– ¿Quieres estarte quieta?

Ahora Celia se levanta, se adueña de la sorpresa de la otra, cambia la botella de sitio sobre la mesa, se inventa objetos que ordenar, la necesidad de poner orden a las resultantes de una fiesta no demasiado afortunada.

– ¡Será mejor que te vayas!

Traga saliva la otra. Las palabras de Celia le han devuelto la pesadez del cuerpo, la tirantez de los pantalones estrechos, la inquietud por la imagen que compone, por la imagen que Celia al parecer rechaza.

– No te entiendo.

– ¿No eres tan inteligente? ¿Tan difícil de entender es?

Y Celia estalla en una huida hacia adelante que quiere superar su mala conciencia y la molestia real por la situación.

– Que te vayas. Así. Clarito. Qui-e-ro-que-dar-me-so-la. ¿Entendido?

– Pero tú dijiste.

– No sé por qué lo dije.

– Si quieres te ayudo.

– ¡No necesito que me ayudes a nada! ¡Necesito que te vayas!

Toda la atracción de la ley de la gravedad que un cuerpo humano pueda sentir, lo siente la otra, con las piernas abiertas, los pies insuficientes para soportar el peso del desprecio.

– No me hables así. Has dicho que me quedara para dar celos a los demás. Al imbécil de Dalmases o al putón de Rosa.

– No insultes a mis amigos.

– ¿Quién te has creído que eres? ¿Crees que puedes jugar conmigo?

La mano de la mujer ha salido lanzada y se ha apoderado de un puñado de jersey de lanilla, y esa mano es un elemento extraño que Celia contempla asustada y la otra asombrada. Y tras esa mano llega un impulso ciego que tira de la lanilla y la arranca, dejando al descubierto piel de mujer rosada y tibia, un pezón que aparece y desaparece al vaivén de la respiración del animal asustado.

– No te pongas así. Mañana lo aclararemos todo.

– ¿Que no me ponga así? ¿Pero tú sabes lo que has hecho, desgraciada?

Dos bofetadas aciertan en los hermosos pómulos y los tiñen de vergüenza, y las bofetadas incitan a Celia a un ataque ciego contra la mujer, un ataque a manotazos que apenas si la hacen retroceder y en cambio le permiten acertar con dos nuevas bofetadas en el rostro de Celia.

– ¡Me das asco! ¡Eres una tía repugnante! ¡Un macho, una marimacho repugnante!

Los golpes caen sobre Celia con la voluntad de aniquilarla, y la barrera de los brazos cruzados nada puede contra los molinetes cargados de odio. Y en el aire, apenas un volumen o el vacío que abre y ocupa, una botella muere matando contra la pequeña cabeza. Sellada por la sangre, una melena repentinamente lacia, descolorida, de muñeca rota.

– Veinte veces me dije a mí mismo: preguntarás el nombre de esos pájaros, y nunca lo pregunté. Pero te aseguro que había miles, millones sobre los cables, al atardecer, compitiendo con los penúltimos ruidos de Bangkok, con un piar que podía ser de alegría o de desesperación, según estuvieras tú alegre o desesperado.

– ¿Y qué hacían los pájaros en los cables, jefe? La selva está cerca. ¿Están mejor en los cables que en los árboles? No lo entiendo. Los pájaros de aquí son diferentes. Si tienen árboles no los busque usted en la ciudad. No son tontos.

Carvalho se apropió de la meditación de Biscuter y la elevó hacia los cielos que caían sobre las Ramblas anochecidas, como si estuviera mirando los cielos de Bangkok desde la puerta del Dusit Thani. Repasó con los ojos el telegrama abierto sobre la mesa, una pajarita de papel abatida y desarticulada. "Bangkok es la hostia. En Bangkok encontré el amor. Teresa." Era el tercer telegrama que le enviaba Teresa Marsé desde que había iniciado el descubrimiento de Asia, en un vuelo chárter fletado por una sala de fiestas de la ciudad. En Singapur, una cita literaria de Somerset Maugham, descubierta sobre un velador vacilante del jardín del Raffles, iluminado ante todo por las copas de Singapur Sling. En Yakarta, un mensaje revival en homenaje a Bing Crosby, Bop Hope y Dorothy Lamour: "Camino de Bali. Teresa". Y ahora, de regreso a casa desde los mares del Sur, Teresa Marsé estaba en Bangkok viendo cómo las nativas jugaban al ping pong con el coño y los niños cagaban sobre las aguas limosas del Klonk Dan, a pocos metros del mercado flotante.

