Para entonces, el cielo era de un azul pálido, el color de los nomeolvides. Alaïs sabía que se estaba demorando demasiado. Pero viendo la dorada luz del sol que bailaba en la superficie del agua y sintiendo el aliento del viento sobre su piel, le costó hacerse a la idea de volver a las agitadas y ruidosas calles de Carcasona y a los atestados ambientes de la casa. Diciéndose que un rato más no haría daño a nadie, Alaïs se recostó en la hierba y cerró los ojos.
El graznido de un pájaro la despertó.
Se incorporó sobresaltada. Levantó la vista hacia el moteado dosel de hojas, pero no pudo recordar dónde estaba. De pronto, todo volvió a su memoria.
Trastabillando, se puso en pie aterrorizada. El sol estaba alto en un cielo sin nubes. Había estado fuera demasiado tiempo. Estaba segura de que para entonces ya habrían notado su ausencia.
Dispuesta a guardar sus cosas tan de prisa como pudiera, Alaïs lavó someramente en el río los utensilios embarrados y roció con un poco de agua las tiras de paño, para que conservaran la humedad. Estaba a punto de marcharse, cuando por el rabillo del ojo advirtió que había algo enredado en los juncos. Parecía un leño o un tocón. Protegiéndose los ojos del resplandor del sol, Alaïs se preguntó cómo no lo había visto antes.
El objeto se movía en la corriente con excesiva fluidez, demasiado lánguidamente para ser de madera maciza. La joven se acercó un poco más.
Entonces pudo ver que se trataba de un trozo de material pesado y oscuro, hinchado por el agua. Tras una momentánea vacilación, la curiosidad pudo con ella y Alaïs volvió a adentrarse en el río, esta vez hasta más allá de las zonas bajas ribereñas, hacia el cauce central, un poco más profundo, donde el agua era más oscura y la corriente más fuerte. Cuanto más avanzaba, más fría estaba el agua. Alaïs se debatía por mantener el equilibrio. Hundía los dedos de los pies en el blando limo del fondo, mientras el agua le salpicaba los blancos y delgados muslos y la falda.
Poco después de traspasar la línea central, se detuvo, con el corazón desbocado y las palmas de las manos repentinamente sudorosas de miedo, porque ya podía ver con claridad.
– Paire Sant! -Padre santo. Las palabras brotaron involuntariamente de sus labios.
El cuerpo de un hombre flotaba boca abajo en el agua, con la capa abultada a su alrededor. Alaïs tragó saliva. Llevaba una casaca de terciopelo castaño, de cuello alto, guarnecida con cintas de seda y ribeteada con hilo de oro. La joven distinguió el resplandor de una cadena o brazalete de oro bajo el agua. Como el hombre tenía la cabeza descubierta, Alaïs pudo ver su pelo, negro y rizado, con algunos mechones grises. Parecía llevar algo al cuello, una cuerdecilla trenzada de color carmesí, una cinta.
Alaïs se acercó un paso más. Lo primero que pensó fue que el hombre había debido de tropezar en la oscuridad y resbalar hasta el río, donde se había ahogado. Estaba a punto de tender los brazos para sacarlo del agua, cuando algo en el modo en que flotaba la cabeza congeló su movimiento. Hizo una profunda inspiración, paralizada por la visión del cuerpo abotargado. En otra ocasión había visto el cadáver de un ahogado. Hinchado y desfigurado, aquel barquero tenía la piel cubierta de ronchones azules y violáceos, como un extenso cardenal. Lo de ahora era diferente, no encajaba.
Parecía como si a aquel hombre ya lo hubiera abandonado la vida antes de entrar en el agua. Sus manos exánimes se tendían hacia adelante, como intentando nadar. El brazo izquierdo flotó hacia ella, llevado por la corriente. Algo brillante, algo coloreado justo debajo de la superficie, captó su atención. Allí donde hubiese debido estar el dedo pulgar, había una herida de bordes irregulares, como una mancha de nacimiento, roja sobre la piel blanca y abotargada. Le miró el cuello.
Alaïs sintió que se le aflojaban las rodillas.
Todo comenzó a moverse con inusual lentitud, tambaleándose y ondulando como la superficie de un mar agitado. La desigual línea carmesí que había tomado por un collar o una cinta era un tajo profundo y salvaje, que iba desde detrás de la oreja izquierda hasta debajo de la barbilla, casi separando la cabeza del cuerpo. Jirones de piel desgarrada, que el agua teñía de verde, flotaban en torno a la incisión. Diminutos pececillos plateados y negras sanguijuelas hinchadas se estaban dando un festín a lo largo de toda la herida.
Por un instante, Alaïs pensó que el corazón le había dejado de latir. Después, la conmoción y el miedo se adueñaron de ella en igual medida. Se dio la vuelta y echó a correr por el agua, trastabillando y resbalando en el barro, obedeciendo al instinto que le aconsejaba poner tanta distancia como le fuera posible entre ella y el cadáver. Estaba empapada de la cintura a los pies. El vestido, hinchado y cargado de agua, se le enredaba en las piernas y la arrastraba hacia abajo.
El río le pareció el doble de ancho, pero siguió adelante hasta alcanzar la seguridad de la orilla, donde cedió a la fuerza de las náuseas y expulsó violentamente el contenido de su estómago. Vino, pan sin digerir y agua de río.
