Mitch Albom

Las cinco personas que encontrarás en el cielo

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Título original: The five people you meet in heaven

© de la traducción: Mariano Antolín Rato

Este libro está dedicado a Edward Beitchman, mi querido tío, que me proporcionó las primeras nociones del cielo. Todos los años, en torno a la mesa de la cena de Acción de Gracias, hablaba de una noche en el hospital en que se despertó y vio las almas de sus difuntos más queridos sentadas en el borde de la cama, esperándole. Nunca he olvidado esa historia. Y nunca le he olvidado a él.

Todo el mundo tiene una idea del cielo, como pasa en la mayoría de las religiones, y todas ellas deben ser respetadas. La versión que se ofrece aquí sólo es una suposición, un deseo, en ciertos aspectos, que a mi tío y a otros como él -personas que no se sentían importantes aquí en la tierra- les hizo darse cuenta, al final, de lo mucho que contaban y de cuánto se les quiso.

El final

Este relato es sobre un hombre que se llamaba Eddie y empieza por el final, con Eddie muriendo al sol. Puede parecer raro que un relato empiece por el final, pero todos los finales son también comienzos, lo que pasa es que no lo sabemos en su momento.

La última hora de la vida de Eddie transcurrió, como la mayoría de las de los demás, en el Ruby Pier, un parque de atracciones junto a un océano gris. El parque tenía las atracciones habituales: una pasarela de madera, una noria, montañas rusas, autos de choque, un puesto de golosinas y una galería donde uno podía disparar chorros de agua a la boca de un payaso. También tenía una nueva atracción que se llamaba la Caída Libre, y sería allí donde moriría Eddie, en un accidente que aparecería en los periódicos del estado.

En el momento de su muerte, Eddie era un viejo rechoncho de pelo blanco, con el cuello corto, pecho abombado, antebrazos gruesos y un tatuaje medio borrado del ejército en el hombro derecho. Sus piernas ya eran delgadas y con venas, y la rodilla izquierda, herida durante la guerra, la tenía destrozada por la artritis. Usaba un bastón para caminar. Su cara era ancha y estaba curtida por el sol, con unas patillas blanquecinas y una mandíbula inferior que sobresalía ligeramente y le hacía parecer más orgulloso de lo que se sentía. Llevaba un pitillo detrás de la oreja izquierda y un aro con llaves colgado del cinturón. Calzaba unos zapatos de suela de goma. En la cabeza llevaba una vieja gorra de lino. Su uniforme marrón claro era como el de un obrero, y eso era él, un obrero.

El trabajo de Eddie consistía en el «mantenimiento» de las atracciones, lo que en realidad significaba atender a su seguridad. Todas las tardes recorría el parque, comprobaba cada atracción, desde el Remolino Supersónico al Tobogán Acuático. Buscaba tablas rotas, tornillos flojos, acero gastado. A veces se detenía con los ojos vidriosos y la gente que pasaba creía que iba mal algo. Pero él simplemente escuchaba, sólo eso. Después de todos aquellos años era capaz de oír los problemas, decía, en los chisporroteos y farfulleos, y en el matraqueo de las maquinarias.

Cuando le quedaban cincuenta minutos de vida en la tierra, Eddie dio el último paseo por el Ruby Pier. Adelantó a una pareja mayor.

– Buenas -murmuró tocándose la gorra.

Ellos asintieron con la cabeza educadamente. Los clientes conocían a Eddie. Por lo menos los habituales. Le veían verano tras verano, una de esas caras que uno asocia con un sitio. En el pecho de la camisa de trabajo llevaba una etiqueta en la que se leía «EDDIE» encima de la palabra «MANTENIMIENTO», y a veces le decían: «Hola, Eddie Mantenimiento», pero él nunca le encontraba la gracia.

Hoy, resulta que era el cumpleaños de Eddie, ochenta y tres años. Un médico, la semana anterior, le había dicho que tenía herpes. ¿Herpes? Eddie ni siquiera sabía lo que era. Antes tenía fuerza suficiente para levantar un caballo del carrusel con cada brazo. Eso fue hacía ya mucho tiempo.

– ¡Eddie! ¡Llévame, Eddie! ¡Llévame!

