– No. No; es que tengo…

El guardia le empujó con un gesto de cabeza y Cayetano ganó la calle. Fue entonces cuando se dio cuenta de que iba descalzo y de que le había costado un mes conseguir unos zapatos tan buenos como los que se había dejado en comisaría. Era incómodo correr Vía Layetana abajo hacia el puerto, pero lo hizo, dejaba las calles atrás con tal deseo de que nadie le viera descalzo que consiguió sentirse el único habitante de la avenida, él y los coches. Pero entre los coches no tenía ojos para ver el de Lifante, que le seguía a marcha de sentido pésame.

– No acelere, que nos va a ver ese desgraciado. Desgraciado e imbécil, porque le hemos dejado solo, con todas las puertas abiertas y ha tardado dos horas en largarse. Hay gente que nace para ser esclava. Ése nos lleva a buen puerto, seguro.

– Es que va hacia el puerto, inspector.

– Es una metáfora, Cifuentes. Me apuesto lo que quiera a que va a buscar a Rocco. He dejado escapar su nombre a ver qué cara ponía y no ha puesto ninguna cara, pero escuchaba pegado como una tirita.

– No sabe que Rocco ha muerto.

– Pero sabe que algo le ha pasado.

11. EL CUÑADO DE LA MUCHACHA QUE PUDO SER EMMANUELLE

Era un bungalow tan perfecto que a Carvalho le pareció la materialización de la idea platónica de bungalow, en el supuesto de que entre las ideas platónicas de Platón figurara el bungalow. La puerta metálica del jardín se abrió sola, pero la de la idea platónica lo hizo una mujer que aún habría podido ser Emmanuelle. Sus rasgos y medidas recordaban los de Helga Singer o Mushnick, su hermana, veinte años después de hacerse las fotografías. No había alegría ni autocomplacencia en su rostro de muchacha mayor muy bien teñida de platino.

– Éste fue quizás su último refugio antes de desaparecer. Era muy orgullosa y durante algún tiempo nos enviaba cartas o nos telefoneaba o hacía visitas esporádicas para contarnos lo bien que le iba todo. Siempre con su álbum de fotografías a cuestas, y yo fingía que me lo creía todo. Bastaba verla, sobre todo en los últimos años, para comprender que las cosas no le iban bien. Ni siquiera físicamente era la misma. Había engordado de una manera antinatural. Yo me cuido físicamente. Mi familia ha sido siempre muy deportista, allí en Argentina. Papá, a sus ochenta años, sigue siendo socio del Club Náutico de San Isidro, y la propia Helga había sido una campeona de gimnasia rítmica.

– ¿Dice usted que buscó refugio aquí?

– ¿Refugio? -dijo Gilda sarcásticamente-. Una palabra que no entraba en su vocabulario. Nos hizo el favor. ¿ Entienden? El favor de pasar una temporada con nosotros. Cinco meses inolvidables, que no le deseo a nadie. Helga era un animal herido.

Dorotea permanecía sentada junto a Carvalho mientras hablaba la hermana de Helga Singer, pero se sintió ausente, desplazada por la atención de Carvalho al monólogo de la rubia. Dorotea se levantó y fue hacia la ventana. La belleza del paisaje de vegetación de cottage inglés y laguna más que piscina sobre la que se inclinaban los mejores sauces que había visto en su vida la conmovían. Tenía lágrimas en los ojos o tal vez las provocaba el relato que le llegaba desde los labios pintados de rosa de Gilda Mushnick.

– Mi marido me puso un ultimátum, o ella o yo. Estaba histérica y todo lo que formaba parte de nuestras vidas le parecía pequeño burgués, mezquino, sin grandeza. En cambio, ella venía del mundo del arte. El arte nos salva de la muerte, solía repetir, y añadía: "No es una paradoja".

Dorotea sonrió cómplice de la frase, casi se le escapó una carcajada, pero estaba triste.

– Un día que estaba borracha volvió a hablar de la época en que quiso ser la Emmanuelle argentina y no se le ocurrió otra cosa que enseñar a los chicos las fotos de la campaña, las del desnudo famoso. Ni pude intervenir. Mi marido le señaló la puerta de la casa y le ayudé a hacer la maleta con las cuatro cosas que el quedaban. Yo estaba destrozada.

Por los ojos de Gilda, antes que por sus labios, pasa la escena en la que tuvo que darle la espalda a una hermana llorosa pero entera que da manotazos a las cosas que introduce en la última bolsa que le queda por llenar.

