– Mi capitán… -susurró-. ¿Listo para entrar en acción?
El capitán levantó la cabeza.
– ¿En qué estás pensando?
– En esas piedras. -Eddie señaló con la cabeza al que hacía guardia.
– ¿Qué les pasa a las piedras? -dijo el capitán.
– Yo sé hacer juegos malabares -susurró Eddie.
El capitán miró de reojo.
– ¿Y qué?
Pero Eddie ya le estaba gritando al guardia:
– ¡Oye! ¡Tú! ¡Lo estás haciendo mal!
Realizó un movimiento circular con las palmas de las manos.
– ¡Así! ¡Se hace así! ¡Dámelas!
Extendió las manos.
– Yo sé hacer juegos malabares. ¡Dámelas!
Loco Tercero le miró con desconfianza. De todos los guardias, Eddie consideraba que aquél era con el que más oportunidades tenía. Loco Tercero les había dado a escondidas trozos de pan, pasándoselos por el pequeño agujero que hacía de ventana. Eddie volvió a hacer el movimiento circular y sonrió. Loco Tercero se acercó, se detuvo, volvió por su bayoneta y luego se dirigió a Eddie con las dos piedras.
– Es así -dijo Eddie, y empezó a hacer juegos malabares sin ningún esfuerzo. Había aprendido a los siete años con un italiano que usaba seis platos a la vez. Eddie había pasado interminables horas practicando en la pasarela de madera, con guijarros, pelotas de goma, con todo lo que encontraba. No era demasiado difícil. La mayoría de los niños del parque de atracciones sabían hacerlo.
Pero ahora movía las dos piedras enloquecidamente, haciéndolas moverse cada vez más deprisa, impresionando al guardia. Luego se detuvo, mantuvo las piedras en alto y dijo:
– Consigue una más.
Loco Tercero protestó.
– Tres piedras, ¿ves? -Eddie le mostró tres dedos.-Tres.
Para entonces Morton y Smitty se habían sentado. El capitán se acercó más.
– ¿Adonde nos lleva esto? -murmuró Smitty.
– Si puedo conseguir una piedra más… -murmuró Eddie a su vez.
Loco Tercero abrió la puerta de bambú e hizo lo que Eddie esperaba que haría: llamó a sus compañeros.
Loco Primero apareció con una piedra grande y Loco Segundo le siguió. Loco Tercero le tiró la piedra a Eddie y le gritó algo. Luego se echó hacia atrás, sonrió a los otros y les indicó con un gesto que se sentaran, como diciéndoles: «Vais a ver».
Eddie lanzó las piedras rítmicamente. Cada una de ellas era del tamaño de la palma de su mano. Cantó una cancioncilla de la feria:
– La, la-la-la, laaaaa…
Los guardias se rieron. Eddie se rió. El capitán se rió. Una risa forzada, para ganar tiempo.
– Acérquese más, un poco más -cantó Eddie, como si esas palabras formaran parte de la canción. Morton y Smitty se acercaron también fingiendo interés.
Los guardias se estaban divirtiendo. Su postura era relajada. Eddie trataba de contener la respiración. Sólo un poco más. Lanzó una piedra más arriba, jugueteó con las dos de abajo, luego atrapó la tercera y volvió a repetir el juego.
– Oooh -exclamó Loco Tercero.
– Te gusta, ¿eh? -dijo Eddie. Ahora movía las piedras más deprisa. Seguía lanzando una piedra arriba y vigilando los ojos de sus captores que la seguían por el aire. Cantaba-: La, la-la-la, laaa… -y luego-: Cuando cuente tres… -y luego-: La, la-la-la, laaaa… -y luego-: Mi capitán, para usted el de la izquierdaaaaa…
Loco Segundo frunció el ceño con desconfianza, pero Eddie sonrió como sonreían los que hacían juegos malabares en el Ruby Pier cuando perdían público.
– Mira esto, mira esto, ¡mira esto! -entonó Eddie-. El mayor espectáculo del mundo, amiguito. Eddie lo hizo más rápido y luego contó:
– Uno… dos… -entonces lanzó una piedra mucho más alto que antes. Los Locos la siguieron con la vista.
