– De no haber nacido Emile, yo no habría tenido marido. Si no hubiera sido por nuestro matrimonio, nunca habría existido el parque. Si no hubiera existido el parque, tú no habrías terminado trabajando allí.
Eddie se rascó la cabeza.
– Entonces, ¿usted está aquí para hablarme del trabajo?
– No, querido -respondió Ruby con voz más débil-. Estoy aquí para decirte por qué murió tu padre.
La llamada de teléfono era de la madre de Eddie. Su padre había sufrido un colapso aquella tarde en el extremo este de la pasarela, cerca del Cohete Infantil. Tenía mucha fiebre.
– Eddie, estoy asustada -dijo su madre con voz temblorosa. Le contó que una noche, a principios de semana, cuando su padre había, vuelto a casa al amanecer, estaba empapado. Tenía la ropa llena de arena y había perdido un zapato. Según ella, olía a mar. Eddie pensó que también debía de oler a alcohol.
– Tosía -explicó su madre-. Empeoró. Deberíamos haber llamado al médico inmediatamente… -Hablaba de forma atropellada. Su padre había ido a trabajar aquel día, dijo, aunque estaba enfermo, con su cinturón de herramientas y su martillo mecánico, como siempre, pero aquella noche se negó a cenar y en la cama tosía y respiraba con dificultad y empapó de sudor la camiseta. Al día siguiente estaba peor. Y ahora, aquella tarde, había sufrido un colapso.
– El médico dijo que era neumonía. Yo debería de haber hecho algo. Debería de haber hecho algo.
– ¿Y qué podrías haber hecho tú? -preguntó Eddie. Le molestaba que su madre se culpara de todo cuando las únicas culpables eran las borracheras de su padre.
La oyó llorar por el teléfono.
El padre de Eddie solía decir que había pasado tantos años a orillas del océano que respiraba agua de mar. Ahora, lejos del océano, confinado en la cama de un hospital, el cuerpo empezó a consumírsele como le ocurre a un pez fuera del agua. Se produjeron complicaciones. El pecho se le congestionó. Su estado pasó de bueno a estable y de estable a grave. Los amigos pasaron de decir: «Estará en casa en un día» a «Estará en casa en una semana». En ausencia de su padre, Eddie ayudó en el parque, iba a trabajar por las tardes después de dejar el taxi. Engrasaba los raíles y comprobaba los frenos y las palancas, incluso reparó en el taller algunas piezas estropeadas de las atracciones.
Lo que en realidad hacía era conservarle el puesto de trabajo a su padre. Los propietarios agradecieron sus esfuerzos y luego le pagaron la mitad de lo que ganaba su padre. Él le dio el dinero a su madre, que iba todos los días al hospital y se quedaba a dormir allí la mayoría de las noches. Eddie y Marguerite le limpiaban el apartamento y le hacían la compra.
Cuando Eddie era adolescente, si alguna vez se quejaba o parecía aburrido con el parque, su padre le decía: «¿Qué pasa? ¿Esto no es bastante para ti?». Y antes de que Eddie fuera a la guerra, cuando hablaba de casarse con Marguerite y hacerse ingeniero, su padre dijo: «¿Qué pasa? ¿Esto no es bastante para ti?».
Y ahora, a pesar de todo eso, allí estaba, en el parque, haciendo el trabajo de su padre.
Finalmente, una noche, empujado por su madre, Eddie fue al hospital. Entró lentamente en la habitación. Su padre, que durante años se había negado a hablar con él, ahora no tenía ni fuerzas para intentarlo. Miró a su hijo con los ojos entrecerrados. Eddie, después de esforzarse por encontrar una frase que decir, hizo lo único que se le ocurrió hacer: levantó las manos y le enseñó a su padre las puntas de los dedos manchadas de grasa.
– No te preocupes, chico -le decían los demás trabajadores de mantenimiento-. Tu viejo saldrá adelante. Es el hijo de su madre más duro que hemos conocido nunca.
