Mirando de reojo el fondo del pasillo, el aprendiz le silba el oído izquierdo. La puerta abriéndose, la silueta vaporosa de la rubia con la bata abierta, la piel sedosa del muslo.

– De parte del taller.

– Ah, por fin -ajustándose la bata-. Espera un momento, guapo -dando media vuelta con el paquete en la mano, le da la espalda. Desde la puerta el aprendiz observa el vigor de las nalgas bajo la seda, los hoyuelos que hacen guiños al andar, los tobillos de fresa y alrededor los perritos.

Frente al espejo ella se prueba los pendientes, se mira complacida y sorprendida, casi extrañada: aquellas rojas cerezas que fueron sus primeros pendientes en el colmado de los Dondi, aquella gracia que tenía cuando paseaba con su blusa transparente y su faldita plisada entre los olorosos sacos de garbanzos y lentejas, una atractiva chica de barriada, una pelirroja bebiendo horchata con los muchachos de la calle Verdi. El lazo rosa en el pelo, la blusita abierta, la rebeca de punto. Y las rodillas soleadas clandestinamente en el terrado de la Casa pero siempre con polvo de reclinatorio, como un estigma, y las bromas de los charnegos kabileños: estás cantúa, chavala.

– ¿Todavía vas a confesarte a Las Ánimas, Menchu? ¿Es verdad que durmiendo una noche en el metro con el Dondi, debajo de una manta, cuando los bombardeos, te pillaron con las bragas en los pies?

– Mentira podrida.

– ¿Ya sabe la directora que te pintas los labios?

– Dicen que el mayor de los Dondi está tísico por tu culpa.

– Chafarderos. Nunca fuimos novios.

– Lástima que se haya acabado, ¿eh, chicos?, ya no volverán los aviones, ya no iremos más al refugio con Menchu, no volveremos a oír las sirenas.

– Ni ganas, hijo -la niña se estremece-. ¡Qué miedo!

– Qué buena estás, Menchu.

– En el refugio nos moríamos de amor por ti, chavala.

– Nos tienes locos.

– Toma cerezas. Come.

Pegados a ella como moscas a la miel, tirándole cerezas al escote, invitándola a horchata, haciéndose la ilusión de emborracharla.

– Bebe, una huerfanita también tiene derecho a la vida.

– ¿Ya no estás de aprendiza en la peluquería?

– El lunes empezaré a trabajar en casa de unos señores que tienen teléfono en el cuarto de baño, figúrate, y dos coches -uno de los muchachos intenta frotar sus rodillas sucias de polvo de reclinatorio, ella le esquiva, sus ojos violeta parpadean y habla como en sueños mirando al vacío, muchacha soñadora con cerezas dentro de la blusa-: Un día de estos me sacudiré para siempre el polvo de las rodillas y me escaparé de la ratonera de las huérfanas para no volver jamás.

Pensamos sí. Decimos no. Pensamos esto no durará, aguantemos, esperemos un poco más. No volverán a oírse las sirenas de alarma, es cierto, no volverán a caer bombas. El himno nacional acompaña ahora la elevación de la hostia, la gente arrodillada se golpea el pecho. Ya no hay bocas de refugios vomitando a la noche aullidos de madre, ya no volverán por el cielo a matar niños: a partir de ahora, chavales, el peligro acechará en todas partes y en ninguna, la amenaza será invisible y constante… Quien así habla es un muchacho del Carmelo. No hay mucho de verdad en sus historias mientras el tiempo no demuestre lo contrario, pues este chico cuenta aventis basándose no sólo en los sangrientos hechos pasados sino también en los terribles acontecimientos por venir. Habla de bombas agazapadas en la hierba y en los escombros de la ciudad que estallarán muchos años después, de venenosos escorpiones que sobrevivirán a estas ruinas y de imborrables tatuajes y cicatrices en la piel de la memoria. En un pequeño desván apenas alumbrado por una vela, dice, alguien sentado en una mecedora hace pajaritas de papel rompiendo viejas revistas, de día y de noche, pensando siempre en una novia bonita con katiuskas que no ha vuelto a ver, en los camaradas valientes y fieles hasta la muerte, en lo que pudo haber sido y no fue, pensando en las musarañas.

