A Eduardo Deán lo conocí un mes más tarde, aunque ya antes lo había visto, no sólo con bigote y en foto y en su propia casa, sino sin bigote y en persona y en el cementerio, y menos joven. Un rostro memorable. No fue del todo casual que nos conociéramos, no lo fue en absoluto que yo presenciara el enterramiento, del que supe por los periódicos. Ah, pasé dos días aguardando su salida de madrugada, curioseando revistas a la espera de que llegaran después de la medianoche los paquetes de prensa con la primera edición, y contemplé cómo el empleado cortaba la cinta plana de plástico que los sujetaba, y fui el primero en coger un ejemplar del montón y pagarlo en caja, para irme a continuación a la cafetería del establecimiento y, tras pedir una coca-cola, abrirlo con nerviosismo por las páginas del epígrafe 'Agenda', donde se encuentran los natalicios y el tiempo y las necrológicas, los cumpleaños y los premios menores y las ridiculas investiduras honoris causa (no hay quien resista un birrete con flecos), los resultados de la lotería y el ajedrez y el crucigrama y hasta un pasatiempo llamado revoltigrama, y sobre todo la sección titulada ‘Fallecidos en Madrid', una lista alfabética de nombres completos (nombre y dos apellidos), a los que se añade tan sólo un número, el de su edad al dejar de tenerla, aquella en que los muertos han quedado fijados con diminuta letra, la mayoría en su primera e insignificante y última aparición impresa, como si además de eso, una edad azarosa y un nombre, no hubieran sido nunca nada. Es una lista bastante larga -unas sesenta personas- que yo jamás había leído, y consuela un poco ver que por lo general las edades son avanzadas, la gente vive bastante: 74, 90, 71, 60, 62, 80, 65, 81, 80, 84, 66, 91, 92, 90, los nonagenarios son mujeres casi siempre, de las que mueren a diario menos que hombres, o así parece según el registro. El primer día sólo había tres muertos con menos de cuarenta y cinco años, todos varones y uno de ellos extranjero, se llamaba Reinhold Müller, 40, qué le habría pasado. Marta no figuraba, luego no había sido aún descubierta, o la notificación no había llegado al cierre, los periódicos cesan en sus tareas mucho antes de lo que se cree. Para entonces habían pasado unas veinte horas desde que yo había salido del piso. Si alguien se había presentado por la mañana había habido tiempo de sobra para llamar a un médico, para que éste levantara acta de defunción, para avisar a Deán a Londres, incluso para que él viajara de vuelta, todo son facilidades en las desgracias y las emergencias, si alguien implora ante el mostrador de una compañía aérea y dice: 'Mi mujer ha muerto, mi hijo está solo', esa compañía sin duda le hará un hueco en el vuelo siguiente, para no ser tildada de desaprensiva. Pero nada de eso debía de haber ocurrido, porque el nombre de Marta Téllez, con su segundo apellido que yo ignoraba y la edad de su muerte -¿33, 35, 32, 34?-, no venía en la lista. Quizá la impresión, quizá la tristeza habían hecho que nadie se acordara de cumplir con los trámites. Pero a un médico se lo llama siempre, para que certifique y confirme lo que todos piensan (para que lo verifique con su mano infalible y tibia de médico que reconoce y distingue la muerte), lo que yo pensé y supe cuando abrazaba a Marta de espaldas. ¿Y si yo me había equivocado y no había muerto? Yo no soy médico. ¿Y si había perdido tan sólo el sentido y lo había recuperado por la mañana y la vida había seguido con normalidad, el niño en la guardería y ella con sus quehaceres, relegado mi paso nocturno a la esfera de los disparates y los malos sueños, recogido todo y cambiadas las sábanas aunque yo no hubiera llegado a estar entre ellas? Es curioso cómo el pensamiento incurre en lo inverosímil, cómo se lo permite momentáneamente, cómo fantasea o se hace supersticioso para descansar un rato o encontrar alivio, cómo es capaz de negar los hechos y hacer que retroceda el tiempo, aunque sea un instante. Cómo se parece al sueño.
Era cerca de la una en el establecimiento, un Vips, allí había aún mucha gente cenando y comprando, y en Inglaterra era siempre una hora menos. Me levanté y fui al teléfono, por suerte era de tarjeta y yo tenía tarjeta, saqué de mi cartera el papel con el número del Hotel Wilbraham, y a la voz del conserje (la misma, estaba claro que su turno era de noche) le pregunté por el señor Ballesteros. Esta vez no dudó, me dijo:
– No cuelgue, por favor.
