El Simca 1200 GLE, blanco, matrícula B-750370, emergía un palmo sobre la superficie del mar. Bañado por la luz rosada del amanecer, su techo de vinilo negro y la brillante pintura de sus formas aún exhibía toda la elegancia que un día pudo hechizar a su comprador. Hundía el morro en el agua, al pie de las rocas, y el oleaje levantaba chorros de espuma por encima de la blanca cola levantada. Una de las puertas estaba abierta y las olas jugaban con ella. En el asiento posterior, dos niños idénticos aplastaban las narices en el único cristal intacto que quedaba y miraban con sus ojos redondos y ya velados la turbia nada del entorno submarino. Sus cuerpos flotaban ingrávidos y ligeramente de costado, como en una cámara vacía de aire o en un acuario, en medio de algas cimbreantes y alguna medusa transparente. Los demás cristales del automóvil parecían hechos de nieve sucia: astillados, con miles de fisuras. Una de las ruedas traseras, con neumáticos radiales de banda blanca, se apoyaba desinflada en una roca sumergida. Sólo asomaban por entero las aletas posteriores de la cola, cuyas luces intermitentes, en los diez segundos inmediatos al accidente, habían estado emitiendo reflejos del alba, guiños inhumanos, frías señales de una supervivencia técnica sobre la catástrofe y la muerte; un parpadeo sereno y confiado, como cuando tragaba kilómetros, como cuando aparcaba en la puerta del club.
– Así que ya no era un pelagatos -comentó Ñito.
– Y qué, si tampoco lo va a disfrutar -dijo la monja -. Dios mío, Señor mío.
El automóvil parecía un animal abrevando tranquilamente al pie del acantilado, veinte metros más abajo de la curva más cerrada de Garraf. Los golpes de mar lo iban ladeando lentamente y en el flanco derecho de la carrocería, un poco más arriba de la improvisada línea de flotación, mostraba una gran abolladura de la que aún saltaba la pintura y varios agujeros por los que asomaba una madera astillada. Dentro del coche, todos los ingenuos requisitos de la opulencia: reloj luminoso, guantera cerrada con llave, encendedor, techo forrado, asientos reclinables. El hombre que yacía de bruces sobre el volante, frente al parabrisas astillado, había hecho instalar un receptor de radio, y su mujer había insistido mucho en poner una moqueta rojo salmón, quizá para impresionar a los vecinos. Ahora estaba acurrucada a su lado, descalza, la falda y los cabellos ondulando hacia el techo según el capricho de las corrientes marinas. Pegada al tablié había una reproducción exacta, en fotografía, de los gemelos que flotaban en el asiento trasero con las caras aplastadas contra el cristal.
En la superficie serpenteaba una mancha de aceite estrecha y viscosa. Un poco más lejos, entre las rocas, un cisne de goma medio desinflado picoteaba aquí y allá obedeciendo al oleaje. También flotaba una gran pelota azul junto a una maleta abierta que nadaba entre dos aguas, y, alrededor del coche, esparcidos en un área de quince metros, se veían camisas de seda y vestidos de mujer estampados, pamelas, toallas, sandalias y nikis de niño, dos gorritos de marinero, folletos de turismo y mapas de carreteras. Debajo, en aguas un poco más profundas, un banco de pececillos alargados y de color acerado, con franjas negras, daba vueltas alrededor del automóvil. De vez en cuando, los peces se precipitaban todos a una al interior del coche entrando por las ventanillas y tironeaban las puntas de deshilachados cuajarones de sangre que flotaban como cintas rojas en torno a las cabezas del hombre y la mujer.
Y cuenta que, en lo alto del acantilado, los camilleros vieron a una joven rubia tapándose la cara con las manos, de bruces en el volante de su coche sport abollado por detrás.
– Este loco, dicen que gritaba la chica, llorando -dijo Ñito-. Quería pasarme, le daba rabia ir detrás y se le metió en la cabeza que tenía que pasarme, chillaba. No pensó en otra cosa desde que se me pegó detrás saliendo de Sitges, pobre loco.
– Esta manía de correr y correr -suspiró Sor Paulina-. Dios mío.
