El amor, como la lluvia, puede vivificar desde arriba, empapando a las parejas de gozo. Pero a veces, bajo el enfurecido calor de la vida, el amor se seca en la superficie y debe vivificarse desde abajo, extendiendo sus raíces, manteniéndose vivo.
El accidente de la calle Lester mandó a Marguerite al hospital. Estuvo obligada a guardar cama durante cerca de seis meses. Su lastimado hígado finalmente se recuperó, pero los gastos y el retraso les costó la adopción. El niño que esperaban fue con otras personas. Los reproches nunca expresados por culpa de lo sucedido jamás encontraron descanso; simplemente pasaban como una sombra entre el marido y la mujer. Marguerite estuvo callada durante mucho tiempo. Eddie se entregó al trabajo. La sombra ocupaba un lugar en la mesa y comía en su presencia, entre el solitario sonido de cubiertos y platos. Cuando hablaban, hablaban de cosas sin importancia. El agua de su amor estaba oculta debajo de sus raíces. Eddie nunca volvió a apostar a los caballos. Sus encuentros con Noel terminaron gradualmente, pues ninguno de ellos era capaz de hablar mucho a la hora del desayuno sin tener la sensación de que aquello suponía un esfuerzo.
Un parque de atracciones de California presentó los primeros carriles con ruedas tubulares de acero -podían girar en unos ángulos que no se conseguían con madera- y, de pronto, las montañas rusas, que casi se habían perdido en el olvido, volvieron a ponerse de moda. El señor Bullock, el dueño del parque, había encargado un modelo con carriles de acero para el Ruby Park, y Eddie supervisó la construcción. Gritó a los instaladores y supervisó todos sus movimientos. No se fiaba de nada que fuera tan rápido. ¿Ángulos de sesenta grados? Estaba seguro de que alguien se haría daño. De todos modos, eso le proporcionó distracción.
La Pista de Baile Polvo de Estrellas se demolió. Lo mismo que el Tren de Cremallera y el Túnel del Amor, que ahora los niños encontraban demasiado antiguo. Unos años después se construyó un tobogán acuático y, para sorpresa de Eddie, fue inmensamente popular. Los que se subían flotaban entre chorros de agua y caían, al final, en una gran piscina. Eddie no conseguía entender por qué a la gente le gustaba tanto mojarse en esa atracción, cuando el océano estaba a unos trescientos metros de distancia. Pero se ocupaba de su mantenimiento igual que del de las demás atracciones, trabajando descalzo dentro del agua y asegurándose de que los barcos no podrían salirse de los carriles.
Con el tiempo, marido y mujer empezaron a hablarse de nuevo, y una noche Eddie incluso se refirió a la adopción. Marguerite se pasó la mano por la frente y dijo:
– Ahora somos demasiado mayores.
– ¿Y qué es ser demasiado mayor para un niño? -dijo Eddie.
Pasaron los años. Y aunque nunca llegó el niño, su herida se curó lentamente y su compañía mutua aumentó hasta llenar el espacio que habían reservado para otra persona. Por la mañana, ella le preparaba café y una tostada, y él la dejaba en su empleo de limpiadora y luego volvía en coche al parque. A veces, por la tarde, ella salía pronto y paseaba con él por la pasarela, siguiendo sus espirales, se montaba en los caballitos del carrusel o en las conchas pintadas de amarillo, mientras Eddie examinaba los rotores y los cables y escuchaba el ruido que hacían los motores.
Una tarde de julio se encontraron paseando junto al océano. Tomaban polos de uva y sus pies descalzos se hundían en la arena mojada. De repente pasearon la vista alrededor y se dieron cuenta de que eran los de más edad de la playa.
Marguerite dijo algo sobre los biquinis que llevaban las chicas como traje de baño y sobre cómo ella nunca tendría el valor de ponerse una cosa así. Eddie dijo que las chicas tenían suerte porque si se lo pusiera, los hombres no mirarían a nadie más. Y aunque por entonces Marguerite ya tenía cuarenta y cinco años, ya las caderas se le habían ensanchado y se le había formado en torno a los ojos una red de pequeñas arrugas, se lo agradeció calurosamente a Eddie y miró la nariz ganchuda y la ancha mandíbula de su marido. Las aguas de su amor caían otra vez desde arriba y los empapaban tanto como el mar que se arremolinaba en torno a sus pies.
