La polea estaba bloqueada por un objeto pequeño que debía de haber caído por la abertura en algún momento.
Una llave de coche.
– ¡No sueltes la vagoneta! -gritó Eddie. Hacía gestos con las manos-. ¡Oye! ¡Oooye! ¡Es el cable! ¡No sueltes la vagoneta! ¡Se partirá!
La multitud apagó su voz. Vitoreaba enfebrecida mientras Willie y Domínguez descargaban al último ocupante. Los cuatro estaban a salvo. Se abrazaban encima de la plataforma.
– ¡Dom! ¡Willie! -gritaba Eddie. Una persona chocó contra su cintura, tirando su walkie-talkie al suelo. Eddie se dobló para recogerlo. Willie fue a los controles. Puso el dedo encima del botón verde. Eddie alzó la vista.
– ¡No! ¡No! ¡No! ¡No hagas eso!
Eddie se volvió hacia la multitud.
– ¡Atrás!
Algo de la voz de Eddie debía de haber atraído la atención de la gente; dejaron de soltar vítores y empezaron a dispersarse. Se hizo un claro debajo de la Caída Libre.
Y Eddie vio la última cara de su vida.
Caída encima de la base metálica de la atracción, como si alguien la hubiera tirado allí, la nariz moqueándole y las lágrimas llenándole los ojos, estaba la niña con el animal hecho con limpiapipas. ¿Amy? ¿Annie?
– Mami…, mamá…, mamá -balbuceaba, casi rítmicamente, paralizada, como los niños cuando lloran.
– Mami… Mamá…, mami… Mamá…
La mirada de Eddie saltó de ella a las vagonetas. ¿Tenía tiempo? Ella y las vagonetas…
Whump. Demasiado tarde. Las vagonetas caían… «¡Dios santo, ha soltado el freno!» Para Eddie todo sucedió como a cámara lenta. Dejó caer su bastón e hizo esfuerzos con su pierna mala hasta que notó una descarga de dolor que casi lo hizo caer. Un gran paso. Otro paso. Dentro de la caja de la Caída Libre, se rompió el último hilo del cable y destrozó la conducción hidráulica. La vagoneta número 2 ahora caía como un peso muerto, nada la podría detener, una roca cayendo por un despeñadero.
En aquellos momentos finales, a Eddie le pareció oír el mundo entero: gritos lejanos, olas, música, una ráfaga de viento, un sonido grave, intenso y feo que, comprendió, era su propia voz que le perforaba el pecho. La niña alzó los brazos. Eddie se lanzó. Su pierna mala le falló. Medio volando, medio tambaleándose avanzó hacia la pequeña y cayó en la plataforma metálica, que desgarró su camisa y le abrió la carne, justo debajo de la etiqueta en la que se leía «EDDIE» y «MANTENIMIENTO». Notó dos manos en la suya, dos manos pequeñas.
Hubo un gran impacto.
Un cegador relámpago de luz.
Y después, nada.
Década de 1920. En un hospital atestado de uno de los barrios más pobres de la ciudad, el padre de Eddie fuma pitillos en la sala de espera, donde hay otros padres que también fuman. La enfermera entra con una tablilla con pinza. Dice su nombre. Lo pronuncia mal. Los demás hombres sueltan humo. ¿Y bien?
Él levanta la mano.
– Felicidades -dice la enfermera.
La sigue por el pasillo hasta la sala de los recién nacidos. Sus zapatos hacen un ruido seco contra el suelo.
– Espere aquí-dice la enfermera.
Por el cristal ve que ella comprueba los números de las cunas de madera. Pasa delante de una, no es la suya, de otra, no es la suya, de otra, no es la suya, de otra, no es la suya.
Se detiene. Allí. Debajo de la manta. Una cabeza diminuta con un gorrito azul. Comprueba su tablilla con pinza otra vez, luego señala.
El padre respira pesadamente, asiente con la cabeza. Durante un momento su cara parece desmoronarse, como un puente que se hundiera en un río. Luego sonríe.
El suyo.
