Lifante y el gordo llegaron casi al mismo tiempo a la central de policía. El inspector recibió el saludo del abogado de Pascual Esteve Macanaz, alias Pascualet, Jorge Basualdo, un sacaultras en veinticuatro horas.

– Vaya, Basualdo. Otra vez llega usted antes que el detenido.

– Se ha de saber a quién se detiene.

Por su parte, el gordo desembocó en el despacho del Jefe Superior con un rictus de angustia en los labios.

– Desesperado, Jefe, estoy desesperado. Ha sido en balde todo cuanto habíamos hablado. El inspector Lifante está mirando debajo de demasiadas alfombras, yo lo comprendo, con la mano en el corazón, lo comprendo y sé que la ley está por encima de todo. Pero la ley es una dama ciega ante la lógica del tiempo histórico. Acaban de detener a Pascualet, una institución en los grupos incontrolados de los últimos años setenta y primeros ochenta, formado en Bolivia junto a los italianos, conectados todos con funcionarios españoles y cargos heredados del Régimen anterior. ¿Quieren que salga toda esa basura? ¿Puede el Gobierno actual rentabilizar la ofensiva contra los GAL si empieza a rebrotar algo parecido por todas partes, en todo tiempo? Comprendo que usted es un profesional. ¡Qué me va a decir a mí, que tuve a mi cargo a toda la policía de Rosario, la patria chica del Che, en tiempos del Proceso! Consulte a sus superiores. Estamos necesitados, respetado amigo, de una decisión política. Tenemos, en cambio, un culpable evidente, fácil de digerir. Ese mendigo recalcitrante, Cayetano, creo que se llama. Por ahí va la solución del caso.

En aquel momento el inspector Lifante había tomado una decisión taxativa.

– Que se haga pública la aparición del cadáver de Rocco Cavalcanti. Insinúen que se trata de un ajuste de cuentas entre mafias narcotraficantes, pero no lo conecten con el caso de Helga Mushnick.

A los quince minutos el fax llegaba a las principales redacciones de diarios, radios y televisiones de la ciudad y apenas motivó el arqueado de ceja de algún joven estudiante de Ciencias de la Información en periodo de prácticas. Más de uno trató de vender a su superior la necesidad de rastrear la noticia, pero ¿un traficante más qué importa? No era ésa la opinión del Jefe Superior de Policía.

– Pero, Lifante, ¿se ha vuelto loco? ¿Otro lío de traficantes y me detiene usted a un peligroso violento, a un matarife fascista? ¿Quiere armar la gorda? ¿Ha confesado algo el facha ese?

– No.

– Pues a la calle. Imagínese usted: fachas, mendigos, narcotraficantes y la derecha en el poder. Eso sólo puede beneficiar a los sociatas.

16. ¿QUIÉN ERA EL PADRE DEL CHICO DE HELGA?

En la primera estación del Vía Crucis del tratamiento de belleza, Gilda Mushnick se detuvo ante la imagen que le devolvía el espejo y no tuvo valor para preguntarle si seguía siendo la más hermosa de las mujeres. Temía que le respondiera: No, todavía lo es Helga. Durante tres horas pasó por una cadena de restauraciones: corrientes eléctricas para la celulitis, contra los dolores lumbares, gimnasia pasiva, y luego la enfangaron de arriba abajo y la metieron entre sábanas y mantas para que conservase el calor. Su cuerpo acabó reposando como una momia, embadurnado con fangos volcánicos hasta que el sonido de un despertador la resucitó y liberó de su sudario. Apareció el desnudo de una mujer entre dos juventudes que avanzaba hacia la ducha como si fuera una malograda hija del faraón con voluntad de huida. Bajo el agua fue recuperando la realidad del cuerpo y se quitó el resto de fango con una cierta repugnancia. Llegada la hora del masaje, facial incluido, bajo las manos durísimas de una masajista de ochenta kilos de peso.

– La sotabarba. Trabaje la sotabarba.

– Pero si no tiene.

– Gracias, pero si lo sabré yo si tengo sotabarba. Todas las mujeres de mi familia han tenido algo de sotabarba.

Terminadas ya las operaciones contempló el rostro resultante en el espejo. "¿Y si me hiciera un lifting? ¿Y unas aplicaciones de colágeno?"

– Yo aún no me lo haría. Tiene Usted un cutis que convenientemente cuidado…

– Un poco de colágeno, ¿no? ¿Todavía no? Todo el mundo se lo pone.

