«Demasiado rápido.»
Intenta agarrarse a los árboles para ralentizar su avance o detener su desbocada carrera hacia ese lugar desconocido, pero sus manos pasan a través de las ramas como si fueran las de un fantasma o un espíritu. Montoncitos de hojas diminutas se le quedan pegadas en las manos, como pelos en un cepillo. No siente su tacto, pero la savia le mancha de verde las yemas de los dedos. Se las acerca a la cara para aspirar su perfume agrio y sutil. Tampoco puede olerlo.
Siente una punzada en un costado, pero no puede detenerse, porque detrás de ella hay algo que se le va acercando cada vez más. El sendero tiene un declive pronunciado bajo sus pies. Sabe que el crujido de las piedras y las raíces secas ha reemplazado a la tierra blanda, el musgo y la hierba, pero no oye ningún sonido. No hay aves que canten ni voces que llamen, no hay más que su propia respiración agitada. El sendero vira y se enrosca sobre sí mismo, lanzándola primero en una dirección y luego en otra, hasta que dobla un recodo y ve el silencioso muro de llamas que bloquea el camino más adelante: un pilar de sinuosas lenguas de fuego, blancas, doradas y rojas, plegándose sobre sí mismas y en constante transformación.
Instintivamente, Alice levanta las manos para protegerse la cara del intenso calor, aunque no puede sentirlo. Ve las caras atrapadas dentro de las llamas danzarinas y las bocas desfiguradas en muda agonía, que el fuego acaricia y quema.
Alice intenta detenerse. Tiene que detenerse. Le sangran los pies heridos y su larga falda mojada entorpece su carrera, pero su perseguidor le está pisando los talones y algo que no puede controlar la impulsa hacia el fatal abrazo de las llamas.
No tiene más remedio que saltar para evitar que la consuma el fuego. Sube en espiral por el aire, como un penacho de humo, flotando muy por encima de los amarillos y los naranjas. El viento parece elevarla, liberándola de la tierra.
Alguien la llama por su nombre, una voz de mujer, pero lo pronuncia de un modo extraño.
Alaïs.
Está a salvo. Es libre.
Después, la familiar sensación de unos dedos fríos que le agarran los tobillos y la sujetan al suelo. No, no son dedos, son cadenas. Ahora Alice advierte que tiene algo entre las manos, un libro, cerrado con lazos de cuero. Comprende que es eso lo que quiere. Lo que ellos quieren. Es la pérdida de ese libro lo que ha motivado su ira.
Si por lo menos pudiera hablarles, quizá podría llegar a un acuerdo. Pero su cabeza está vacía de palabras y su boca es incapaz de hablar. Da una patada, se sacude con violencia para huir, pero está atrapada. El hierro que le inmoviliza las piernas es demasiado fuerte. Empieza a gritar y se siente arrastrada otra vez al fuego, pero no hay más que silencio.
Vuelve a gritar, sintiendo que su voz lucha en su interior por ser oída.
Esta vez el sonido irrumpe. Alice siente que el mundo real regresa impetuosamente. Sonidos, luz, olores, tacto, el sabor metálico de la sangre en su boca. Hasta que todo eso se detiene, durante una fracción de segundo, y se siente de repente envuelta por un frío traslúcido. No es el frío familiar de la cueva, sino algo diferente, intenso y luminoso. En su interior, Alice sólo puede distinguir los efímeros contornos de un rostro, hermoso e indefinido. La misma voz vuelve a llamarla por su nombre.
– Alaïs.
La está llamando por última vez. Es la voz de una amiga. No de alguien que quiera hacerle daño. Alice se debate para abrir los ojos, sabiendo que si consigue ver, podrá entender. No puede. No del todo.
El sueño empieza a desvanecerse, la está dejando ir.
«Es hora de despertar. Tengo que despertar.»
Ahora hay otra voz en su cabeza, diferente de la anterior. La sensibilidad le está volviendo a los brazos y las piernas, a las rodillas raspadas que le escuecen y a la piel rasguñada, que le duele donde se golpeó. Puede sentir la mano que le aprieta con fuerza el hombro y la sacude, devolviéndola a la vida.
– ¡Alice! ¡Alice, despierta!