Tres años más tarde, ella estaba rebozando croquetas de pollo en la cocina de su apartamento, el único que habían tenido en todo aquel tiempo, mucho después de que hubiera muerto la madre de Eddie, porque Marguerite dijo que le traía recuerdos de cuando eran jóvenes y que le gustaba ver el viejo carrusel por la ventana. De pronto, sin advertencia, los dedos de la mano derecha se le abrieron de modo incontrolable. Se movieron hacia atrás. No se podían cerrar. La croqueta se le deslizó de la palma de la mano. Cayó al fregadero. Tenía punzadas en el brazo. Se le aceleró la respiración. Se miró durante un momento la mano con aquellos dedos rígidos que parecían pertenecer a otra persona, a alguien que estuviera agarrando una vasija grande, invisible.
Luego todo quedó borroso.
– Eddie -llamó ella, pero para cuando llegó él, ya había perdido el sentido y estaba tendida en el suelo.
Era, diagnosticarían, un tumor cerebral y su declive sería como el de muchos otros. Tratamientos que hacían que la enfermedad pareciera menos dura, pelo que se cae en mechones, mañanas con ruidosos aparatos de radiación y tardes vomitando en un retrete del hospital.
En los días finales, cuando el cáncer fue declarado vencedor, los médicos sólo dijeron:
– Descanse. Tómeselo con calma.
Cuando ella les hacía preguntas, asentían amablemente con la cabeza, como si sus movimientos fueran un medicamento administrado a gotas. Marguerite se dio cuenta de que se trataba de algo protocolario, un modo de mostrarse amable con alguien sin remedio, y cuando uno de ellos sugirió que «arreglara sus asuntos», solicitó que le dieran de alta en el hospital. Lo exigió más que lo solicitó.
Eddie la ayudó a subir por la escalera y colgó su abrigo mientras ella paseaba la vista por el apartamento. Marguerite quiso preparar algo de comer, pero él la hizo sentarse y calentó agua para el té. Había comprado chuletas de cordero el día anterior, y aquella noche cenaron con varios amigos invitados y colegas del trabajo, la mayoría de los cuales saludó a Marguerite y a su cetrina piel con frases como: «Bueno, ¡mira quién ha vuelto!», como si aquélla fuera una fiesta de bienvenida y no de despedida.
Tomaron puré de patata y, de postre, pasteles, y cuando Marguerite terminó el segundo vaso de vino, Eddie cogió la botella y le sirvió un tercero.
Dos días después ella se despertó gritando. Eddie la llevó en coche al hospital en el silencio previo al amanecer. Hablaban con frases cortas: qué médico estaría, a quién debería llamar Eddie. Ella iba sentada en el asiento del copiloto, pero Eddie la notaba en todas partes: en el volante, en el acelerador, en el parpadeo de sus propios ojos, en el carraspeo de su garganta. Todos los movimientos que hacía eran para ayudarla a ella.
Tenía cuarenta y siete años.
– ¿Tienes la tarjeta? -le preguntó ella.
– La tarjeta… -dijo él inexpresivo.
Ella respiró hondo y cerró los ojos, y su voz era muy tenue cuando volvió a hablar, como si aquel aliento le costara caro.
– Del seguro -gruñó ella.
– Sí, sí -dijo él rápidamente-. He traído la tarjeta.
Una vez detenidos en el aparcamiento, Eddie apagó el motor. De pronto todo quedó demasiado quieto y en demasiado silencio. Eddie oyó todos los sonidos: el roce de su cuerpo contra el asiento de cuero, el clac-clac de la manilla de la portezuela, el silbido del aire afuera, sus pies en el suelo, el tintineo de sus llaves.
Le abrió la portezuela y la ayudó a apearse. Marguerite tenía los hombros encogidos contra las mandíbulas, como un niño con mucho frío. El pelo le revoloteó por la cara. Olisqueó y alzó la mirada hacia el horizonte. Hizo un gesto a Eddie y señaló con la cabeza la lejana parte de arriba de una gran atracción blanca del parque, con vagonetas rojas colgando como adornos de un árbol.