– Todo tiene su momento.

– ¿Cuál es ese momento? Si Usted lo dice. Me horroriza envejecer o al menos que se note que envejezco. Con lo que me gustaba tomar el sol a mí en el velerito de mi marido, pero me han metido el miedo en el cuerpo. Que si el cáncer, que si las manchas. Sólo tenemos un cuerpo, para toda la vida. Colágeno, ¿no?

La masajista se encogió de hombros, pero no expresaba indiferencias, sino la amabilidad de devolver a una cliente su capacidad de decisión. Cuando Gilda recuperó su silueta y la máscara de la ciudadanía, la masajista le dedicó una penúltima mirada de fastidio, la última mirada era sonriente mientras convenían un nuevo encuentro al cabo de dos días. Gilda creía percibir cierta hostilidad en el fondo de los ojos de la mujer.

– Colágeno. Tal vez tenga Usted razón. Yo creo que el agujero de la capa de ozono lo produce todo el colágeno que las argentinas se ponen en la cara. En mi país también se lo aplican los hombres. Hubo un ministro que se operó el culo porque lo tenía muy salido, y Alfonsín, un jefe de Gobierno, se extirpó las orejas. Quedó, pobrecito, como si le hubieran capado.

La risa cantarina de Gilda la acompañó durante toda la salida del Instituto Nefer, y cuando ya era sonrisa se le borró al descubrir a Carvalho como obstáculo en el camino que la llevaba a su coche. Ella fingió no reconocerle, pero Carvalho se presentó con tal riqueza de connotaciones y evocaciones que Gilda tuvo que poner a su altura el entusiasmo del reencuentro.

– Si Usted se va, me haría un favor acercándome a la ciudad. He venido sin coche porque desconocía exactamente la ubicación de este prodigio. En media hora he visto salir unas veinte mujeres de portada de Hola.

Gilda conducía doblemente preocupada, por las colas de coches que trataban de meterse en la Ronda de Dalt y por la presencia de Carvalho a su lado, muy relajado, con las manos en la nuca y el cuerpo estirado para desperezarlo.

– Todo lo que podía decirles sobre mi hermana ya está dicho.

– Hay cuentas que no me salen, señora Mushnick.

– En el centro de estética Usted se ha inscrito como señora Mushnick.

– Mi marido es algo especial y le molestan los gastos superfluos.

Gilda conducía doblemente preocupada, por los coches y por la presencia de Carvalho, a su lado, muy relajado, con el cuerpo estirado para desperezarlo

Carvalho se volcó hacia adelante para mirarla.

– ¿Superfluos? Quizá él tenga razón. Usted no necesita ningún tratamiento para parecer una estrella de cine. ¿También quiso Usted ser estrella de cine?

– Ese papel lo tenía reservado Helga. Yo me he realizado plenamente: mi marido, mis hijos.

– Sus hijos.

Gilda se volvió hacia él y le miró desafiante.

– Mis hijos, sí.

– Las cuentas no me salen, señora Olavarría.

– Mushnick, si no le importa.

– ¿En qué quedamos? Hijos sí, maridos no. Un antiguo grito subversivo. Repito que las cuentas no me salen. Según los datos oficiales Usted ha concebido y parido dos hijos, un varón y una hembra, a cargo de Bobby Olavarría, que es como suelen llamar a su esposo. Pero con Ustedes viven tres; el tercero es otro muchacho. Se añadió un varón de unos quince años. Se sumó a sus vidas hace… ¿Cuánto hace? ¿Es un niño adoptado?

– Digamos que sí.

– Digamos que no.

Ella no tuvo valor para sostenerle la mirada y metió el coche en el primer parking que encontró, uno de esos parkings, pensó Carvalho, realizados según un pacto entre dos delincuentes, el Ayuntamiento y el propietario del inmueble, con el fin de, por una parte, conseguir albergar el mayor número de coches posibles y, por otra, obligarles a rozar paredes o arañar a otros coches, y así enriquecer a todos los talleres de chapa de la ciudad. La mujer dejó el coche en reposo con la chapa del lado izquierdo vista para peritaje del seguro. Carvalho había permanecido mudo mientras ella se empeñaba en fregar todas las paredes de aquel matadero de coches. Gilda se relajó y echó la cabeza atrás. Estaba muy bonita. Era muy bonita.


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