– Hábleme de Bangkok, jefe. ¿Es bonita?

– Una ciudad que se pudre. La ciudad moderna la pudre la gente y la ciudad fluvial la pudre la mierda. Y te hablo de hace años, Biscuter. En fin.

Aquel en fin daba por concluida la conversación y Biscuter dejó a Carvalho en su trajín visual sobre las Ramblas. "Singapur Sling", musitaban los labios de Carvalho como si rezaran una jaculatoria.

– ¿Y las pagodas, jefe?

Gritó Biscuter desde la cocina.

– Se llaman "wats". Parecen fallas valencianas, pero no hay Dios que las queme.

– ¿No le gustan las fallas, jefe?

– Sí, porque las queman. Si no las quemasen, las odiaría.

Singapur Sling. Un cuarto de zumo de limón, medio de coñac, un cuarto de ginebra, hielo, soda, si se quiere la soda, y sobre los hombros, la cúpula de humedad que cubre Singapur como una quesera, especialmente la porción de pulcro queso colonial del Raffles, deshabitado ahora de ingleses imperiales, sustituidos por matrimonios de tenderos europeos a los que la agencia ha advertido que en aquel hotel se emborrachó hasta la cirrosis un escritor inglés muy importante. La llamada de Asia, se dijo Carvalho cuando el frío le silueteó el esqueleto, aunque el calendario de la Caixa d’Estalvis seguía fiel al mes de octubre.

– Va a llover.

Dijo o se dijo Carvalho, antes o después del primer relámpago que prestó la ilusión del movimiento a la estatua pisapapeles de Pitarra. Las gotas de lluvia querían clavar a los rambleantes que aceleraban el paso o se cubrían con los periódicos.

– Llegaron los monzones catalanes.

Los días se hacen cada vez más cortos, pensó indignado, como si le estafaran parte de la vida o parte del mundo. Ha llegado y pasará el otoño. Luego el invierno. Me pondré un jersey. Me lo quitaré. La primavera. ¡Qué estupidez!

– Va a pasar algo, Biscuter, y no recuerdo qué. No sé si son los mundiales de fútbol o la visita del Papa.

– Los mundiales ya se hicieron. El Papa, a final de mes.

– ¿Los mundiales se han hecho? ¿Seguro?

– Seguro, jefe.

– ¿Quién ganó?

– El Barça no, desde luego.

Rió Biscuter desde la cocina y se creyó en la obligación de aclarar.

– Es broma, jefe. Lo que se avecinan son las elecciones.

Carvalho dobló el telegrama de Teresa Marsé y lo tiró a la papelera. El telegrama reclamaba su atención desde la precámara de la muerte. Carvalho lo volvió a coger, a desplegar, a leer. Lo dejó primero sobre la mesa y luego lo metió en un cajón que cerró a continuación, con un cierto énfasis. Buena época para visitar Asia y sobre todo para un europeo. El trópico es una esperanza climatológica cuando sobre Europa llueve y nieva, cuando se ha puesto el sol sobre el Egeo y la tramontana se ha llevado por delante los mejores días de la Costa Brava.

Le había explicado la voz de Teresa por teléfono:

– Tengo una depre y he de irme. Yo estoy harta de marido y de hijo.

– ¿Qué le pasa a tu niño?

– De niño nada. Al menos para según qué cosas. Le ha puesto un bombo así a una compañera de clase. Y ahora toda la culpa es mía porque no he sabido educarle. Hasta el cínico de mi marido me lo ha dicho. Él, que se marchó de casa y no se ha preocupado de su niño ni una hora, ni de día ni de noche. Tú has estado por allí, recomiéndame cosas, sitios.

– Habrá cambiado todo mucho. Cuando yo estuve la guerra de Vietnam aún no lo había corrompido todo.

– Pero si no voy al Vietnam. Voy a Singapur, Bali, Bangkok… ¿Qué te parece?

– De postal.

– Yo no soy Jacqueline Onassis. Dispongo de tres semanas. Dime el nombre de una bebida para emborracharme en Asia.

– Aromas de Montserrat.

– Idiota.

– Singapur Sling.


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