No me preguntó si sabía el número de habitación ni nada, sino que él lo añadió como para sus adentros o como si radiara sus actos y sus pensamientos ('Ballesteros. Cincuenta y dos. Vamos a ver', dijo, y pronunció el apellido como si llevara una sola l), y oí en seguida el sonido de la llamada interna que me pilló de sorpresa, no estaba preparado para ello ni para oír a continuación la voz nueva que dijo '¿Diga?', o bueno, no dijo eso, sino en inglés su correspondiente. Aquella sola palabra no me permitió saber si era una voz española o británica (o si el acento era bueno, en el primer caso), porque colgué nada más oírla. 'Santo cielo', pensé, 'este hombre todavía está en Inglaterra, no debe de saber nada, cualquier persona que hubiera ido a la casa habría hecho lo mismo que yo, habría buscado y hallado las señas y el número de Deán en Londres y por tanto él tendría que estar ya avisado. Luego aún debe ignorarlo, a menos que se lo haya tomado con mucha calma. Si el niño está en buenas manos, puede que haya decidido volar mañana. No, no debe saberlo, o quizá acaba de ser informado y hoy ya no puede hacer nada. Quizá esté aún llorando en su habitación de hotel extranjero, y esta noche no conciliará el sueño.'
– Oiga, ¿va a llamar más?
Me volví y vi a un individuo de dientes largos (nunca tendría la boca del todo cerrada) y convencionalmente bien trajeado, llevaba un abrigo de piel de camello: como suele suceder en estos casos, su dicción era plebeya. Saqué mi tarjeta y me hice a un lado, volví a mi mesa, pagué mi coca-cola, salí, y fue entonces cuando regresé a Conde de la Cimera en un taxi. Mí visita no fue larga, pero algo más de lo que pensé en principio. Le dije al taxista que aguardara y descendí con la idea de que fuera un segundo, me quedé al lado del coche y miré hacia arriba y no pude respirar aliviado: las luces que yo había dejado encendidas seguían así, aunque era difícil recordar si se trataba de las mismas exactamente o si se había producido alguna variación, sólo las había mirado un momento desde aquella posición al salir, no me había entretenido, aturdido entonces y temeroso y cansado; y si eran las mismas era muy probable que nadie hubiera entrado en aquella casa en todo el día, y que el cadáver continuara allí transformándose semidesnudo bajo las sábanas, en la misma postura en que lo había dejado o acaso destapado y zarandeado por la impaciencia y la incomprensión y la desesperación del niño ('Debí cubrirle la cara', pensé; 'pero no habría servido de nada'). Y el niño también seguiría allí, quizá se habría comido cuanto le había dejado a mano y tendría hambre, no, le había dejado bastante cosa, una mescolanza, un revoltigrama, para un estómago pequeño. No sabía qué hacer. Estaba allí de pie con mi abrigo y mis guantes de nuevo, a mi lado un silencioso taxi que se había decidido a parar el motor al ver que mi espera no era tan breve. A esas horas había encendidas más luces en el edificio, pero mis ojos estaban fijos en las del piso que conocía, como si mirara por un catalejo. Estaba más angustiado que la noche anterior, más que al irme de madrugada. Sabía lo que había ocurrido y a la vez me parecía insensato y ridículo que hubiera ocurrido, lo que sucede no sucede del todo hasta que no se descubre, hasta que no se dice y hasta que no se sabe, y mientras tanto es posible la conversión de los hechos en mero pensamiento y en mero recuerdo, su lento viaje hacia la irrealidad iniciado en el mismo momento de su acontecer; y la consolación de la incertidumbre, que también es retrospectiva. Yo no había dicho nada, tal vez el niño. Todo estaba en orden en la calle, por la que pasó un grupito de estudiantes borrachos, uno de ellos me rozo con el hombro, no se disculpó, gregarios y tan mal vestidos. Yo miraba siempre hacia arriba, hacia el quinto piso de aquel edificio que tenía catorce, intentando dilucidar el sentido de la luz visible tras los visillos de la terraza a la que se accedía desde el salón, la puerta de cristales aparentemente cerrada, pero era imposible saber desde allí si en verdad lo estaba, o sólo entornada.