3

Qué diablos andaba buscando Java tras las huerfanitas de la Casa, le preguntaban todos a Sarnita, qué investigaba acerca de esa fulana, quién era ella, quién le pidió encontrarla y para qué: parecía jugar a detectives, tanto preguntar a mendigos recogepapeles, mutilados de guerra sin trabajo y pajilleras de cine de barrio.

En alguna parte de su mente olvidadiza Sor Paulina murmuró los nombres de Jesús, María y José mientras el celador seguía desgranando sílabas siempre en el mismo tono: no había inflexión en las preguntas, no había ironía ni pena ni emoción alguna.

Y cuándo y cómo empezó la persecución de la puta roja, quién lo sabe, quién tuvo la culpa, quién se chivó: después del incendio del tablado en el Torrente de las Flores, Java no volvió a ver a la Fueguiña hasta un día que ella salía de la Casa camino de Las Ánimas, donde tenía ensayo de la función.

No, dijo la monja, que fue en la iglesia antigua, en la capillita quemada: tiritando con aquel frío que caía del techo ella me ayudaba a cambiar las flores y los cirios del altar mayor y de pronto no la vi a mi lado, estaba en uno de los altares laterales mirando fijamente una imagen de la Virgen, rezando tal vez. Una imagen de la Purísima mutilada y maltrecha por la lluvia, sí, aún no habían reparado el techo. Pero no rezaba. Llevaba siempre consigo el cuadernito de la Galería Dramática Salesiana y aprovechaba cualquier momento para repasar su papel en la función, como hacían todas; sin embargo, aunque ahora abría el cuaderno, tampoco era eso lo que ocupaba su memoria. Él se le acercó en silencio por la espalda, adivinando, dijo, ahora me acuerdo, lo que ardía otra vez en sus ojos: los muros chamuscados, negros, el altar devastado, aquella viga carbonizada sosteniendo el cielo gris, la gran huella del humo por todas partes. Parecía hipnotizada, dijo él que pensó, allí de pie bajo la sombra tumultuosa de un incendio que jamás pudo ver, y le susurró al oído: Todavía buscan al loco que quemó el tablado. Ella ni siquiera se volvió a mirarlo y él añadió: Quiero decir la loca, todavía no saben que fuiste tú, pero yo te denunciaré.

Entonces ella se volvió, el cuaderno prendido en el cinturón, un cirio en cada mano y en medio de sus ojos de agua de pantano, ni asustados ni nada, muertos. ¿Me has entendido, Fueguiña?, dijo él, y ella entornó los ojos por el frío punzante que caía desde el boquete del techo. Pero seré mudo si me ayudas, añadió él, te juro que no diré nada; sé que esta semana tenéis ensayo de la función y yo necesito un papel en esa función. Te explicaré lo que debes hacer. (Yo la llamé, Ñito, quise evitar aquello fuese lo que fuese, y la mandé cambiar el agua de los floreros, pensé que aprovecharía para escapar pero no tenía mucho pesquis, esta chica, y lo esperó afuera y allí debieron planearlo juntos. Aunque rezara era un mal bicho.) Era un mal bicho la Fueguiña aunque rezara, sí. ¿Quién hace de Demonio, cómo se llama?, le preguntó Java, sosteniendo los floreros que ella iba llenando en la pila de la sacristía. Miguel, Miguel no sé qué más. Le conozco, dijo él.

Y se fue a por el chico, lo esperó cuando salía del Palacio de la Cultura en la Travesera, no eran las seis y ya parecía de noche, buena hora para una emboscada y repartir hostias, para deshacerse de un enemigo.

– Todo el mundo busca a alguien -decía Sarnita-, fijaos bien, todo el mundo espera o busca a alguien. Cartas o noticias de algún pariente desaparecido, o escondido, o muerto. Siempre veréis a alguien que llorando busca a alguien que sabe algo malo de alguien.

Y cuánto le pagaban por ello, por husmear en tabernas y casas de putas, por preguntar a las vendedoras de barretas y tabaco, a sus amigos los gitanos, los afiladores y los paragüeros, por si la conocían o la habían visto, por fisgar en las pensiones baratas donde compraba papel y trapos viejos.


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