– ¡Ahora! -gritó Eddie. Sin dejar de mover las piedras, agarró una y, como el buen lanzador de béisbol que había sido siempre, la tiró con fuerza a la cara del Loco Segundo y le rompió la nariz. Eddie agarró la segunda piedra y la lanzó, con la mano izquierda, a la barbilla del Loco Primero, que cayó hacia atrás cuando el capitán daba un salto para apoderarse de su bayoneta. Loco Tercero, paralizado momentáneamente, echó mano a su pistola y disparó enloquecido mientras Morton y Smitty le agarraban por las piernas. La puerta se abrió bruscamente y entró Loco Cuarto. Eddie le tiró la última piedra, que no le alcanzó la cabeza por centímetros, pero cuando se agachó, el capitán le estaba esperando pegado a la pared con la bayoneta, y se la hundió en la caja torácica con tanta fuerza que los dos salieron por la puerta. Eddie, impulsado por su adrenalina, saltó sobre Loco Segundo y le golpeó la cara con más fuerza de la que había golpeado nunca a ninguno de los de la avenida Pitkin. Agarró una piedra y la estrelló contra su cráneo, una y otra vez, hasta que se miró las manos y vio una masa viscosa púrpura, que comprendió que era sangre y piel y carbón, todo mezclado. Entonces oyó un disparo y se llevó las manos a la cabeza, embadurnándose las sienes con aquella masa. Miró hacia arriba y vio a Smitty allí mismo de pie, con la pistola de un enemigo en la mano. El cuerpo de Loco Segundo dejó de ofrecer resistencia. Sangraba por el pecho.
– Por Rabozzo -murmuró Smitty.
A los pocos minutos los cuatro guardias estaban muertos.
Los prisioneros, flacos, descalzos y cubiertos de sangre, corrían ahora ladera abajo por la escarpada colina. Eddie había esperado disparos, más guardias que disparasen, pero no los hubo. Las demás cabañas estaban vacías. En realidad, el campamento entero estaba vacío. Eddie se preguntó cuánto tiempo habrían estado sólo los cuatro Locos y ellos.
– Los demás probablemente se largaron cuando oyeron los bombardeos -susurró el capitán-. Somos el último grupo que queda.
Los barriles de aceite estaban colocados en la primera pendiente de la colina. A menos de cien metros se encontraba la entrada a la mina de carbón. Había una cabaña con suministros cerca y Morton se aseguró de que estaba vacía, luego entró corriendo; salió con un puñado de granadas, fusiles y dos lanzallamas de aspecto primitivo.
– Vamos a pegarle fuego a esto -dijo.
En la tarta pone: «¡Buena suerte, soldadito valiente!», y en un lado, debajo del borde de vainilla escarchada, habían añadido las palabras-. «Vuelve pronto, hijo», en letras que más bien eran unos garabatos azules que se leían mal.
La madre de Eddie ya ha lavado y planchado la ropa que él llevará al día siguiente. La cuelga en una percha del tirador del armario de su dormitorio y pone un par de zapatos de vestir debajo.
Eddie está en la cocina, jugando con sus pequeños primos rumanos. Tiene las manos a la espalda mientras ellos tratan de pegarle en el estómago. Uno señala la ventana de la cocina por la que se veía el Carrusel Parisiense, que está encendido para los clientes de última hora.
– ¡Caballitos! -exclama el niño.
La puerta de entrada se abre y Eddie oye una voz que le acelera el corazón, incluso ahora. Se pregunta si se trata de una debilidad que no debería llevar a la guerra.
– Hola, Eddie -dice Marguerite.
Y allí la tiene, en el umbral de la cocina, guapísima. Eddie nota aquel cosquilleo tan conocido en el pecho. Ella se quita un poco de agua de lluvia del pelo y sonríe. Tiene una cajita en las manos.
– Te traje una cosa. Por tu cumpleaños y, bueno, como despedida también.
Vuelve a sonreír. Eddie tiene tantas ganas de abrazarla que cree que va a estallar. No le importa lo que haya en la caja. Sólo quiere recordarla ofreciéndosela. Como siempre le pasa cuando está con Marguerite, quiere que el tiempo se congele.
– Es estupenda -dice él.
Ella se ríe.
– Todavía no la has abierto.