Medio a gatas y medio arrastrándose, consiguió dejar atrás la ribera, antes de desplomarse en el suelo, a la sombra de los árboles. La cabeza le daba vueltas y tenía la boca seca y agria, pero debía huir. Intentó ponerse en pie, pero sus piernas parecían huecas y no aguantaban su peso. Conteniendo el llanto, se enjugó la boca con el dorso de la mano, temblorosa, y una vez más trató de incorporarse, apoyada en un tronco.
Esta vez se mantuvo en pie. Mientras tiraba de la capa para descolgarla de la rama donde la había dejado, consiguió calzarse las babuchas en los pies enfangados. Después, abandonando todo lo demás, echó a correr por el bosque como si el demonio fuera pisándole los talones.
El calor se abatió sobre Alaïs en el instante en que salió de entre los árboles al espacio abierto del pantano. El sol le aguijoneaba las mejillas y el cuello, como mofándose de ella. Los tábanos y avispas se habían despertado con el calor, y sobre las charcas que flanqueaban el sendero planeaban enjambres de mosquitos, mientras la joven corría y tropezaba a través del inhóspito paraje.
Sus piernas, exhaustas, gemían de dolor, y el aliento le quemaba la garganta y el pecho, pero siguió corriendo sin parar. Sólo era consciente de la necesidad de alejarse tanto como pudiera del cadáver, y contárselo a su padre.
En lugar de regresar por el mismo camino, que quizá encontrara barrado, Alaïs se encaminó instintivamente hacia Sant-Vicens y la puerta de Rodez, que conectaba el suburbio con Carcasona.
Las calles estaban animadas y a la joven le costaba abrirse paso. El bullicio del mundo se le fue haciendo cada vez más presente, estruendoso e ineludible a medida que se acercaba a la entrada de la Cité. Intentó no oír nada y concentrarse únicamente en llegar a la puerta. Rezando para que las débiles piernas no le fallaran, siguió adelante.
Una mujer le dio un golpecito en el hombro.
– La cabeza, dòmna -le dijo serenamente. Su voz era amable, pero parecía proceder de muy lejos
Cayendo en la cuenta de que llevaba el pelo suelto y despeinado, Alaïs se ajustó rápidamente la capa sobre los hombros y se levantó la capucha, con las manos temblorosas por el agotamiento y la conmoción. Siguió avanzando poco a poco, cubriendo con la capa la parte delantera del vestido, con la esperanza de ocultar las manchas de barro, vómito y verde vegetación acuática.
Todos se movían a empellones, dando codazos y hablando a voces. Alaïs sintió que se iba a desmayar. Alargó una mano, buscando el apoyo de un muro. Los hombres de guardia en la puerta de Rodez hacían pasar con un simple movimiento de cabeza a la mayoría de los lugareños, sin hacer preguntas. Pero a los vagabundos, pordioseros, gitanos, sarracenos y judíos los paraban, les preguntaban qué iban a hacer en Carcasona y registraban sus pertenencias con más celo del necesario, hasta que una jarra de cerveza o unas cuantas monedas cambiaban de dueño y ellos pasaban a la víctima siguiente.
A Alaïs la dejaron pasar casi sin mirarla.
Las estrechas callejuelas de la Cité estaban inundadas de vendedores ambulantes, comerciantes, animales, soldados, herreros, juglares, esposas de cónsules con sus doncellas, y predicadores. Alaïs caminaba con la espalda encorvada, como si avanzara contra un gélido viento del norte, por miedo a ser reconocida.
Por fin avistó el familiar contorno de la torre del Mayor, seguida de la torre de las Casernas y las torres gemelas de la puerta del este, a medida que se desplegaba ante ella la figura completa del Château Comtal.
Una sensación de alivio le inundó la garganta. Lágrimas feroces le manaron de los ojos. Furiosa por su debilidad, Alaïs se mordió con fuerza los labios hasta hacerlos sangrar. Estaba avergonzada por haberse alterado tanto y resolvió no aumentar la humillación llorando donde pudiera haber testigos de su falta de valor.
Lo único que quería era estar con su padre.
CAPITULO 3
El senescal Pelletier estaba en una de las despensas del sótano, junto a las cocinas, terminando el inventario semanal de las reservas de grano y harina. Para su satisfacción, comprobó que no había nada mohoso.
Bertran Pelletier llevaba más de dieciocho años al servicio del vizconde Trencavel. Corría el frío invierno de 1191 cuando recibió la orden de regresar a su Carcasona natal para asumir el cargo de senescal del pequeño Raymond-Roger, que a sus nueve años acababa de heredar los dominios de la casa Trencavel. Llevaba cierto tiempo esperando el mensaje, por lo que acudió de buen grado, acompañado de su esposa francesa, gestante y de su hija de dos años. La humedad y el frío de Chartres nunca le habían gustado. Lo que encontró fue un chico maduro para su edad, desolado por la pérdida de sus padres, debatiéndose por sobrellevar la responsabilidad que había caído sobre sus jóvenes hombros.
Desde entonces, Bertran había estado junto al vizconde Trencavel, primero en casa del tutor de Raymond-Roger, Bertran de Saissac, y a continuación bajo la protección del conde de Foix. Cuando Raymond-Roger cumplió la mayoría de edad y regresó al Château Comtal para asumir la posición de vizconde de Carcasona, Béziers y Albí que legítimamente le correspondía, Pelletier estaba a su lado.
Como senescal, Pelletier era responsable del buen funcionamiento de la casa. Se ocupaba de la administración, la justicia y la recaudación de impuestos, efectuada en nombre del vizconde por los cónsules, que a su vez se ocupaban de los asuntos de Carcasona. Más importante aún, era el reconocido confidente, consejero y amigo del vizconde. Nadie tenía tanta influencia sobre el joven como él.