Los padres raramente dejan que sus hijos se vayan, de modo que los hijos les dejan. Se trasladan. Se alejan. Lo que antes les solía definir -la aprobación de su madre, el asentimiento de su padre- queda sustituido ahora por sus propios logros. Hasta mucho más tarde, cuando la piel se arruga y el corazón se debilita, los hijos no entienden; sus historias y todos sus logros se asientan sobre las historias de sus padres y madres, piedra sobre piedra, por debajo de las aguas de su vida.
Cuando le dieron la noticia de que su padre había muerto -«se fue», le dijo una enfermera, como si hubiera salido a comprar leche-, Eddie se sintió presa de una ira inútil, de ese tipo de ira que no lleva a ninguna parte. Como la mayoría de los hijos de obreros, Eddie había imaginado una muerte heroica para su padre que contrarrestara la vulgaridad de su vida. No había nada de heroico en que un borracho se quedara dormido en la playa.
Al día siguiente fue al apartamento de sus padres, entró en su dormitorio y abrió todos los cajones, como si dentro fuera a encontrar un trozo de su padre. Pasó por alto unas monedas, un alfiler de corbata, un botellín de brandy, cintas de goma, recibos de la luz, plumas y un encendedor con una sirena a un lado. Finalmente encontró un mazo de cartas. Se lo guardó en el bolsillo.
El entierro fue sencillo y breve. En las semanas que siguieron, la madre de Eddie estaba como ida. Le hablaba a su marido como si todavía estuviera allí. Le gritaba que bajara la radio. Preparaba comida para dos. Ahuecaba las almohadas de los dos lados de la cama, aunque sólo se había dormido en uno de ellos.
Una noche Eddie vio platos amontonados en el mueble de la cocina.
– Deja que te ayude -dijo.
– No, no -respondió su madre-, tu padre los lavará después.
Eddie le puso un dedo en el hombro.
– Mamá -dijo-, papá se ha ido.
– ¿Adónde se ha ido?
Al día siguiente, Eddie fue a ver a su jefe y le dijo que se despedía. Quince días después, él y Marguerite se trasladaron al edificio donde se había criado Eddie, en la avenida Beachwood, apartamento 6B, donde el pasillo era muy estrecho y desde cuya ventana de la cocina se veía el carrusel. Allí Eddie aceptó un empleo que le permitía no perder de vista a su madre, un puesto que había desempeñado verano tras verano: el de operario de mantenimiento del Ruby Pier. Eddie nunca se lo dijo a nadie -incluidas su mujer y su madre-, pero maldecía a su padre por morirse y dejarle atrapado en la vida de la que había estado tratando de escapar. Una vida que, como oía decir riéndose al viejo en su tumba, aparentemente no era lo bastante para él.
Tiene treinta y siete años. El desayuno se le está enfriando.
– ¿Ves el salero?-le pregunta Eddie a Noel.
Noel se levanta de la mesa masticando un trozo de salchicha, se inclina sobre la mesa de al lado y coge el salero.
– Ten -murmura-. Feliz cumpleaños.
Eddie sacude el salero con fuerza.
– Parece que resulta difícil que haya sal en las mesas.
– ¿Es que tú eres el encargado? -dice Noel.
Eddie se encoge de hombros. La mañana es ya cálida y la humedad sofocante. Su rutina es ésta: desayuno, una vez por semana, sábados por la mañana, antes de que el parque enloquezca. Noel tiene una tintorería y Eddie le ayudó a conseguir la contrata para la limpieza de los uniformes de mantenimiento del Ruby Pier.
– ¿Qué opinas de este tipo tan guapo? -dice Noel. Tiene un ejemplar de la revista Life abierto y le muestra la foto de un joven candidato político-. ¿Cómo puede presentarse a presidente este tipo? ¡Es un niño!
Eddie se encoge de hombros.