Cada día, desde las tres de la tarde, aproximadamente, hasta la hora del rosario, durante aquellos sofocantes días de septiembre, el viejo celador permanecía sentado con su guardapolvo azul ante un vaso de licor amarillento en el cuartucho oscuro y sin ventilación que Sor Paulina se empeñaba en llamar farmacia, y que no era sino una especie de maloliente almacén de potingues y frascos. Allí la monja preparaba recetas y dulzones e inofensivos licores sin nombre a base de colorantes y una pizca de alcohol. Había un ventanuco enrejado cerca del techo, al nivel de la calle. A medida que el sol daba de lleno en este costado del Hospital Clínico, cerca del depósito de cadáveres, el calor aumentaba y la gran cara redonda y banal de Sor Paulina, de una viscosa bondad de patata pelada, parecía reafirmarse más y más en su silenciosa cualidad vegetal para dejarle a él hablar y divagar libremente mientras se bebía sus jarabes. La monja parecía no escucharle siquiera, dedicada a anotar pedidos en una libreta, a suspirar yendo y viniendo de los estantes a la mesa arrastrando sus pesados pies, invisibles bajo los faldones del hábito. Ocupaba una silla alta de rígido respaldo en la que sólo apoyaba sus posaderas, más que sentarlas, frente al celador, que a ratos la ayudaba a clasificar cajitas de inyecciones y de píldoras con la finalidad de quedarse un rato más y seguir bebiendo y parloteando. Aunque en ocasiones ella movía su gran cara de luna de párpados cosidos, ingrávida en medio de la penumbra, y miraba a Ñito sin que él se diera cuenta, generalmente sólo era para recriminarle alguna grosería; sus ojillos grises nunca dejaban ver una luz de interés, una señal que acusara el paso de un recuerdo compartido.
– ¿Y su mujer? -dijo el celador-. ¿Quién será? Una de aquellas huérfanas de la Casa de Familia, seguro. Había una que le gustaba mucho, cómo se llamaba…
Vamos a operarla de apendicitis, a ésta le gusta el tomate, hum, no oigo palpitar su corazón, Luis, dame el boniato. Pegando la oreja a la teta izquierda, sobándola: auscultándola, tartajeaba Amén, niña, te estamos auscultando. Sor Paulina carraspeó ahuyentando malos pensamientos: erais unos marranos. Presionando con los dedos el duro vientre, tanteando los huesos de la pelvis, la cálida hendidura de la ingle. Toque aquí, doctor, decía el ayudante. Hum, hay que abrir en seguida, señorita, ábrete de piernas o vas a morir infectada de pus, y con aladas manos quemantes le subió la falda hasta taparle la cara. Juanita, se llamaba.
– Pero no creo -meditó Ñito.
– ¿Y su familia? ¿No ha venido nadie?
– Nadie vendrá a reclamarlos, no tienen a nadie -el celador sonrió con una mueca-. Pero estos matasanos ya me buscan para las disecciones, eso sí. El doctor Malet me encargó una de cada.
La monja quiso saber si los niños gemelos también, y el celador dijo también, vaya cuervos.
– Cuando uno está muerto -suspiró Sor Paulina-, lo único que importa es el alma.
– Si usted lo dice, Hermana.
Criaturas inocentes, pensaba ella, angelitos, y su mente apesadumbrada dibujó la caída en el vacío, el automóvil suspendido sobre el mar entre fragmentos de valla, las ruedas girando en el aire y las aterradas caritas de los gemelos pegadas al cristal. El celador aventuró que la madre, de niña, podía ser una que le gustaba mucho jugar a médicos, ser la prisionera de los kabileños del Monte Carmelo y del Guinardó en un viejo refugio antiaéreo de Las Ánimas. La monja dio un respingo y pretextó no acordarse apenas del Centro Parroquial y además no quería oír más salvajadas y embustes, Ñito, parece mentira a tus años, se te caerán los pocos dientes que te quedan, hasta ese de plata. Pero él iba a lo suyo haciéndose el sordo, debería usted volver por allí, Hermana. Iba recordando, con sereno desorden, las aventis y los muchachos en torno a las fogatas, el juramento sobre la calavera y la ciudad misteriosa de los trece años, con sus gatos famélicos escarbando en las basuras y sus palomas decapitadas junto a los raíles del tranvía… Soy demasiado vieja, se lamentó ella. Si tiene tiempo, dijo él, y se cortó.