguntamos quién era su rey, ella nos dirigió a la casa de su padre. Pero, cuando llegamos allí, encontramos que la esposa era una gigantona de la altura y el grosor de un gran árbol y nos quedamos boquiabiertos ante aquella horrible visión.

»La mujer llamó a su marido, Antífates, que era todavía más grande que ella y el doble del tamaño de los cíclopes. Horrorizados ante aquella monstruosidad, corrimos de regreso a nuestras naves. Antífates dio la voz de alarma y muy pronto millares de gigantescos lestrigones aparecieron como un bosque y comenzaron a lanzarnos piedras con sus enormes hondas desde lo alto de los acantilados, no unos vulgares pedruscos, sino peñascos casi tan grandes como nuestras naves. La mía fue la única que escapó a la carnicería. Todos las demás naves de mi flota fueron echadas a pique.

»Mis hombres se vieron lanzados al agua, y los lestrigones los ensartaron con sus lanzas como si fuesen peces, y se los llevaron para devorarlos. En cuestión de minutos mi nave llegó a mar abierto y nos encontramos fuera de peligro, aunque nos dominaba una profunda tristeza. No solo habían muerto nuestros amigos y camaradas, sino que también habíamos perdido todos los tesoros que nos habíamos llevado de Ilión. Todo el oro troyano que había sido parte del botín yacía ahora en el fondo de la bahía de los lestrigones.

»Con el corazón triste, continuamos nuestro viaje hasta que llegamos a la isla de Eea, morada de la famosa y encantadora reina reverenciada como una diosa. Seducido por los encantos de la bella Circe de bonitas trenzas, me hice amigo de ella y disfruté de su compañía durante un año entero. Me descubrí a mí mismo deseando prolongar mi estada pero mis hombres insistieron en que reanudáramos todos el viaje de regreso a nuestros hogares en Ítaca o se marcharían ellos sin mí.

»Circe accedió a mi partida con lágrimas en los ojos, pero me suplicó que hiciera un viaje más.


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