Hay ocasiones en las que el hombre ilustre, que actúa y encarga siempre a través de intermediarios (por lo general está muy lejos), quiere conocer a su negro para darle instrucciones directas o para que admire su personalidad y se contagie algo de ella o también por curiosidad poco recomendable, y es entonces cuando a Ruibérriz le han surgido problemas. Es consciente de su aspecto indecoroso y sabe que no es cuestión de vestuario ni de dicción ni modales, sino de estilo y carácter y por lo tanto algo inmutable. No es que vaya mal trajeado, ni que lleve un peinado estrafalario (raya muy baja para cubrir una calva, por ejemplo) o no se lave y apeste o le cuelguen cadenas del cuello, nada de eso. Es que lleva pintada en el rostro y los ademanes, en los andares y la complexión y en su incontenible labia su esencia de sinvergüenza. A nadie un poco observador podría hacer objeto de una estafa, no por falta de ganas ni de facultades, sino porque se lo ve venir desde el primer momento a distancia, incluso cuando sus propósitos no son dolosos. Por suerte para él no escasean los distraídos y los incautos, así que a más de uno y una ha engañado en su vida, y la cuenta no ha acabado; pero sabe que no tiene posibilidades con alguien mínimamente suspicaz o precavido. (Se rodea de personas encantadoras por tanto, víctimas excelentes, hombres ufanos y mujeres candidas.) No ser capaz de disimularlo le lleva a no intentarlo tampoco y a dejarse conducir por su gusto y por ese carácter diáfano en su fraudulencia, de manera que las pocas veces en que un prohombre ha querido entrevistarse con él para aleccionarlo o inspeccionarlo o pedirle algún rasgo concreto de su discurso o artículo, ese prohombre se ha encontrado con un sujeto demasiado bien vestido y coqueto, demasiado oloroso y apuesto y demasiado atlético, de sonrisa demasiado cordial y continua y dientes demasiado blancos y rectangulares y sanos, con un agradable pelo echado hacia atrás y con ondulaciones sobre las sienes, un poco abultado pero ortodoxo, con algunas canas que no le dan respetabilidad porque parecen pintadas o de mercurio (un pelo de músico), amable y dicharachero en exceso, de actitud nada modesta y descomunal optimismo, alguien jovial y que no quiere sino gustar o no sabe hacer otra cosa que procurarlo, lleno de proyectos y sugerencias, con demasiadas ideas no solicitadas, demasiado activo, algo aturdidor y que inevitablemente da la impresión de buscar algo más de lo que se le está proponiendo, un enredador en suma. Tiene largas pestañas vueltas, la nariz recta y picuda con el hueso muy marcado, y el labio superior se le dobla hacia arriba al sonreír y reír (y ríe y sonríe mucho), dejando ver su parte interior más húmeda y confiriendo a su rostro una salacidad innegable que parece involuntaria (no es extraño que cautive a bastantes tipos de mujeres). Siempre está muy erguido para subrayar su estómago demasiado plano y sus pectorales tan pronunciados, cuando está de pie suele cruzar los brazos de manera que cada mano cae sobre el bíceps del otro lado, parece que se los esté acariciando o midiendo. Es uno de esos individuos a los que, vayan como vayan vestidos, uno ve siempre en niki y con botas altas, y creo que con esto ya he dicho bastante. Lo cierto es que cuando lo ven las personas eminentes, suelen sobresaltarse y echarse las manos a la cabeza: 'Ah mais non!', se sabe que dijo una vez un antiguo embajador en Francia para el que iba a escribir una delicada pieza internacional. 'Me han traído ustedes a un marsellés, a un maquereau, a Pépéle-Moko en persona, cómo decir, ¡me quieren poner en manos de un chuloputas!', le salió por fin la palabra patriótica. El embajador no quiso atender a razones ni ver ninguno de sus textos, le negó el trabajo y castigó al intermediario. Y un Director General del Libro con el que había cumplido extraordinariamente (tres discursos impecables, aburridos y vacuos como es la norma, pero llenos de citas sugestivas de autores nada manidos) decidió no encargarle nada más tras recibirlo un día en su despacho: el encuentro duró pocos minutos, pues Ruibérriz, para congraciarse, le habló de esos escritores que solía citar en su beneficio, lo cual irritó al director general, ya que no sólo le recordaba que él no era el verdadero autor de los competentes discursos, como había llegado a creer hasta aquel mismo instante gracias a un notable proceso de disociación (esto es, pese a tener delante asu negro), sino que además le impidió meter baza y lo obligó a balbucir, ya que, falto hasta de curiosidad, lo desconocía todo sobre esos nombres que habían estado en sus labios y le habían hecho recoger aplausos, sobre todo de sus subordinados. Se sabe que comentó luego a esos inferiores: 'Ese Ruy Berry tiene el aire podrido y me parece un farsante' (y 'Berry' lo dijo con acento inglés), 'no quiero saber nada más de él, es un name-dropper, verdad; naturalmente, no hace más que hablar de autores oscuros e insignificantes que nadie conoce, ¿y cómo sabemos que no nos mete goles en los discursos para desprestigiarnos? Digan al señor Berri' (y ahora le salió pronunciarlo a la francesa, con acento agudo) 'que sus servicios, verdad, ya no son requeridos ni necesarios. Páguenle para que no hable y, naturalmente, hagan el favor de buscarme a un negro, verdad, que no parezca un bañista.' Ruibérriz hubo de esperar a la destitución de ese director general para volver a recibir encargos de esa dirección general. Aprendió la lección, y hace ya mucho que no se presta a entrevistas con sus contratantes, o mejor dicho, las acata cuando no hay más remedio y hace que vaya yo en su lugar con la connivencia de los intermediarios, quienes comprenden que a un senador o al nuncio les acompleje o escueza encontrarse con un sujeto garrido que parece ir en albornoz o en niki (mi aspecto es más discreto y no causa alarma). Por eso no sólo he sido su voz a veces, sino también su presencia: de mala gana, ya que el trato con la gente suprema suele ser vejatorio.

