'Javier', mentí yo a mi vez, dándome cuenta de que lo habría hecho en ambos casos, tanto si ella era Victoria como si era mi Celia que ya no era mía.

'Otro Javier', comentó, 'la ciudad está llena o es el nombre que os gustaría tener a todos, no sé qué os ha dado'.

'¿Todos quiénes?', pregunté yo. '¿Tus clientes?'

'Los tíos en general, los tíos, ¿qué te crees, que sólo conozco puteros?'

Tenía algo desabrido que Celia no tenía ni tiene, si era ella fingía bastante bien, o quizá el tiempo que llevara ejerciendo -acaso más de un mes o dos, hacía cuatro o cinco que lograba no verla ni hablar con ella- le había servido para contagiarse de algunos modales. También se me ocurrió que podía estar irritada por mi alquiler tan pronto, pagando además de antemano: se podía estar preguntando si la había cogido por el parecido y como excepción o si era un putero de siempre y ella lo había ignorado durante nuestro matrimonio.

'Ya me imagino que no, perdona. También tendrás familia, supongo.'

'Por ahí andan, no los veo, así que no me preguntes por ellos.' E insistió con resentimiento, en sus ojos pintada la noche oscura: 'Oye, yo me trato con mucha gente'.

'Ya ya, disculpa', dije.

La conversación no resultaba fácil, quizá era mejor continuar en silencio. Pensaba que era Celia un momento y que podíamos dejar de disimular y hablar de todo o de lo de siempre o interrogarnos abiertamente, y al siguiente pensaba que no podía ser ella y que se trataba sólo de uno de esos parecidos extraordinarios que sin embargo se dan a veces, como si fuera ella con otra vida o historia, la misma persona a la que hubieran trocado de niña en la cuna como en los cuentos infantiles o en las tragedias de reyes, el mismo físico con otra memoria y con otro nombre y otro pasado en el que yo no habría existido, tal vez un pasado de niña gitana encaramada a la pila de objetos destartalados e inútiles de una carreta tirada por una mula, la Virgen de los traperos golpeándose contra las ramas de los torcidos árboles y viendo a las niñas burguesas masticar sus chicles en el piso alto de un autobús de dos pisos (pero ella era demasiado joven para haberlos conocido). Aunque tampoco hacía falta tanto para explicárselo, la frontera es delgada y todo está expuesto a los mayores vuelcos -el revés del tiempo, su negra espalda-, los hemos visto en la vida como en la novela y el teatro y el cine, escritores o sabios mendigos y reyes sin reino o esclavizados, príncipes encerrados en torres y asfixiados por una almohada, suicidados banqueros y beldades convertidas en monstruos tras ser arrasadas por vitriolo o por un cuchillo, nobles sumergidos en tinajas de nauseabundo vino e ídolos de las multitudes colgados de los pies como cerdos o arrastrados por un caballo, desertores convertidos en dioses y criminales en santos, ingenios reducidos a la condición de borrachos obtusos y tullidos coronados que seducen a las más hermosas sorteando su odio o aun transformándolo; y amantes que asesinan a quienes los aman. El filo es delgado y basta un descuido para caer del lado del que se está huyendo, porque en todo caso corta el filo y se acaba por caer de uno u otro, al poco tiempo: basta con echar a andar e incluso basta estar quieto.

'¿Qué, cómo va la conducción?', me preguntó Victoria después del nuevo silencio. '¿Entrenándote para la Fórmula 1 o es que todavía te estás pensando hasta dónde quieres que vayamos? ¿Quieres que te mire el mapa? A lo mejor te has perdido.' Y abrió la guantera para subrayar con un gesto su comentario.

'No tengas prisa que todo este rato ya me lo debes', respondí yo malhumorado y cerrándole la guantera de un golpe. 'Y no te quejes, que mejor estás aquí que pasando frío ahí en la esquina. ¿Cuánto rato llevabas sin que te cogiera nadie?'

'Eso a ti no te importa, yo no hablo de mi trabajo. Si además de hacerlo tengo que hablar de él, ya me contarás tú el plan.' Masticaba su chicle con fuerza y abrí un poco mi ventanilla para disipar el olor a menta, que se había mezclado con el de su perfume agradable, no era el habitual de Celia.