– Yo le decía, Helga, no pases apuros. Ante cualquier problema recuerda que aquí tienes una hermana. Que te quiere. Helga, me debo a mi marido, a mis hijos, a mi mundo… Tú eres feliz en el tuyo. "¿Quién te ha dicho a ti que yo soy feliz en mi mundo?", me contestó, y luego me dedicó dos cortes de mangas: "Éste para ti, burguesita, y éste para el hijo de puta de tu marido el meapilas.

Dorotea imaginó la situación hasta que un reflejo de la ventana la devolvió a la realidad. En el cristal se reflejaba la cara de la hermana de Helga. Dorotea se volvió para ver el perfil de la mujer, ahora ensimismada ante el jardín para ella tan habitual que no parecía verlo. Carvalho permanecía en el fondo, sentado y receptivo. Gilda olía a must de Cartier y tenía un perfil bellísimo. ¿Cómo habrá conseguido esta boluda no tener ni una arruga? No hallaba respuesta Dorotea, ni Gilda, que proseguía implacable su evocación.

– Se marchó muy triste, muy cariñosa. Helga era así. Cambiaba de estado de ánimo continuamente. Nunca más me llamó. Nunca más supe de ella. Ya les dije que era muy orgullosa. Yo siempre la había envidiado. Admiraba su independencia y en cambio llegué a despreciar mi vida cómoda, instalada. Pero cuando la vi y comprobé lo que había hecho de ella la libertad… -la mujer se volvió para abarcar a Dorotea y a Carvalho-. Porque una cosa es la libertad y otra el libertinaje. ¿No es cierto?

Carvalho dijo de pronto sin levantar la vista del suelo:

– ¿Quién era el padre del hijo que esperaba?

Del perfil de Gilda tan cercano a Dorotea sólo se movieron los labios:

– ¿Qué dice usted?

– ¿Su hermana estaba en estado cuando se marchó de aquí?

– Eso es una calumnia.

Sus rasgos y medidas recordaban los de Helga Singer, su hermana, veinte años después de hacerse las fotografías

Carvalho suspiró y se quedó mirando a las dos mujeres, enmarcadas en la misma ventana, las dos a disposición de lo que dijera o de su próximo suspiro. ¿Qué estaba pasando? ¿De dónde salían tantas piezas complementarias en la vida de una inmigrada de la que no sabía siquiera por qué se había marchado de Argentina y por qué se habían marchado su hermana, su cuñado, Rocco el protector, Dieste su descreído descubridor artístico?

– ¿Por qué tuvo que marcharse su hermana de Argentina?

– No tuvo que marcharse. Quería hacer carrera aquí. Eran los años de la depresión que siguió a la derrota de las Malvinas, los años de la deuda externa.

– ¿Y usted? ¿Por qué se vino usted?

– Porque me vine yo, su marido…

La voz había sonado en un lateral del salón y hacia ella se volvieron sobresaltada Gilda, sorprendida Dorotea y cauto Carvalho. Ante ellos aparecía un prototipo de triunfador de diseño, récord del Guinness como el hombre más solvente del mundo, con el aspecto de ser pesado todas las mañanas en oro y catecismos de las más importantes religiones. Gilda no sabía dónde meterse, pero ya estaba atravesada en la mirada helada de su marido. Las cejas del dueño de la casa pedían una explicación a los intrusos, no a su mujer, que se había convertido en un ama de llaves poco escrupulosa que ya recibiría su correctivo.

– ¿Han venido ustedes por algo oficial? ¿Están buscando a alguien?

Carvalho no le contestó. Se dirigió a Gilda:

– Pensaba decírselo de otra manera, pero su hermana ha muerto. La policía no tardará en dar con usted. Aún no sabe que la vagabunda aparecida asesinada está emparentada con gente tan distinguida.

El diseño humano se había llevado la mano a los ojos para contener la tribulación y con la otra pedía que su mujer se le acercara para abrazarla con más comodidad. Pero Gilda no se movía. Miraba ahora a Dorotea a la espera de que le confirmara la noticia y su asentimiento la hizo retroceder. Fue a por ella su marido, esta vez con el abrazo preparado, pero, cuando trataba de abarcarla como un pulpo, Gilda le detuvo con las palmas de la manos abiertas, como un parapeto contra el que chocó violentamente el hombre solvente y le hizo trastabillar. Salió corriendo Gilda, pero antes tuvo tiempo de llamar malnacido a su marido y él movió los brazos en aspa pidiendo comprensión, discreción, respeto a tan delicado momento. Cuando dejó de emitir el mensaje gestual, lo dijo de palabra:


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