Cuarenta minutos hasta su muerte, y Eddie se abrió paso hasta el principio de la cola de la montaña rusa. Al menos una vez por semana se subía a cada atracción, para asegurarse de que los frenos y la dirección funcionaban bien. Hoy le tocaba a la montaña rusa -la Montaña Rusa Fantasma la llamaban- y los niños que conocían a Eddie gritaban para que los subiese en la vagoneta con él.

A Eddie le gustaban los niños. No los quinceañeros. Los quinceañeros le daban dolor de cabeza. Con los años, Eddie imaginaba que había visto a todos los quinceañeros vagos y liosos que existían. Pero los niños eran diferentes. Los niños miraban a Eddie -que con su mandíbula inferior saliente siempre parecía que estaba sonriendo, como un delfín- y confiaban en él. Les atraía igual que a unas manos frías el fuego. Se le sujetaban a las piernas. Jugaban con sus llaves. Eddie solía limitarse a gruñir, sin hablar nunca demasiado. Imaginaba que les gustaba porque nunca hablaba mucho.

Ahora Eddie dio un golpecito a dos niños que llevaban puestas unas gorras de béisbol con la visera al revés. Los pequeños corrieron a la vagoneta y se dejaron caer dentro. Eddie le entregó el bastón al encargado de la atracción y se acomodó poco a poco entre los dos.

– ¡Allá vamos! ¡Allá vamos! -chilló un niño, mientras el otro se pasaba el brazo de Eddie por encima del hombro. Eddie bajó la barra de seguridad y, clac-clac-clac, se fueron para arriba.

Corría una historia sobre Eddie. Cuando era chaval y vivía junto a este mismo parque, tuvo una pelea callejera. Cinco chicos de la avenida Pitkin habían acorralado a su hermano Joe y estaban a punto de darle una paliza. Eddie estaba una manzana más allá, en un puesto, tomando un sandwich. Oyó gritar a su hermano. Corrió hasta la calleja, agarró la tapa de un cubo de basura y mandó a dos chicos al hospital.

Después de eso, Joe pasó meses sin hablarle. Estaba avergonzado. Él era mayor, había nacido antes, pero fue Eddie quien le había defendido.

¿Podemos repetir, Eddie? Por favor.

Treinta y cuatro minutos de vida. Eddie levantó la barra de seguridad, dio a cada niño un caramelo, recuperó su bastón y luego fue cojeando hasta el taller de mantenimiento para refrescarse. Hacía calor aquel día de verano. De haber sabido que su muerte era inminente, probablemente habría ido a otro sitio. Pero hizo lo que hacemos todos. Continuó con su aburrida rutina como si todavía estuvieran por venir todos los días del mundo.

Uno de los trabajadores del taller, un joven desgarbado de pómulos marcados que se llamaba Domínguez, estaba junto al depósito de disolvente; quitaba la grasa a un engranaje.

– Hola, Eddie -dijo.

– Dom -respondió Eddie.

El taller olía a serrín. Era oscuro y estaba atestado, tenía el techo bajo y en las paredes había ganchos de los que colgaban taladros, sierras y martillos. Por todos lados había partes del esqueleto de atracciones del parque: compresores, motores, cintas transporta- doras, bombillas, la parte de arriba de la cabeza de un pirata. Amontonados contra una pared había botes de café con clavos y tornillos, y amontonados contra otra pared, interminables botes de grasa.

Engrasar un eje, decía Eddie, no requería mayor esfuerzo mental que fregar un plato; la única diferencia era que cuando uno lo hacía se ponía más sucio, no más limpio. Y aquél era el tipo de trabajo que hacía Eddie: engrasar, ajustar frenos, tensar pernos, comprobar paneles eléctricos. Muchas veces había ansiado dejar aquel sitio, encontrar un trabajo distinto, iniciar otro tipo de vida. Pero vino la guerra. Sus planes nunca se llevaron a cabo. Con el tiempo se encontró con canas, los pantalones más flojos y aceptando, cansino, que él era ése y lo sería siempre, un hombre con arena en los zapatos en un mundo de risas mecánicas y salchichas a la plancha. Como su padre antes que él, como indicaba la etiqueta de su camisa, Eddie se ocupaba del mantenimiento, era el jefe de mantenimiento o, como a veces le llamaban los niños, «el hombre de las atracciones del Ruby Pier».


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