Fue por lo tanto a Ruibérriz, que está tan enterado de todo y conoce a tantas personas, a quien pregunté por el excelentísimo Juan Téllez Orati. Lamentablemente no lo conocía en persona, aunque sí sabía quién era, es decir, me dio su ficha:

– Académico de Bellas Artes y creo que de la Historia -me dijo-, de ahí lo de excelentísimo, aunque el tratamiento se lo podría haber ganado también, supongo, por los otros dos costados, y aún puede que de aquí a su muerte le caiga algún título menor nobiliario, está en buen contacto con la Casa Real. Aunque ya está muy retirado les presta servicios, un buen cortesano, de los de hace veinte o más años. No ha escrito gran cosa, quiero decir de libros, pero tiene o tenía influencias y aún publica artículos sobre pedanterías remotas en algún periódico. Imagino que asistirá como un clavo a las sesiones de sus Academias, a falta de otras actividades de las que lo habrán ido apartando. Está ya de despedida, seguramente es un fueque se resiste a serlo, como la mayoría. A él lo mantiene a flote el contacto palaciego, pocos favores sensatos se le negarían por ese lado, según he oído. Eso es lo que sé, no sé si es bastante. ¿Por qué?

Esto me dijo Ruibérriz, los dos sentados ante una barra, al día siguiente del entierro de Marta Téllez. No mencionó esa muerte, no parecía al tanto. Sus datos me hicieron extrañarme de que sólo una treintena de personas hubiera asistido a ese entierro, y también de no haber visto allí ninguna cara que conociera con anterioridad, de la televisión o de fotografía. Tal vez la familia había querido una ceremonia más bien íntima, dadas las circunstancias mal explicables del fallecimiento, pero en cambio había publicado esquela, bien es verdad que la misma mañana del sepelio, la gente no lee el periódico de madrugada, ni siquiera muy de mañana: quizá así habían cumplido el precepto social y a la vez habían esquivado presencias que les habrían resultado inquisitivas o intrusas en aquellos momentos.


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