El viaje
Eddie no vio nada de su momento final en la tierra, ni del parque de atracciones, ni de la multitud, ni de la vagoneta de fibra de cristal destrozada.
En las historias sobre la vida después de la muerte, muchas veces el alma flota por encima del momento del adiós, vuela sobre los coches de la policía en los accidentes de carretera, o se agarra como una araña a los techos de la habitación del hospital. Ésas son las personas a las que se concede una segunda oportunidad, las que por alguna razón recuperan su lugar en el mundo.
Eddie, parecía, no tendría una segunda oportunidad.
¿Dónde…?
¿Dónde…?
¿Dónde…?
El cielo era una neblinosa sombra de color calabaza, luego turquesa intenso, luego lima brillante. Eddie estaba flotando y sus brazos todavía estaban extendidos.
¿Dónde…?
La vagoneta de la torre caía. Eso él lo recordaba. La niña -;Amy? ¿Annie?- lloraba. Eso él lo recordaba. Recordaba que él se había lanzado hacia ella. Recordaba que él se golpeaba contra la plataforma. Notaba dos manitas en las suyas.
¿Luego qué?
¿La salvó?
Eddie sólo podía imaginarlo, como si hubiera pasado años atrás. Forastero todavía, no sentía ninguna de las emociones que se experimentan en tales ocasiones. Sólo sentía calma, como un niño acunado en los brazos de su madre.
¿Dónde…?
El cielo que le rodeaba volvió a cambiar, primero a un amarillo de pomelo, luego a un verde de bosque, luego a un rosa que momentáneamente Eddie asoció con, qué sorpresa, algodón de azúcar.
¿La salvó?
¿Estaba viva?
¿Dónde…
… está mi preocupación?
¿Dónde está mi dolor?
Era eso lo que echaba en falta. Todo el daño que había sufrido alguna vez, todo el dolor que alguna vez había soportado; todo eso había desaparecido como una expiración. No sentía la agonía. No sentía tristeza. Notaba su conciencia humeante, ascendiendo en espiral, incapaz de nada excepto calma. Ahora, por debajo de él, los colores volvieron a cambiar. Algo hacía remolinos. Agua. Un océano. Flotaba sobre un enorme mar amarillo. Ahora se volvía de color melón. Ahora era azul como un zafiro. Ahora él empezaba a caer, precipitándose hacia la superficie. Todo fue más rápido de lo que él había imaginado nunca, y, sin embargo, no sintió la brisa en su cara, y tampoco tuvo miedo. Vio la arena de una orilla dorada.
Luego estaba bajo el agua.
Luego todo estaba en silencio.
¿Dónde está mi preocupación?
¿Dónde está mi dolor?
Tiene cinco años. Es un domingo por la tarde en el Ruby Pier. Hay mesas plegables dispuestas en la pasarela de madera que se levanta junto a la alargada playa blanca. Hay una tarta de vainilla con velas azules y una jarra de zumo de naranja. Los empleados del parque de atracciones se mueven en las cercanías; los charlatanes, los teloneros, los cuidadores de animales, algunos de los del criadero de peces. El padre de Eddie, como de costumbre, participa en una partida de naipes. Eddie juega a sus pies. Su hermano mayor, Joe, está haciendo ejercicios gimnásticos delante de un grupo de mujeres mayores, que fingen interés y aplauden educadamente.
Eddie lleva puesto su regalo de cumpleaños: un sombrero rojo de vaquero y una cartuchera de juguete. Se levanta y corre de un grupo a otro, saca la pistola de juguete y dice:
– ¡Bang, bang!
– Ven aquí, chico. -Mickey Shea le hace señas desde un banco cercano.
– Bang, bang -dice Eddie.
Mickey Shea trabaja con el padre de Eddie reparando las atracciones. Es gordo, usa tirantes y siempre está cantando canciones irlandesas. A Eddie le huele raro, como el jarabe para la tos.
– Ven. Deja que te dé los coscorrones por tu cumpleaños-dice-. Como hacemos en Irlanda.