'Ya, no quieres hablar de tu trabajo ni de tu familia ni de nada: lo que hace tener la pasta ya en el talego sin habérsela ganado.'

'No es eso, tío', contestó ella, 'si quieres te la devuelvo y me la das cuando terminemos. Lo que pasa es que no estoy aquí para ilustrarte, cada cosa en su sitio, ojo.'

'Tú estás aquí para lo que yo te diga.' Me sorprendí a mí mismo diciéndole eso, a Victoria o a Celia, tanto daba. Los hombres tenemos la capacidad de meter miedo a las mujeres con una mera inflexión de la voz o una frase amenazadora y fría, nuestras manos son más fuertes y aprietan desde hace siglos. Es todo chulería.

'Vale, vale, no te me pongas borde', dijo ella en tono conciliador; y sirvió para apaciguarme ese 'me', porque me hizo sentirme un poco suyo.

'La que está borde eres tú desde que te has montado en el coche. Tú sabrás lo que te ha pasado con tu anterior cliente.' Me pareció que nos estábamos deslizando hacia una discusión conyugal o adolescente absurda. Añadí en seguida: 'Pero perdona, no te gusta hablar de tu trabajo, la señorita guarda el secreto profesional'.

'¿A que a ti no te gusta hablar del tuyo?', contestó la puta Victoria. 'A ver, ¿a qué te dedicas?'

'No me importa hablar de ello. Soy productor de televisión', mentí de nuevo, aunque con precaución, ya que conozco a varios y podía representar perfectamente su papel ante una puta. Esperé que ella me preguntase qué programas había hecho o me pidiera una prueba, pero no me creyó, así que no hizo nada de eso (quizá no me creyó porque era Celia, y en ese caso sabía).

'A estas horas de la noche lo que tú digas', dijo, 'aquí estamos para complaceros, tú lo has dicho.'

Ahora sí decidí meterme por las calles tranquilas y diplomáticas que ella me había sugerido al principio, buscar un hueco para aparcar el coche. Lo encontré en Fortuny, no lejos de la embajada alemana, que parecía deshabitada a aquellas horas, la luz de la garita apagada, tal vez el vigilante veía así mejor en la noche y no era visto sobre todo. Dejamos atrás a dos travestidos inconfundibles en la esquina de Eduardo Dato, aguardaban sentados en un banco de madera aún húmeda bajo los árboles, rodeados de hojas amarillas caídas y amontonadas, como si hubieran ahuyentado a un barrendero en medio de su faena.

'¿Cómo os lleváis con esos?', le pregunté a Victoria tras apagar el motor y señalando con el pulgar hacia atrás. Ahora habíamos utilizado ambos un plural que nos despersonalizaba.

'Y dale', dijo ella. Pero esta vez contestó, había que borrar la acritud aunque fuera mínimamente, no se puede establecer un contacto físico con acritud, por muy convenido y codificado y pagado que esté ese contacto: 'Bien, aunque estemos en la misma zona no coincidimos. Para pescar esa esquina es suya, pero si una noche no viene ninguno nos podemos poner nosotras, y si aparecen nos vamos. No hay problemas, los problemas son siempre con los clientes'.

'Qué pasa, que nos ponemos bordes.'

'Algunos dais miedo', contestó Victoria. 'Algunos sois unos bestias.'

'¿Yo te doy miedo?', pregunté estúpidamente, pues al decirlo estuve seguro de que ninguna de las dos respuestas posibles me agradaría. No podía darle miedo si era Celia, pero ella actuaba como si no lo fuera. Yo me comportaba como yo mismo en cambio, dejando de lado las pequeñas mentiras, o ni siquiera hacía falta dejarlas de lado.

'De momento no, pero a ver por dónde me sales', respondió ella con una especie de término medio, como si me hubiera adivinado el fugaz pensamiento, o no llegaba a ser tanto. Y de nuevo me incluyó en su 'me', con el que me iba ganando. '¿Qué quieres, un francés?' Y a la vez que decía esto se sacó su chicle de la boca y lo sostuvo entre los dedos sin decidirse a tirarlo. En esa masa minúscula estarían las huellas de sus muelas, que es lo que sirve para reconocer a un cadáver sin lugar a dudas, si se encuentra al dentista del muerto.


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