Carvalho llegó a las once de la mañana. Consultó el número de la escalera y pulsó el botón del sobreático. El gordo hacía rato que le esperaba en una esquina. Cayetano pasó junto a él, tuvo incluso que rodear el volumen que ocupaba sobre la acera y siguió caminando. Volvería a casa. Su casa era una prima segunda que tenía una mercería en Santander, pero con aquel traje, la cartilla a donde habían ido a parar toneladas de cartones recogidos y quinientas mil pesetas en el bolsillo, Santander sería una fiesta. Haría como su abuelo. Pasear todas las mañanas con los pies descalzos por la playa del Sardinero, luego calzarse y subir hasta el barrio residencial en torno del Palacio de la Magdalena. Tal vez alguna vez recordaría a Palita, pero viva, nunca como cuando le obligaron a machacarle la cabeza con aquel bate y luego el chulo musculitos aquél se había liado a puñaladas con el cuerpo ya muerto o que parecía muerto y finalmente las dos puñaladas en el corazón, una, dos. Qué amargas, qué amargas le habían sabido aquellas dos puñaladas inútiles. Al fin y al cabo él la había matado para salvarse. ¿Ella habría hecho lo mismo? No estaba seguro. Palita tenía algo de heroína que le desconcertaba. No era una vagabunda en el sentido estricto y demasiadas veces estaba dispuesta a jugarse la vida por algo más que por conservarla.


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